El martes 12 de junio a las 19 horas se presenta en la sede de la Fundación TEM (Carlos Calvo 4319) