Hoy, en el ciclo de crónica de los luness: El secreto mejor guardado de Calafate, una crónica de Gonzalo Sánchez que se publicó originalmente en el diario Crítica de la Argentina.

Gonzalo Sánchez / Foto: Archivo autor

El 16 de enero de 1997 Mario Hueicha enterró a su hijo en el cementerio público de Río Gallegos y salió a buscar venganza. Se calzó un revólver 38 en la cintura y manejó 350 kilómetros de estepa –que es como la nada- hasta El Calafate, a orillas del Lago Argentino. Pasó días enteros tratando de encontrar a los asesinos de Gabriel. Dice que fueron dos semanas y que no pudo pegar un ojo. O apenas un poco: se acostaba en un colchón en casa de su hermano y antes del amanecer, cuando lo movía la ansiedad, salía a deambular por el pueblo, con el arma llena de balas. Revisaba los bares, entraba y salía de pulperías y cabarets. Le habían dicho que los homicidas estaban atrincherados en la estancia Cerro Buenos Aires, a 40 kilómetros del pueblo, pero le aconsejaron que no fuera: que estaban armados y que iban a disparar si lo veían aparecer, que dormían con las armas entre la ropa, quemando leña, acurrucados alrededor de un brasero. A pesar de eso, el tehuelche fue. Era una tarde fría: trágica, patagónica. Se paró frente a la tranquera, gritó que salieran –”salgan, hijos de puta, salgan”, dijo–, pero nadie le respondió. Y siguió gritando varias veces más, hasta que se quedó sin aire y la furia se le volvió llanto.

Después, cuando Hueicha –sin venganza y con un hijo menos– volvió a su rutina de empleado público del área de vialidad de la gobernación de Santa Cruz, ocurrió lo que todos saben, pero todos callan. La Justicia fue contra los sospechosos y los detuvo. El juez Santigo Lozada, el mismo que lleva la causa por el manejo de los fondos públicos provinciales, arrestó a Mario Maldonado, Mauricio Barría, Pablo San Pedro y Javier Belloni. Los cuatro estuvieron presos entre diez días y dos meses hasta que recuperaron la libertad, se les dictó la falta de mérito y la causa se planchó en otras instancias. En aquella época Belloni tenía 26 años. Ahora tiene 37 y no es el mismo: es intendente de El Calafate.

El Calafate tampoco está igual. Cuando Gabriel Hueicha murió, a la salida de un boliche regenteado por un paisano al que apodan “La Yegua Negra”, el pueblo era el olvido: una comarca con temperaturas de refrigerador, decididamente gris, habitada por 5.000 personas, a 80 kilómetros del glaciar. El Perito Moreno era una cantera poco explotada. Para llegar hasta su frente de hielo había que atravesar vados y cornisas y el turismo internacional aún no lo había encumbrado en el podio de los lugares más bellos de la Tierra: no lo había dolarizado todavía. Corría la primera intendencia de Néstor Méndez, un hombre rústico, apadrinado por Kirchner, que había sido chofer de ambulancias y mandaba a su estilo. Su poder se resumía en una frase que repetía todo el tiempo a todo el mundo: “Yo te voy a dar un terrenito”.

Belloni fue concejal de las dos gestiones de Méndez, entre 1999 y 2007, hasta que las internas los separaron. El 28 de diciembre último ganó las elecciones locales. Su triunfo fue una sorpresa porque no era la primera opción del oficialismo. Tampoco era el candidato de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. El Lupo –como llaman a Kirchner acá– y su esposa promovían a Julián Osorio, la clara continuidad de Méndez. Pero como el Frente para la Victoria tenía que asegurarse el dominio del pago chico presidencial y se sabía que el electorado podía castigar a Méndez por las sus irregularidades en el reparto de tierras, también apoyó a otras cuatro listas. Uno de ellas fue la de Belloni.

