En el ciclo La Argentina y los escritores que están, compartimos El premio, un relato de la escritora Gisela Antonuccio.

Gisela Antonuccio / Foto: Archivo autora

Apenas la vio entrar, José supo que Estela tenía algo que decirle. Le dio un beso apurado, tiró sin mirar la cartera en el sofá y se fue a la baulera. Ni siquiera se había cambiado los zapatos, como hacía siempre. Estaba apurada. O contenta. Cualquiera de las dos posibilidades representaba una amenaza.

El también recién llegaba. Corrió las cortinas de tul. Buscó inútilmente crear una penumbra. Ese diciembre el sol parecía calentar todavía más que el verano pasado. Escuchó risas desde la pileta, cinco pisos más abajo. Unos vecinos improvisaban un partido de vóley en el agua. Se asomó a la ventana y los observó un momento, sin encontrar el sentido de su diversión. José odiaba el verano. El sol le daba sarpullido.

Bajó un poco la persiana, a la altura de sus hombros. Le dieron ganas de bajarla por completo, pero pensó que era inútil; al regresar, Estela la iba a subir de nuevo y además encima iba a tener que escuchar lo de siempre: qué tipo depre, José, siempre el mismo amargo, y encima ahora estás peor antes.

José no sabía cuál era ese antes y ahora de Estela. Ahora que se habían casado, hacía un año, y que se habían mudado, enfrente al parque. O ahora que la habían ascendido de asistente a jefa de producto. Antes, durante el noviazgo, que duró cuatro años. O antes de que se mudaran del departamento en Constitución; entonces a Estela la deprimía estar cerca de la estación (el olor a pis llega hasta acá) y el contrafrente, que daba a la autopista que lleva al sur del conurbano.
Nos vamos al Caribe, dijo Estela al volver.

En el sorteo que hacía la empresa por fin de año. Estela se había ganado dos pasajes para Florianópolis.

Basta de morirme de frío en pleno verano, dijo.

Estela no veía el mar desde que conocía a José. En vacaciones viajaban siempre a donde fuera invierno.

José entró al dormitorio y vio que Estela se probaba atuendos de playa. Quería ver qué podía rescatar de temporadas pasadas. Zuecos de corcho, pareos con estampados de palmeras, sombreros de paja, pulseras de carey, bolsos de mimbre.

¿Qué decís, estaré muy out con esta trikini?- le dijo sin levantar la vista del espejo, mientras se apoyaba la malla contra el pecho. –Igual imaginame bronceada, no te guíes por esta blancura que tengo porque ya sé que así como estoy el flúo queda como una patada.

Durante un mes, y hasta el día del viaje, José tuvo ataques de asma, que no sufría desde la adolescencia. Volvió a usar Ventolín, el broncodilatador en aerosol que usaba cuando sentía que se ahogaba. Al principio Estela se asustó. Después sospechó que era un plan de José para frustrar el viaje. Todavía recordaba vívida la vez que a último momento se quedó sin viaje a Cataratas. Antes de salir hacia el aeroparque dijo que le dolía el apéndice. Durante el trayecto siguió quejándose. José hizo desviar el taxi hasta la clínica. Lo internaron, y aunque terminaron operándolo, Estela sospechó siempre que fue porque a los médicos no les quedó otra, de tanto que gritaba y se quejaba.

El día del viaje al Caribe José tuvo un ataque de asma en el mostrador de preembarque. El personal del puesto de control lo socorrió.

Dejen, se le pasa solo, los calmó Estela.

Durante el vuelo, José durmió con el frasco de Ventolín en la mano. Estela leyó la revista de la aerolínea, el folleto con el instructivo para emergencias, compró maquillaje del free shop por catálago y se entretuvo salteando sin escuchar los cinco canales de música de su asiento.
Al llegar al hotel les dieron una habitación con vista al mar. Durmieron una hora y después del mediodía bajaron a la playa. Un alga se enredó en el pie de José. La confundió con un agua viva y se puso a gritar.

Callate, que parecés un loco, le dijo Estela. Juntó algunas algas de la orilla y las guardó en una bolsa de nylon que tenía en el bolso. De regreso a la habitación, las puso con agua en un vaso y lo colocó sobre la mesa de luz de José.

Tenés que enfrentar a tus miedos para vencerlos, le dijo.

Al día siguiente tenían una excursión en barco. Estela había pedido a la recepción que llamaran a la habitación para despertarlos. José contestó el teléfono y empezó a jadear apenas vio el vaso con las algas. Estela le alcanzó el Ventolín y se fue al baño a preparase.

Ese día José apenas habló. El viaje en catamarán lo había mareado. Se había concentrado en un punto fijo, como le dijo la señora que tenía al lado, pero lo mismo había vomitado.

A la noche, mientras se maquillaba para bajar a cenar, Estela oyó un grito desde el baño. Encontró a José paralizado, mirando a una lagartija. Estela se tentó. Desnudo bajo la ducha, José señalaba a la lagartija y tiritaba, encimado contra el rincón de azulejos, las rodillas juntas, los dedos de los pies contraídos. Estela agarró la lagartija y se la acercó.

Tocala, le dijo.

José empezó a jadear más fuerte.

Dale, insistió. Y le acercó más la lagartija.

José se deslizó por los azulejos de la ducha y quedó tendido en el piso. Estela fue hasta el dormitorio y buscó el Ventolín en la mesa de luz. Regresó al baño, inclinó la cabeza de José y pulsó el aerosol dentro de su boca. El sonido del pulverizador se escuchó seco, como si el contenido no pasara a través de la válvula.

Agitó el frasco y pulsó de nuevo.

José fijó la mirada en el spray.

Estela volvió a pulsar.

El agua de la ducha siguió corriendo.

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*Gisela Antonuccio (Buenos Aires, 1975). Periodista y escritora, se graduó en la Universidad del Salvador. Escribe para la agencia italiana ANSA y colabora para las secciones de Cultura en medios de su país. Sus cuentos integran varias antologías de Argentina y España. Su novela La hija (Norma, 2008) obtuvo el tercer premio Casa del Escritor de la Secretaría de Cultura de Buenos Aires (2005). Su cuento Visitas recibió mención de honor en el certamen Haroldo Conti de la Provincia de Buenos Aires (2006). El Premio fue publicado en Madrid en la antología El nuevo cuento latinoamericano (Marenostrum, 2009), compilada por el crítico peruano Julio Ortega, catedrático de Brown University. En la actualidad corrige su segunda novela.

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