Siguiendo con el ciclo de crónicas de los martes, compartimos El silencio de un muñeco, una crónica de Emilio Fernández Cicco publicada originalmente en la revista Gatopardo.

Emilio Fernández Cicco / Foto: Archivo autor

Esta historia comienza en un parque de Buenos Aires y culmina en la bóveda de seguridad de un banco.El parque se llama Retiro y tiene montañas de agua, lagos artificiales y fenómenos de la naturaleza. Lo comparan con el Coney Island de Nueva York, el White City de Londres y el Luna Park de París. Y hasta dicen que el Retiro es mejor. Mientras se abre camino entre una mujer barbuda, una sirena y un jinete sin cabeza, un niño de ocho años se acerca a un hombre que habla con un muñeco ante una multitud, y siente que el mundo en ese instante se detiene, y las piezas se ensamblan como un rompecabezas mágico. bóveda del banco donde esta historia termina es, a diferencia del parque, como cualquier otra, cercada por puertas blindadas y alarmas que se activan al menor movimiento. Sería una más de las miles de bóvedas de Buenos Aires si no fuera por un detalle, en apariencia irrelevante: en su interior guarda un portafolios Samsonite con un muñeco vestido de frac, tal como lucía la última noche en la que salió a trabajar. Una vez al mes, en medio de un inusual operativo de seguridad, una mujer extrae al muñeco de la valija y lo saca a tomar aire para que el papel maché de la cara, la peluca artificial, la pintura de los ojos y la madera del cuerpo no se echen a perder.

El nombre y la dirección de ese banco donde descansa el maletín forman parte de un secreto inquebrantable desde que murió el hombre que daba voz y oxígeno al muñeco, y que lo hacía arder en público como una estrella.

Nunca en la historia de la ventriloquia un hombre inyectó tanta personalidad a un muñeco, al punto que hoy, a ocho años de la muerte de su dueño, los coleccionistas privados, los millonarios cazadores de reliquias modernas, lo disputan como si fuera un diamante único e irrepetible, sumergido en la oscuridad anónima de un banco.

Nacido en Zárate, una ciudad de la provincia de Buenos Aires, en 1938, Ricardo Gamero vio a aquel ventrílocuo del Parque Retiro a los ocho años y comprendió cuál era su misión en este mundo.

Su padre, José Gamero, quería que Ricardo siguiera sus pasos de linotipista: él estaba empleado en el diario Crítica, uno de los más leídos de la época. Pero su hijo menor tenía otros planes. A los doce, con papel de diario, harina, agua y madera, se dispuso a crear un mono. Mientras le daba forma, descubrió que se parecía más a un niño. Algunos dicen que el muñeco formaba parte de un trabajo práctico escolar. Otros, que fue una orden del corazón. No importa el motivo, pero Ricardo Gamero le pintó los ojos, le puso peluca rubia y lo llevó a un titiritero para que ajustara el mecanismo y le colocara los brazos. Luego le cosió la ropa, lo puso sobre su regazo y, desde entonces, el muñeco no paró de hablarle.

Tras cuatro años de estudiar semana a semana los movimientos del ventrílocuo del Parque Retiro, apenas tuvo su propio muñeco, Gamero devino un profesional completo. A los trece, lo puso en un bolso, abandonó la escuela y renunció a los amigos del barrio y a la casa de sus padres en el barrio porteño de San Cristóbal. Es que José Gamero no toleraba ver al menor de sus hijos lanzado al caos de la vida artística. Una y otra vez se atragantaba con la cena y le hacía saber su enojo.

“Vas a tener que vivir en la miseria”, le repetía. Ricardo no soportaba más las presiones y cortó por lo sano: escapó y empezó a trabajar en la calle. Con lo que ganaba en las plazas como ventrílocuo ambulante, pagaba el alquiler de una pensión, donde la propietaria era madre de un reconocido fakir y escapista, Tu–Sam, que entonces iniciaba su carrera flagelándose con todo lo que encontraba. A los pocos meses, Gamero consiguió empleo en un circo y giró por toda Argentina. Empezó trabajando a cambio de cama y comida. Limpiaba jaulas.