El muerto. Gabriel Hueicha tenía 22 años cuando lo mataron, una novia de 15, Lorena, y la hija de ambos, Aylén, de 22 días. Lorena tiene ahora 27, ningún trabajo, varios piercings repartidos por el cuerpo y una casa de colores chillones en un barrio estepario. Dice que “Gabi” era bueno en la construcción y que le gustaba salir con sus primos. “La noche que lo mataron -cuenta- Gabi salía por primera vez desde que había sido padre. Lo vi por última vez a las once de la noche. Se despidió de mí, de la nena y salió a buscar a Marcelo en bicicleta.”

Los Hueicha son nacidos y criados en el sur. Los primeros llegaron desde Chile a principios del siglo XX para trabajar en la esquila de los campos de la familia Braun Menéndez. El abuelo de Gabriel participó de la huelgas obreras de 1921 en la estancia La Anita, que terminaron con las matanzas ordenadas por el Ejército Argentino durante la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen: la Patagonia Trágica. El padre de Gabriel nació en 1954. Se casó en 1974 con Margarita Alvarado. Mario y Margarita tuvieron cuatro hijos. Gabriel fue el primero. Hoy tendría 32 años, la misma cantidad de años que trabajó Mario como empleado público de Santa Cruz.

En 1993, sus padres decidieron mudarse a Gallegos, pero Gabriel eligió quedarse en El Calafate porque creía que ahí estaba su vida. Era evangelista pero no era un santo. Que era un pibe difícil, dice su padre: que a veces se pasaba con la cerveza y entonces se ganaba algunos problemas. “Y bueno, no sé, sé que pasó el tiempo y una mañana vino mi hermano y me trajo esa noticia”.

-¿Y qué pasó esa noche?

-Me lo mataron.

El 15 de enero de 1997 Gabriel y su primo Marcelo cruzaron el pueblo en bicicletas y las dejaron una sobre otra, entre los caballos de la paisanada, en la puerta del Tío Cacho. Pidieron algo para beber: una Brahma. Y otras más.

Mientras los primos celebraban, en una casa cercana se cocinaba la desgracia. Maldonado, San Pedro, Barría, Belloni, Méndez y otros muchachos del lugar se habían reunido alrededor del fuego: asaban un capón.

-En esa comida tengo entendido que decidieron pegarles. Ir a buscarlos.

Dice Hueicha padre, y detrás de él, el Lago Argentino refracta un brillo de flash que le ilumina la cara.

La muerte. Existía una rivalidad previa: cierta confrontación adolescente entre dos bandos, los tehuelches por un lado, los veinteañeros bien del pueblo por el otro. Habían tenido problemas por unas mujeres y se habían agarrado a trompadas un par de veces. Pero en el juzgado donde se tramitó la causa dicen que los que estaban en el asado enfilaron para lo de Yegua Negra sin saber que encontrarían a los Hueicha: que los vieron y pasó lo que pasó.

Llegaron en una F-100 negra. Entraron a la cantina y se acodaron en la barra, a unos metros de la mesa donde Gabriel y su primo brindaban. No los provocaron, nada: los dejaron seguir tomando. Y el vino y la cerveza y la buena cumbia de aquellos años, Comanche y La Nueva Luna, corrieron varias horas más. Para cuando llegó la primera provocación, Gabriel estaba borracho, como vencido: tenía la cabeza apoyada sobre la mesa. Marcelo igual. Una de las putas que esa noche trabajaban en el boliche fue a decirle a los tehuelches que iban a cerrar. Los primos se pararon como pudieron y caminaron sin equilibrio. Agarraron sus bicis y pretendieron andar unos metros. Pero entonces se encendieron las luces de la F-100 y se escuchó el motor acelerar y las ruedas arar sobre la piedrilla. La camioneta los embistió a los dos. Pero no los mató. Los atacantes se bajaron y comenzaron a darles duro. A Gabriel le patearon la cara hasta que comenzó a tener convulsiones. Marcelo estuvo a punto de perder un ojo y quedó inconsciente. Los cargaron en la chata y los llevaron a la zona de la usina de agua, a orillas del lago, detrás de un cerco de álamos. Ahí murió Gabriel, dicen que por una quebradura de cuello. Marcelo estuvo a punto. Lo salvó haber entrado en shock.

Los asesinos se desesperaron. No sabían qué hacer con un muerto y un moribundo encima. Los pasearon por el amanecer del pueblo, dieron vueltas en círculos, a las puteadas, hasta que finalmente los abandonaron en una esquina en la que, durante un tiempo, hubo una cruz.

