El fotoperiodista Stephen Ferry se encuentra en Buenos Aires para dictar un taller de fotografía de no ficción organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ferry visitó la Fundación Tomás Eloy Martínez y donó un ejemplar de su gran libro Violentología, que presenta mañana en el contexto de una conferencia publica que brindará en Fundación Proa.

Compartimos con ustedes las palabras iniciales.

La hoja de un periódico

 Un pueblo en llamas
Decidí concentrarme en el conflicto colombiano después de la experiencia que tuve en el año 1999, cuando di un taller en la fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNP), una escuela creada por Gabriel García Márquez en la hermosa ciudad de Cartagena de Indias. Ahí, por primera vez, vi a esta guerra por medio de las páginas de los periódicos colombianos. Una extraordinaria serie de fotos, hechas por Jesús Abad Colorado de El Colombiano, mostraba al pueblo de Machuca, Antioquia, luego de haber sido incendiado. Guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) dinamitaron un oleoducto cercano y una corriente de crudo inflamado bajó por el río Pocuné. Las llamas accidentalmente quemaron el pueblo e incineraron a 84 personas. Resultó que muchos de los muertos eran simpatizantes y familiares de las mismas tropas del ELN que causaron la tragedia.

Me di cuenta de que no tenía idea del tamaño de este conflicto; solo la vaga imagen de una pugna prolongada entre narcotraficantes, en lugar de una guerra de verdad con graves consecuencias para la población civil. Después aprendería que Colombia es el segundo país en el mundo con el mayor número de personas desplazadas por la violencia, después de Sudán. Hasta el día de hoy el conflicto armado ha forzado a más de 3,7 millones de personas a abandonar sus tierras, una cifra asombrosa que por lo general se desconoce fuera del país.

El estigma
Por razones comprensibles, los colombianos suelen ser susceptibles a lo que dicen de su país en el mundo. El único momento en que Colombia figuró de manera constante en los titulares de la prensa internacional fue a finales de la década de los ochenta, cuando Pablo Escobar armó una guerra personal contra su propio país. Desde entonces el nombre de Colombia quedaría grabado en la mente de todo el mundo como el lugar de la cocaína y del terrorismo. Es tal la situación, que para los colombianos resulta muy difícil conseguir visas para muchos países, y los que sí consiguen viajar suelen ser retenidos en las aduanas por el solo hecho de ser colombianos. Así que me temo que algunos lectores se van a ofender con esta obra, al sentir que solo sirve para aumentar el estigma contra su país.

Quisiera hacer énfasis desde ahora en el hecho de que Violentología no es un libro sobre Colombia en general. Tampoco es un libro sobre el pueblo colombiano, que en su mayoría se aparta del conflicto todo lo que le es posible. En otras ocasiones he publicado ensayos fotográficos que reflejan la gran diversidad cultural del país, sus tradiciones literarias, y dan un vistazo a su extraordinaria belleza antural. Sin embargo, este libro se enfoca estrictamente en el conflicto interno armado, una dolorosa realidad que es ocultada tanto por la retórica oficial como por la propaganda insurgente.

 Un conflicto aparte
El conflicto en Colombia es distinto de otras guerras civiles en el mundo que suelen tener causas étnicas, económicas o religiosas claras. Aquí hay un enredo de actores armados: dos guerrillas -las Fuerzas armadas revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)-, el Ejército Nacional apoyado por los Estados Unidos, y una cantidad de milicias paramilitares de derecha y pandillas criminales. Caleidoscopio de factores históricos y sociales, este conflicto es casi imposible de resumir con palabras. Incluso para los colombianos es un reto definir la naturaleza de la guerra y existe una variedad de interpretaciones. Muchos creen que la guerra se ha convertido en un lucrativo negocio que se autoperpetúa, corrompido en su totalidad por el narcotráfico. Otros la ven comom un ciclo de represalias por las atrocidades cometidas en el pasado; otra vuelta de la rueda vengativa que gira de generación en generación. Y otros argumentan que es una guerra de clases en la que los campesinos revolucionarios se enfrentan a un sistema corrupto y oligarca. Desde esta última perspectiva, el conflicto se parecería, sobre todo, a las revoluciones que convulsionaron Centroamérica en los años  setenta y ochenta.

De hecho, en Colombia la inequidad de oportunidades, riqueza y tenencia de la tierra es de las más extremas en América Latina. La corrupción estatal es galopante. Las protestas legítimas contra el sistema son reprimidas de manera repetida por fuerzas militares del Estado y por sus aliados paramilitares. Colombia es líder mundial en el asesinato de sindicalistas y, a diferencia de muchos otros países latinoamericanos, nunca ha llevado a cabo una reforma agraria general.

Sin duda, una reforma agraria ayudaría a pacificar el país. Sin embargo, el argumento de la guerra de clases deja muchas preguntas sin responder:

¿Por qué los insurgentes de izquierda utilizan métidos tan brutales, incluso contra las mismas comunidades que dicen defender?

¿Por qué, si las guerrillas están luchando para defender los derechos de los pobres, carecen tanto de apoyo popular?

¿Por qué los colombianos se han enfrentado en toda una serie de guerras civiles a lo largo de los últimos doscientos años?

La particularidad más perturbadora de este conflicto es que la peor violencia se dirige contra la población civil. Quienes tienen las armas exigen a la retaliación de los bandos opuestos. Si alguien vende comida a la guerrilla y llegan los paramilitares, lo matan. Si no quiere vender, la guerrilla lo mata. Los civiles pagan caro por estar en el medio.

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