Alimentaba a los leones. Asistía al mago. Sustituía al malabarista cuando estaba enfermo. Y mientras tanto, pulía la rutina con su muñeco y le ponía un nombre al dúo: él, Mr. Chasman, un nombre distinguido, sofisticado, de mundo. El muñeco, Chirola, la palabra que designa popularmente a la moneda de menor valor del mercado en Argentina. Así nacieron los Lennon–McCartney, los Jagger–Richards, los Abbott y Costello de la ventriloquia: una pareja perfecta de opuestos, la mecha y la pólvora, la cal y la arena, un anfitrión bien hablado, culto y moderado, frente a un niño fresco, vertiginoso, irreverente, artesanal y medicado con Ritalín.

A fines de los sesenta, Chasman escaló al prestigioso circo internacional Tihany y recorrió Latinoamérica, ahora afirmado en su show de ventrílocuo. Y allí se enamoró perdidamente de Ethel, la contorsionista. En 1964, Ethel y Chasman tuvieron una hija, Sandra. Gamero trajo una vida y perdió otra: Sandra nació sonriente y con buen peso, pero Ethel, la contorsionista del circo, no sobrevivió al parto.

De gira permanente con el Tihany y destrozado afectivamente, Chasman legó a su hija al cuidado de sus suegros, al tiempo que escribía sus libretos en bares de todo el mundo y aprendía a la fuerza las reglas del oficio: no comer antes del show, no tomar bebidas efervescentes, cambiar las B y V por G, las F por J, las M por N y las P por C, para evitar que al pronunciarlas la boca traicionara la magia. En lugar de “boca”, Chasman debía decir “goca”, en lugar de “mamá”, “naná”, pues las B y las M obligan al ventrílocuo a juntar los labios y delatar el truco.

Y si uno era fumador, las cosas se ponían aún más difíciles.

El tabaco y Chasman eran inseparables. Coleccionaba encendedores. Laqueados, nacarados, con terminaciones en oro, lapislázuli: los tenía todos. Pero en tiempos en que no existía el encendedor, practicó tenazmente frente al espejo durante dieciocho meses hasta que logró prender el cigarrillo con una mano, mientras sostenía, con la otra, a Chirolita. Si piensa que es sencillo, sólo imagínelo: con la mitad del cuerpo inutilizada por el muñeco, Chasman sujetaba la caja de fósforos con dos dedos, los otros dos se las ingeniaban para raspar la cerilla mientras el quinto apretaba el cigarrillo. Luego, con la cerilla encendida, debía sincronizar para que la llama envolviera la punta del cigarrillo, arrojar el fósforo y guardar la cajita en el saco sin prenderse fuego. Y por último, la gran especialidad de Chasman, la que lo haría mundialmente famoso: aún con los pulmones llenos de humo, desdoblaba la voz y dialogaba con Chirolita como si fueran padre e hijo. El timbre de Chasman estaba teñido por el cigarrillo, pero Chirolita sonaba tan juvenil y cristalino como siempre.

Como precaución, Chasman tenía la regla de oro de no despachar a Chirolita en los aeropuertos. Lo llevaba bajo el asiento. El personal de aduana jamás le pidió abrir la valija para ver su contenido. Les bastaba con ver a Chasman para comprenderlo todo: así de famoso era. Chasman y Chirolita aterrizaron en Paraguay, Chile, Perú, Uruguay, Ecuador. En Bolivia, aún con toque de queda militar, llenaron un teatro. En México, quince mil personas los ovacionaron en una plaza céntrica del Distrito Federal en 1970. En España, les ofrecían contratos suculentos para retenerlos en el país. Hasta el manager de Raphael lo fue a buscar a Buenos Aires para tentarlo.

Chasman y Chirolita tenían más millas aéreas que los Harlem Globetrotters. En Argentina eran reyes en sus dominios. El non plus ultra de la variété. Actuaron en todos los canales de aire y en cada uno de ellos recibieron premios. Conocieron los escenarios de los teatros y cabarets de más concurrencia del país. Chasman cenaba con Mario Sapag, Juan Verdaguer, Javier Portales y Alberto Olmedo, los humoristas del momento, y Chasman y Chirolita eran un fenómeno en expansión, estrellas de los programas más vistos. Chirola disparaba el rating por las nubes.

Era infalible. Las empresas le pagaban fortunas para tenerlo en sus cenas de fin de año. Los presidentes lo invitaban a la Casa de Gobierno, pero Chasman les repetía que no quería meterse en política. Tampoco hablaba en público de religión ni de futbol, aun cuando treinta clubes los nombraron, a él y a su muñeco, socios honorarios. Se había jurado no contar jamás chistes de judíos, de negros, ni de gallegos, y no decía malas palabras. En los shows, Chirolita hacía reír, pero el momento fuerte era cuando se ponía serio y narraba la historia de un muñeco de trapo.

Era tan triste que hasta el más duro rompía a llorar.

“A ocho años de la muerte de mi viejo, hay personas a las que les decís ‘Chirolita’ y se les caen las lágrimas”, cuenta René, su hijo menor, un hombre de 32 años que nació del matrimonio de Ricardo Gamero con su segunda mujer.

René fue libretista de Chasman y hoy es empleado en el archivo de TyC Sports, una señal deportiva de cable. Jamás, dice, usó la historia familiar para conseguir trabajo.

“Se creó todo un mito de que con mi hermana estábamos celosos de papá por la atención que le daba a Chirola. Pero no es cierto. Mi viejo llegaba a casa y el muñeco quedaba en la valija hasta el siguiente show. Era su hermanito de trabajo. Tuve a mi papá mucho más tiempo que cualquier chico. Pero a veces te repetían lo de los celos tantas veces que cuando sos chico te empezás a preguntar si no tenés celos del muñeco”.

De tan célebre y redituable, Chirolita contaba con póliza de seguros. Y un vestuario exclusivo con cuarenta trajes y zapatos a medida en cocodrilo, charol y gamuza. Los mismos que, a escala, se confeccionaba Chasman.

Adherida a la valija, Gamero había colocado una tarjeta con sus datos, en caso de extravío. A pesar de todos los recaudos, Chirolita fue raptado en dos oportunidades durante un mismo año a inicios de los setenta. Mientras Gamero cenaba en un restorán de Buenos Aires, un grupo comando abrió el baúl y secuestró al muñeco. A las pocas horas, lo llamaron por teléfono a su casa y pautaron las condiciones del rescate. “Queremos el dinero en una valija envuelta en nylon, arrójela en la Fuente de los Españoles”. “¿Y Chirola?”. “Lo encontrará en la fuente”. “Por favor, señor, cuídelo y que no le entre agua. Yo trabajo de esto”. Chasman llenó la valija con papel de diario y cubrió la superficie con billetes auténticos. Condujo hasta la fuente sin dar aviso a la policía, arrojó la valija al agua, tomó a Chirola y partió sin mirar atrás.

Meses más tarde, otro restorán, otro baúl y el mismo episodio. Esta vez el ladrón, un vagabundo del barrio, se arrepintió de lo que había hecho. “Chasman —le dijo por teléfono— perdón, me equivoqué. Tengo a Chirolita”. Gamero lo encontró en la ca¬lle y lo quiso recompensar con dinero. El hombre sacudió la cabeza y por poco se larga a llorar. “No, Chasman, haber tenido a Chirolita conmigo es más que una recompensa. Yo estoy en deuda eterna con usted”.

Noemí Farías conoció a Chasman en su plenitud a mediados de los sesenta. Ricardo Gamero le llevaba siete años y era la figura central del Special, uno de los programas del año en Argentina. Todas las figuras se disputaban un segundo de exposición allí. Hasta Joan Manuel Serrat sucumbió al hechizo en su primera visita al país. Noemí era parte del elenco estable de ocho bailarinas de la emisión. Las llamaban “Las Rockettes”.

“Te puedo contar anécdotas de Sammy Davis Jr. a Raphael. Los conozco a todos”, dice Noemí mientras ofrece alfajorcitos en su casa de Boulogne, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y anuncia que ésta es su primera entrevista desde la muerte de Chasman.

En tiempos de Las Rockettes, Farías estaba convencida de que jamás se enamoraría de alguien del ambiente artístico. Pero Chasman la invitó a cenar a ella y a su mamá, que era asistente del plantel de baile del Special.

“Las bailarinas somos raras y retorcidas —se acuerda Noemí— para que los hombres no crean que somos fáciles, viste, y evitar que nos pongan un dedo encima a la primera noche”. A la tercera salida, Chasman se bajó del auto, le compró un ramo de rosas, se arrodilló junto a la ventanilla y le propuso matrimonio. En diciembre de 1968, redobló la apuesta y apareció en el estudio con una alianza de diamantes incrustados en oro. Un año más tarde, se casaron por civil. Ya como marido y mujer, Chasman le pidió a Noemí que renunciara a su trabajo y se dedicara a su casa. Farías lo acompañó en sus viajes por el mundo, mientras criaba a Sandra como si fuera hija de su sangre, y se ocupaba de tener limpia y planchada la ropa del muñeco, a quien vestía cuidadosamente antes de cada show.

En 1974, Noemí quedó embarazada. El médico dijo que, por falta de dilatación, le harían una cesárea. Chasman, aunque después de la muerte de Ethel tenía terror a los partos, tomó al ginecólogo del cuello, lo arrastró por todo el pasillo y le dijo: “Si vos le hacés una cesárea, te mato”. René Gamero nació en 1975 por parto natural, aun en contra de las prescripciones médicas.

Para esa época, Chasman tenía trabajo de sobra. Había puesto un negocio de venta de automóviles. En cada cumpleaños, le cambiaba el coche a su mujer, que un año conducía un Mercedes, otro un BMW. Tenían una casa de fin de semana en las afueras y varios departamentos en Buenos Aires. Salían a cazar a la localidad de Ranchos, pero sabían tan poco de fauna que, muchas veces, no identificaban a qué clase de animal le habían disparado. Eran tiempos felices. Una vez, en el camino de ida y vuelta en auto desde el barrio donde vivían hasta un teatro del centro en la ciudad —no más de treinta cuadras— Chasman se propuso contar cuántas personas le preguntaban por la calle si su hijo era el niño de carne y hueso en el que se inspiraba Chirolita. Sumó a 132 personas.

En casa, Gamero despertaba meticulosamente a las 6:30 de la mañana. Tomaba mate y salía a jugar al billar al Club Italiano con Daniel Rabinovich, del grupo musical Les Luthiers.

Al regresar, devoraba la revista Selecciones, a la que estaba suscripto, o veía películas de suspenso en la tele. Sus favoritas eran las basadas en las novelas de Agatha Christie.

Al menos una vez al día ponía a su mujer en el regazo y, apelando a su diferencia de edad, la aleccionaba sobre la vida. “Pero dejame, yo no soy Chirolita”, lo empujaba Noemí de mala gana.

Chasman quería estar en todo: cocinaba risotto con mariscos, hacía bifes rellenos con jamón y queso, pero a veces su afán por controlar hasta el mínimo detalle se le iba de las manos. Y lo llevaba a tener una idea más bien frágil de la felicidad. En su casa de fin de semana, en una tarde a pleno sol, le dijo a su mujer: “Vámonos”. “Pero, ¿por qué, si la estamos pasando bien?”. “¿No sos feliz?”. “Claro, ¿y eso qué tiene que ver?”. “Hay unas nubes allá a lo lejos, no quiero que nada empañe este momento. Menos que menos, una lluvia.

“Ricardo tenía una personalidad muy cambiante”, recuerda Noemí. “Era distinto el personaje de Chasman que el Ricardo de la vida real. Él tenía un problema con los restaurantes. Le encantaban los bifes cocidos y siempre se los traían crudos. Él insistía en que se lo cambiaran por otro. No quería que le cocinaran el mismo porque, decía, en venganza los cocineros se lo podían escupir. Una vez, llegó a devolver tres bifes en una misma noche. Y eso lo ponía de muy mal humor”. Noemí se ríe. “Me da risa porque hoy a nuestro hijo René le pasa lo mismo. Es como una maldición familiar. La maldición del bife”.

En el pico de su carrera a principios de los ochenta, Chasman tenía una función de teatro al día. Los empresarios le ofrecían un buen sueldo para abrir su propia academia de ventriloquia. “Pero lo de mi viejo no era la enseñanza”, evoca René. “Él decía que lo suyo era fruto de mucho trabajo, algo imposible de transmitir”.

Era tal la carga de funciones que Chasman empezó a sufrir de la columna. El médico le diagnosticó una hernia de disco y un problema en el nervio ciático. Antes de salir a escena, debía inyectarse calmantes para completar el show sin sentir que el dolor le cortaba la espalda como un hacha. Necesitó de varios años de tratamiento para corregir la postura y superar el padecimiento.