Después, las noticias: “Una información suministrada por la policía provincial indica que en la víspera se iniciaron actuaciones judiciales al tomarse conocimiento mediante llamado telefónico efectuado desde el Hospital de El Calafate que en la intersección de las calles Los Gauchos y Pantín se encontraban dos personas tiradas en el piso presentando diversas lesiones, siendo identificados como Gabriel Esteban Hueicha y Luis Marcelo Hueicha, ambos de 22 años y primos entre sí. Al centro asistencial, el primero llegó fallecido, en tanto Luis Marcelo presentaba heridas con hemorragia en el ojo izquierdo, herida cortante en el labio inferior, similares en la zona del mentón y escoriaciones en la mano derecha y en las piernas…”

La impunidad. La Justicia detuvo a los implicados diez días después del crimen. Los trasladaron a la Alcaldía de Río Gallegos, donde pasaron dos semanas. El juez Lozada dictó el procesamiento y prisión preventiva de Mario Maldonado y concedió la libertad al resto, pero los mantuvo ligados a la causa como presuntos encubridores. Los abogados de Maldonado apelaron la medida de Lozada. Con el correr de los días el caso fue perdiendo tensión mediática y a mediados de año ya no había detenidos. El homicidio de Hueicha, un crimen que todos en el pueblo asociaban con el caso María Soledad, había quedado realmente sepultado. “Fue el policial emblemático de El Calafate –dice Sergio Villegas, un periodista local–, porque fue claramente una historia de chicos cercanos al poder y una víctima de bajos recursos. Se dice que hubo pactos, que se falsificaron pruebas para que los sospechosos quedaran libres. En esa época, Kirchner y su gente gobernaban y siguieron todo con detalle.”

Álvaro De Lamadrid, abogado y dirigente del radicalismo local, también dice que se fabricaron pruebas: “Hubo presiones políticas y aprietes para que los sospechosos quedaran libres. La familia fue muy manoseada. A los Hueicha, con tal de mantenerlos callados y en línea, les ofrecían todo: plata, cargos políticos. Todo el aparato político local operó en la Justicia para limpiar a los implicados.” Protegían a los suyos: los cuatro involucrados eran militantes del justicialismo local, delfines de Méndez, allegados del ministro de gobierno Julio De Vido, conocidos de Néstor Kirchner y de otros personajes más del peronismo local. Eran hijos de la clase media próspera de un pueblo donde la prosperidad está íntimamente ligada a la política.

El tiempo barrió huellas. Maldonado hizo carrera política. Hasta diciembre del año pasado fue director de Medio Ambiente. San Pedro volvió a atender el negocio de la familia, la primera tienda de El Calafate. Barría trabaja actualmente para el área de compras municipales y tiene línea directa con Belloni. El intendente Belloni hace de chofer cada vez que Kichner y Cristina llegan en busca de sosiego. Admitió durante la campaña que lleva con mucho dolor el recuerdo del crimen de Hueicha, que haber estado preso por esa muerte es una piedra para él, pero también aclaró que no tuvo nada que ver con la matanza. Fue una de las pocas veces que dijo algo. Cuando el equipo de este diario que viajó a El Calafate para investigar la historia fue a buscarlo al edificio de la municipalidad, el intendente se atrincheró en sus oficinas y dio la orden de no atender a los periodistas. Sus asesores dijeron que estaba de viaje.

Los cuatro implicados, y otros más, siguen siendo amigos y se reúnen en los bares del pueblo. En El Calafate, cuando se habla de la nueva gestión municipal, se habla del gobierno de “los chicos”.

Marcelo Hueicha, el primo sobreviviente, no quiere ver periodistas ni en sueños. Nunca habló y no lo hará ahora. Trabaja como barrendero municipal. A Mario Hueicha, en tanto, lo tentaron con cargos políticos, le ofrecieron buenos sueldos a cambio de que no hiciera denuncias y que dejara de pedir justicia por el crimen de su hijo. Dice que hace años Julio De Vido se comunicó con él para preguntarle qué iba a hacer, para pedirle tranquilidad. Otra vez, la esposa de Carlos Zanini, que es abogada, lo llamó para ofrecerle asesoramiento. “Pero creo que era más para calmarme, para controlar que no hiciera ninguna denuncia, que para ayudarme a encarcelar a los asesinos”, comenta el hombre.

