El jueves 3 de mayo dio inicio el ciclo Diálogo con escritores latinoamericanos en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, ciclo que recomendamos especialmente desde Fundación TEM. La mesa inaugural tuvo como invitados a los escritores María Negroni, Horacio Castellanos Moya, Guillermo Martínez, Edgardo Rodríguez Juliá y Juan Villoro, y estuvo coordinada por Daniel Link. El punto central del diálogo, que duró cerca de una hora y media a sala llena, fue la noción de cercanía y lejanía desde la que los escritores latinoamericanos conciben su literatura y son, a su vez, concebidos. El tema es sin duda vasto, y cada autor lo recogió a su manera, sea en términos de mercado, de edición o de identidad. María Negroni, por ejemplo, contó que cuando empezó a vivir en Nueva York, se dio cuenta muy pronto de que se esperaba de ella un cierto tipo de prosa, un cierto tipo de interés por determinados temas, que parten del estereotipo que los norteamericanos mantienen respecto de lo que debe ser la “literatura latinoamericana”. Para Guillermo Martínez, los límites y las fronteras entre las “literaturas nacionales” se va desdibujando, en tanto los escritores se forman cada vez más con bibliotecas mixtas, compuestas por libros de latitudes diversas. En ese sentido, dijo Martínez, lo que va quedando de “propio” en la literatura es, sobre todo, el registro del lenguaje con el que se escribe y que, desde luego, no es un asunto menor. Y redondeó la idea diciendo: “La literatura es como la ciencia; una sola, un lenguaje que, cuando da en la tecla, es universal”.

El portorriqueño Rodríguez Juliá se refirió a los premios literarios como una fuente de dispersión que crea una “ilusión de comunidad literaria” donde, en realidad, no la habría. Horacio Castellanos Moya, por su parte, sostuvo que existe una suerte de “peso nacional” en el oficio del escritor, ya que si éste -y hay muchos ejemplos- “atenta” contra la nacionalidad, el nacionalismo o la comunidad propia, será seguramente tildado de traidor. Y Juan Villoro encontró un punto medio al admitir que es complejo decir de dónde viene cada uno y dónde se sitúa la identidad de las personas. Y remató con la certeza de que “uno se siente mejor reconociendo que los escritores no tenemos por qué ser tan socialmente importantes como lo éramos antes”.

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En el año 2004 se realizó en Buenos Aires el 70º Congreso mundial de las Bibliotecas y la Información, en el que Tomás Eloy Martínez participó con un discurso de presentación titulado El libro en tiempos de la globalización. Reproducimos a continuación algunos fragmentos, que, desde la distancia, aportan no sólo a la sesión inaugural del Diálogo con escritores latinoamericanos, sino seguramente a las charlas de todo el ciclo, y que sigue dando herramientas para reflexionar acerca de la literatura latinoamericana actual.

Vivimos en tensión perpetua entre nuestro afán por no perder el tren acelerado de la modernidad y nuestra necesidad de ser lúcidos y críticos ante los avances de la modernidad. Estos son tiempos de desconcierto y, sobre todo, son tiempos en los que se privilegia el beneficio sobre el riesgo, sin advertir que muchas veces sólo el riesgo puede aportar grandes beneficios. He sido testigo directo de un muy buen ejemplo en ese sentido, y no es el único. En 1967, el editor Francisco Porrúa y yo invitamos a un escritor colombiano desconocido a presentar en Buenos Aires su cuarta novela, que había sido rechazada por dos editores españoles con el pretexto de que era demasiado poética y enmarañada. Porrúa pagó quinientos dólares como anticipo por los derechos de autor, y el colombiano desconocido se declaró más que satisfecho. Dos semanas más tarde, aquel autor y aquel libro se convirtieron en celebridades internacionales, y tanto Porrúa como yo perdimos de vista a Gabriel García Márquez en la jungla de Buenos Aires. El negocio no fue tan malo, porque Sudamericana, la editorial en la que trabajaba Porrúa vendió más de cien ediciones de Cien años de soledad –ése era el libro–, y millones de ejemplares de las otras novelas del mismo autor, que quiso seguir siendo fiel a la empresa que lo había descubierto. No sucede con tanta frecuencia, pero conozco  decenas de casos en que riesgo y beneficio han marchado juntos: William Faulkner en Random House, Pablo Neruda en la editorial Losada, Jorge Luis Borges en Emecé, Vladimir Nabókov y Henry Miller en Olympia Press, e via dicendo.