Durante las fiestas navideñas, Chasman protagonizaba un espectáculo donde debía estar noventa minutos frente al público y cambiar de vestuarios en tres oportunidades. Nunca había estado en un unipersonal tan extendido. Para acortar la muda de ropa de Chirolita, decidió confeccionar un doble de riesgo. Y así llegó hasta Julio Roldán que es, desde hace cuarenta años, doctor de muñecos.

Roldán arregla muñecas antiguas y muñecos modernos. Llegan fanáticos de todo el mundo a confiarle sus muñecas de porcelana para que las vuelva a poner en actividad. Y confecciona muñecos para ventrílocuos por quinientos dólares, con cuerpos de pasta traídos de Alemania, ojos de vidrio, pelo natural y ropa a medida.

“Yo soy un curador de afectos”, dice Roldán, delantal de punta en blanco. “Acá viene gente con el pelo de su difunta mamá para ponérselo a su muñeca”.

Roldán preside en su casa una gran clínica privada. Cara, pero la mejor en su estilo. En este momento, tiene cincuenta muñecos en la sala de espera.

“Yo uso pelo natural para los muñecos, que dura toda la vida y no se enreda como el artificial. Le hacemos la ropa. A los ventrílocuos les mido las manos para que el mecanismo se ajuste a sus medidas”.

La visita de Chasman a la clínica de Roldán le multiplicó los clientes.

“Él trajo a Chirolita, que estaba ya un poco deteriorado, y me dijo: ‘Quiero algo igual a él, pero que se le muevan los ojos’”.

Chasman visitó varias veces a Roldán para supervisar la creación. Se puso insistente. Roldán trabajaba con la vista de Chasman sobre sus hombros. Tras un periodo de ensayo y error de un mes, Gamero le dio el OK.

“Le hice un cuerpo de pasta alemán. Ahora casi no se consiguen, igual que los ojos de vidrio. La mayoría son de plástico. Me acuerdo que a Chasman no le gustaban los ojos de Chirolita. ‘Quiero que se muevan’, me dijo. Era un profesional de altísimo nivel. Un ventrílocuo insuperable”.

“A Chirola no se le movían los ojos. Ni los pies ni los brazos”, retoma Noemí. “Y aún hoy la gente me discute que se le movían. Era parte de la magia de Chasman. No vayan a creer que practicaba mucho. Él tenía un don. En lo suyo, era el único y el mejor”.

“Papá utilizó al muñeco de Roldán como un segundo cuerpo de Chirola, pero sin la cabeza. Era apenas el torso. Nunca quiso cambiar el modelo original”, recuerda René. “En medio de la función, para ahorrar tiempo, y no vestir nuevamente de punta a punta a Chirolita, le cambiaba la cabeza y listo. Pero si no había necesidad, mi viejo usaba siempre el mismo muñeco que había hecho siendo un niño”.

Miguel Ángel Lembo tiene veinte años de carrera y es el presidente del Círculo de Ventrílocuos Argentinos, el segundo más antiguo del mundo —el primero es el de Las Vegas—. Agrupa a más de sesenta colegas y su círculo es hoy uno de los más numerosos de Latinoamérica.

Lembo da cursos vía Internet y es autor de Ventriloquia y humorismo, un puntilloso manual de 160 páginas con las técnicas para aprender el arte de dar vida a un muñeco. Naturalmente, para él y sus pares, Chasman y Chirolita fueron lo que Batman y Robin para las historietas y la Santísima Trinidad para los católicos: una pareja insuperable. Lembo conoció a Chasman en los pasillos de un canal de TV en 1980 y él, que por entonces era policía, quedó fascinado y quiso tener su propio Chirola. “Ser ventrílocuo es raro”, admite Lembo, quien a veces habla con su voz y a veces con las de sus tres muñecos, aun cuando está en un bar frente a un pocillo de café. “Imagínate: un hombre grande jugando con un muñeco. No me vas a decir que no es curioso. La técnica del ventrílocuo la podés aprender. Es lo que hace cualquier actor. Pero llegar al nivel de Chasman es prácticamente imposible. Cómo hablaba con el muñeco mientras fumaba es una técnica que requiere una combinación de respiración y movimiento muy compleja. Él no llamaba muñeco a Chirolita. Lo llamaba hijo. Y lo trataba de usted”.