Finalmente el temor a quedarse sin trabajo, varias amenazas y el miedo de que sus otros hijos corrieran la misma suerte que Gabriel lo mantuvieron callado. No estaba tranquilo: algunas noches, la idea de que había abandonado a su hijo muerto le robaba el sueño. Pero ahora se jubiló, dejó de depender del poder provincial y decidió que ya no más: esta mañana llegó de vuelta a El Calafate.

¿La justicia? Cruzó la estepa a bordo de un micro incómodo, con un bolso diminuto, donde lleva algo de ropa, un desodorante y una carpeta con recortes de la época del crimen bajo el brazo. Desde que aceptó conversar con este diario empezó a recibir llamadas inquietantes. Un enviado de la municipalidad de El Calafate, dice, lo llamó y le dijo:

–Mario, dicen que te estás viendo con periodistas de Buenos Aires y que estás pensando en hablar porque querés conseguir un terreno. Fijate bien lo que vas a hacer. Hay otras maneras de conseguir tierra.

–Yo no quiero nada.

Cuenta Hueicha que dijo esa vez.

–¿Quiénes mataron a su hijo?

-Mario Maldonado es el asesino. El fue el que lo mató. Y Belloni es el encubridor, porque él estaba esa noche.

–¿Alguna vez habló con Belloni en todos estos años?

–Aquella vuelta, cuando los soltaron, él vino llorando, nervioso, a pedirme clemencia. Me dijo que él no había sido, que por favor no hiciera nada. Pensaba que yo quería matarlo. Y me decía: ‘Marito, yo no fui, Marito’. Pero yo quiero justicia. Todavía me da miedo porque mi hija está tratando de conseguir trabajo en El Chaltén y mi otro hijo trabaja para la municipalidad de Río Gallegos, y acá los castigos vienen por ese lado: cuando hacés algo que no les gusta te dejan sin laburo. Pero, la verdad, yo quiero que alguna vez esto se resuelva, que los que mataron a mi hijo tengan que pagarlo. Es eso. No estoy pidiendo mucho más.

El mismo juez de todos los casos

Santiago Lozada, el juez que llevó el caso y que detuvo a los sospechosos del crimen, conoce la Justicia de Santa Cruz desde que entró a tercer grado de la escuela primaria. El hombre -titular del juzgado de instrucción número 1 de Río Gallegos-, tenía ocho años cuando su papá mudó a la familia a la Patagonia para asumir como vocal del Tribunal de Justicia.

Lozada siguió el mandato paterno: empezó ayudando en la fiscalía de Estado, después consiguió un puesto como secretario en una fiscalía federal y en 1996, Néstor Kirchner, por recomendación de Carlos Zannini, lo citó en Casa de Gobierno para ofrecerle ser juez de instrucción.

Su resolución más famosa es invisible. En junio de 2005 cerró la causa judicial que investigaba el manejo de los 500 millones de dólares que la provincia tiene en el exterior. Hace tres semanas, volvió a fallar en la misma línea: un fiscal había solicitado la indagatoria de Kirchner por la administración de los fondos y Lozada clausuró el expediente. El expediente Hueicha descansa, olvidado, en su despacho.

————————————————————————————————–

*Gonzalo Sánchez nació en Lomas de Zamora en el año 1977. Es periodista desde 1998. Trabajó en el diario Perfil, las revistas Noticias y Veintitrés y el diario Crítica de la Argentina. Como documentalista realizó investigaciones para la Televisión Española y Francesa y participó del equipo de realización de Bric, el nuevo mundo. Actualmente es editor de Sociedad en el diario Clarín. Es autor de La Patagonia vendida. Los nuevos dueños de la tierra (Marea, 2006). La Patagonia perdida es su segundo libro.

One thought on “El secreto mejor guardado de Calafate

Deja una respuesta