Los editores de este confín del mundo suelen quejarse de los pocos libros que se venden en estas latitudes y de lo poco que se lee. Decían lo mismo en 1950 y seguirán diciendo lo mismo dentro de medio siglo. Pero lo cierto es que conozco a muchos grandes autores que son pobres y, en cambio, no conozco a ningún gran editor que no sea rico. En 1950, antes de que la televisión llegara a estas latitudes, la lectura y la radio eran las dos grandes vías de escape y de información de la clase media. Los best-sellers de aquel momento en Buenos Aires se llamaban Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, precursor prehistórico de los libros de auto-ayuda, Una hoja en la tormenta, de Lin Yutang, abuelo remoto de Paulo Coelho, y La hora veinticinco, del rumano Constantin Virgil Gheorgiu, la novela que encendió una de las primeras llamas en la hoguera de la guerra fría. Por esos mismos años vi algunos de los grandes relatos de la literatura latinoamericana aletargados en los depósitos de la editorial Sudamericana. Obras como Bestiario de Julio Cortázar o Adán Buenosyres de Leopoldo Marechal, que en la década de los ‘60 venderían decenas de miles de ejemplares, no sobrepasaban entonces un promedio de 60 ejemplares al año.

Cuando América Latina empezó a industrializarse y a alfabetizarse, y se produjeron los vastos éxodos de campesinos a las ciudades, los grandes narradores latinoamericanos pudieron salir al encuentro de un público lector que hasta entonces les había vuelto la espalda. Una de las razones principales del florecimiento de la novela de América Latina en las décadas del 60 y del 70 es que los narradores empezaron a contar historias con las que la gente podía identificarse, a crear personajes en los que todos podíamos reconocernos y a emplear un lenguaje que se asemejaba al habla de todos los días. Los jóvenes que leían a Cortázar en 1963 o 1964 creían estar oyéndose a sí mismos, y la literatura parecía estar entonces al alcance de cualquiera.

Borges tenía razón al decir que los escritores de verdad no buscan el éxito. Si lo hicieran, nunca lo encontrarían. Pero también es verdad que hay una cierta sintonía entre los libros que van a sobrevivir y la época en que se publican: esa coincidencia deriva, a veces, en ventas masivas, como sucedió con todos los grandes textos argentinos del siglo XIX y como sigue sucediendo con las novelas de Roberto Arlt, con las parodias populares de Manuel Puig y con la obra entera de Borges. Las listas de best sellers no son, ni por asomo, indicios de la vitalidad que un libro puede alcanzar en el curso de los años pero, a la inversa, es raro el libro canónico que, al menos en la Argentina, no haya logrado la aceptación de los lectores. Sucedió con textos difíciles como Los lanzallamas, El hacedor, El informe de Brodie, Rayuela, La traición de Rita Hayworth, y sigue sucediendo ahora con la poesía de Juan Gelman y con las memorias de Victoria Ocampo, que se leen en todos los cursos de literatura hispanoamericana de las universidades de los Estados Unidos.

Las batallas de estos tiempos de globalización no se libran ya para conquistar nuevos lectores o para crearlos, como hace treinta años, sino para que el mercado no los deseduque, para que los lectores no pierdan la costumbre de ver el libro como un modo de verse también a sí mismos. Junto con océanos de informaciones por procesar y de libros por leer, la globalización ha engendrado a la vez abismos de desigualdad que antes eran imposibles de imaginar. Una quinta parte de la población del mundo sigue sin tener acceso a ninguna forma de educación, y más de los tres quintos restantes no pueden comprar libros porque lo que antes era un artículo de primera necesidad ahora es un lujo. La comida, la vivienda y la ropa están primero en la lista básica de las familias, y con frecuencia lo que se gana ni siquiera alcanza para eso. (…)

Pero no son las estadísticas las que tienen aquí importancia, sino razones de orden moral y razones de justicia que podrían sublevar a los espíritus más indiferentes, aunque no signifiquen nada para los espíritus rapaces. Mil trescientos millones de personas viven con menos de un dólar por día. ¿Cómo podrían pensar en comprar libros? Y, en el otro extremo del espectro social, las ganancias de los tres hombres más ricos del mundo son superiores al producto nacional sumado de los cuarenta y tres países más pobres. He dicho hace un momento que la gente lee más, y eso es cierto. Lo que no he dicho es que los que leen más son, en términos relativos, muchos menos. La globalización, que nos está llevando a la velocidad de la luz por los cielos de la tecnología, también está operando el prodigio de hacernos retroceder en el tiempo. Dentro de poco, al ritmo que llevan las desigualdades sociales, sólo unos pocos letrados o clercs van a seguir leyendo, como en la Edad Media, cuando los libros se copiaban a mano. Podríamos asistir a la paradoja de que una biblioteca entera se condense en un solo CD al que tendría acceso sólo un porcentaje ínfimo de los lectores potenciales. Todo el conocimiento humano podría caber en una mano, pero esa mano no sería la de todos los hombres (…)

 ¿Para qué sirve un intelectual entonces, en medio de tanto páramo? Sirve de mucho. Sirve para que los latinoamericanos del sur del continente sigamos pensándonos como proyecto, como utopía, como comunidad que puede construirse y organizarse aun a espaldas del poder, contra la ceguera y la sordera del poder. Aunque nadie oiga, el deber del intelectual es pensar y hablar. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Parecería poco y, sin embargo, en estos tiempos es todo lo que necesitamos.

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