Aún siendo subcomisario de la seccional 14° en el barrio de San Telmo, Lembo tenía a su muñeco Pascualito sentado en su despacho y practicaba una y otra vez las rutinas del gran Chasman, a quien visitaba religiosamente los jueves en su departamento.

La televisión es un arma de doble filo. Da vida y la quita. Enciende el fuego y lo apaga. Así como Chasman se consagró internacionalmente por su éxito en la pantalla chica, la televisión terminó sepultándolo en vida. A mediados de los ochenta, cambiaron los códigos del medio. Se recortaron los programas cuidados y de largo aliento, se recortaron presupuestos, y las emisiones de variedades que duraban tardes enteras —donde Chasman y Chirolita eran números fijos— se fueron apagando. Chirola había perdido su lugar en el mundo. Gamero conservaba escasas funciones en teatros del interior, pero empezaba a perder lugar en la memoria de las nuevas generaciones.

En la Costa Atlántica, lo paraban las madres con sus hijos y le decían: “Mirá, nene, ¿sabés quién es este señor?”. El nene se encogía de hombros y la señora insistía. “¿Cómo que no sabés? ¡Pero este señor era muy famoso!”. Hasta que Chasman le ponía una mano en el hombro del chico y le decía: “¿Por qué no le decís a tu mamá que te lleve a la playa y se deje de hinchar?”.

Chirola pasaba más tiempo dentro del portafolio que fuera. En 1984, Chasman sufrió un principio de infarto y fue sometido a tres bypass. El cardiólogo le dijo que tenía las arterias tapadas, producto del tabaco y del estrés. Una semana antes, había decidido recortar los gastos y dejar de pagar el seguro médico. Hacía años que no tenía el negocio de los autos y los departamentos y la casa de fin de semana empezaron a acumular deudas impagas. Así que, cuando el corazón le falló, se encontraba sin seguro, pero cuando Noemí ya estaba dispuesta a vender el auto para afrontar los gastos, la Fundación Favaloro, encabezada por el cirujano René Favaloro, el precursor del bypass, anunció que cubriría los gastos. A cambio, le pidieron que en cada show Chasman dijera que estaba vivo gracias a las manos del doctor Favaloro.

Después de eso, Chasman jugó menos al billar. Ya no salía a cazar. Pero seguía fumando sus dos atados diarios de cigarrillos marca 43/70. Pasaba el tiempo junto al teléfono aguardando a que una llamada volviera a ponerlo sobre un escenario. Aún hoy, Noemí recuerda los últimos años de su marido y se indigna.
“Antes se respetaba al artista. Los productores eran gente de carrera con códigos. Gente con años en el medio. Ahora cualquier jovencito ya es productor. Y no sabe ni quiénes son los que lleva a su programa. A Ricardo, siempre muy respetuoso de los demás, ese maltrato lo ponía muy mal”.

Los últimos años de su vida, Chasman se deprimió. Decía que no tenía plata ni para pagar los medicamentos. Los programas lo llamaban para apariciones fugaces y, lo que es peor, gratuitas. “Venite, charlás con el conductor y, de paso, te traés a Chirolita”, le ofrecían, pero cuando Chasman llegaba con un contrato de trabajo por su aparición, los productores se ponían blancos como el papel: “Pero ahora los invitados no cobran”, le explicaban.

“De la noche a la mañana, a mi viejo se le cortó el trabajo”, recuerda René. “Decían que papá era caro, pero él nunca fracasó en un show. Jamás dio pérdida. Pero llegó un momento en donde Chirola no encajaba en ningún programa”.

A fines de 1988, Gamero recibió un llamado del canal 7, la señal estatal. Decían que era una propuesta de trabajo. Gamero no tenía dinero para pagar el ómnibus así que recorrió a pie los cuatro kilómetros hasta el canal. Llegó, le ofrecieron una miseria, y regresó caminando otros cuatro kilómetros hasta su departamento.
El rechazo y el olvido terminaron con él un año más tarde, en mayo de 1989 mientras se recuperaba de una angioplastía en el Hospital Argerich. Falleció a los sesenta años en una habitación de hospital público, mientras hablaba de tango con una amiga. En un momento de la charla, emocionado, recordando las viejas épocas de gloria donde conversaba codo a codo con el bandoneonista Aníbal Troilo, Chasman se llevó una mano al pecho y se retorció de dolor. “De ésta no salgo”, exclamó y ésas fueron sus últimas palabras. Sabía de qué hablaba. Ya el médico de la Fundación Favaloro le había dicho en 1984 que, si no dejaba de fumar, tendría una expectativa de vida de un año y medio.

Se equivocó por tres y medio.

Al entierro asistieron decenas de ventrílocuos a rendirle culto al dios de los muñecos.

Para pagar las deudas de su difunto marido, Noemí debió vender sus departamentos. “Casi tuve que regalarlos. Qué querés que te diga: no me gustó la forma en que se fue Ricardo. Le pusieron una notita así, un recuadrito en los diarios.

Fue una injusticia. Él se merecía una despedida mejor. Además, en su último año de vida, yo tenía que sacarle de encima a muchos colegas que se acercaban para convencerlo de que les firmara un testamento y les legara a Chirola”, recuerda Farías. “Si no se lo hubiera advertido yo, Ricardo se los daba”.

Se dice que Chirola fue enterrado junto a Chasman en el cementerio de Chacarita. Se dice también que, por seguridad, separaron la cabeza por un lado y el cuerpo por otro para complicar la tarea de potenciales ladrones. Todo eso es falso. Los restos de Chasman descansan en el cementerio de la Chacarita. Y Chirolita, el cuerpo original, entero, intacto y curtido por los años, aguarda su destino en una bóveda de banco.

“No lo pienso tocar ¬—dice Noemí—. Chirola está perfectamente vestido. Yo lo saco a tomar aire una vez al mes. Tiene la cara gastada, el pelito desacomodado. Así como está va a quedar”.

Antes de morir, Chasman registró nombre e imagen de su muñeco para cedérselos a su familia. René, su hijo, se emociona.

“Mi viejo nos decía: ‘El día que me muera, acuérdense que adentro de la valija hay una herramienta de trabajo. Gracias a él’, repetía papá, ‘comimos durante cuarenta años’. Yo no tengo la habilidad para manejarlo y tampoco quiero que me digan que robo de la carrera de mi papá. Mi viejo cantaba “Granada” al unísono con Chirola y no lo podías creer. Pero bueno, si tu papá es remisero, te deja el auto. A nosotros nos dejó el muñeco. Hay todo un mito de que vamos a rematar a Chirola. Es mentira. Aún no sabemos cuál será su último hogar”.

La política de la familia es no revelar el lugar donde descansa el muñeco. René reclama preservar la privacidad: “No queremos que nos vengan a tocar el timbre de casa a preguntar: ¿Acá vive Chirolita?”.
Varios canales de televisión se contactaron con la familia, les prometieron hacer homenajes a Chasman, si tan sólo les permitían un paneo actual de Chirolita.

“Pero lo quieren gratis, es una locura —se asombra René—. Las propuestas que nos hacen son irrisorias. Nunca se presentó Chirola sin mi viejo. El día que eso ocurra, va a ser una novedad mundial. Un episodio histórico en el mundo de la ventriloquia”.

Dos coleccionistas privados anónimos, dos cazadores de trofeos de ventrílocuos internacionales, ya hicieron sus ofertas. Ellos investigan la vida de los ventrílocuos y, cuando ya no están o cuando están a punto de retirarse, hacen sus ofertas. Son completamente anónimos y la familia se resiste a identificarlos. Mientras tanto, un empresario del espectáculo quiere devolverlo a escena en 2008, llevarlo a los programas más vistos de Latinoamérica con un ventrílocuo nuevo al mando, Karim Araujo. Araujo viajó hasta la casa de Noemí para mostrarle que está a la altura del desafío.

“Un señor agradable, ese Karim. Me hizo la voz de Chirolita. Me dijo que era sencillo. Ahora, decime, si es tan sencillo, ¿por qué nadie pudo crear un fenómeno tan grande como el de Chasman y Chirola? Tan fácil no debe ser”.

Cuando se enteraron de la noticia, el ex policía Lembo y su Círculo de Ventrílocuos pusieron el grito en el cielo.

“Chirolita debe ser exhibido en un museo como corresponde, y con todos los honores. No dárselo a un ventrílocuo que maltrata a sus muñecos para sacar dinero. Araujo es un buen ventrílocuo, pero reconoció que luego de cada acto revolea los muñecos sobre un ropero para esperar hasta el siguiente show. Trabajando para la tele, presentaba su rutina con un actor que tomaba uno de sus muñecos y le daba un terrible puntapié que lo hacía volar por el aire. En una palabra, se caga en el arte nuestro. Se dice que la viuda de Chasman le va a entregar el muñeco dos minutos antes de la puesta, y que él lo va a manejar con las rutinas que ella le indique. Y que, terminado el acto, el ventrílocuo lo devuelve hasta la próxima. Entonces ya no es un acto de ventriloquia. Todo apunta al golpe bajo y es un agravio a la memoria del gran artista. Todo por la ambición de un ventrílocuo y el afán de riqueza de una señora que no respeta a nadie, ni siquiera la memoria de su esposo”.

“¿Por qué me eligieron a mí para manejar a Chirolita?”, se pregunta Karim Araujo, quien se puso en órbita mediática tras una aparición en la emisión de Marcelo Tinelli, el programa de entretenimientos de más rating de Argentina. Se lo pregunta y se encoge de hombros. “Se ve que era el único que conocían. ¿Y dónde está Chirolita? Aún no me lo dijeron. Es un misterio. Por lo pronto, hubo unas reuniones con la viuda de Chasman, pero aún no se concretó nada. Sé que el presidente del Círculo de Ventrílocuos tiene miedo de que se le falte el respeto a Chasman, pero desde ya le digo que se quede tranquilo: aún el proyecto está tan verde, que ni siquiera sabemos si va a ser o no irrespetuoso”.

Los herederos de Chasman se toman su tiempo y evalúan propuestas. Todo tema relacionado con el muñeco está en manos del abogado de la familia. Si uno quiere tomar una foto, hay que desplegar un megaoperativo que incluye abogados, familiares y personal de seguridad del banco. Y tiene su costo.
“Hasta que no estén todos los detalles por escrito no saco a Chirola del banco. Quiero que en el contrato figuren cláusulas que regulen desde los libretos hasta cómo mueve el muñeco la cabeza”, exige Noemí, quien vive con una nueva pareja en una casa antigua y bonita. El lugar es pulcro, ordenado y sin retratos a la vista de su vida junto a Chasman. “Como podrás ver, no será una mansión pero vivo bien”, admite Farías. “No necesito la plata. Así que puedo darme el lujo de esperar. Yo estuve en la televisión mucho tiempo.
Conozco los códigos y sé cómo te engañan. Por eso, antes de exponer a Chirola, quiero que esté todo bien prolijito y certificado por mi abogado. Pero desde ya te digo: por las ofertas que me vienen llegando, va a ser difícil que permanezca en el país”.

René Gamero dice que es triste verlo hoy a Chirola. “Es un muñeco que tiene las marcas del paso del tiempo. Imagínate: mi viejo lo armó hace 56 años. Es fuerte verlo dentro de la valijita, cuando la persona que le daba vida ya no está”.

Desde hace años, Noemí sueña con una fiesta de gala en homenaje a Chasman. Mientras sueña, se emociona. La mirada se le ilumina. Dice: “Una noche rodeada con los artistas que tanto querían a Ricardo. Y, como número estelar, Chirola, rubio, de frac. Me gustaría antes de morirme poder verlo de nuevo, aplaudido y querido como en los viejos tiempos, y con sus hermosos zapatitos de cocodrilo”.

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*Emilio Fernández Cicco está considerado uno de los periodistas de habla hispana más descarados del último siglo. Se recibió con diploma de honor en la Universidad de Belgrano y es creador de un género propio: el periodismo border, donde fue actor XXX, enterrador de cementerios y asistente de boxeo. Sus artículos son reproducidos en medios de los Estados Unidos, Colombia, Brasil, Panamá, Chile, México, Uruguay y la Argentina. En reconocimiento a su labor, obtuvo el Premio Pléyade, el Estímulo de la Escuela de Periodismo Tea, el Premio Emerald (la productora de cine condicionado que lo empleó como actor) y se ganó infinidad de enemigos. En la actualidad, es Editor de Revista Newsweek (Argentina) y enseña su extraña fórmula periodística en diversas universidades del país.

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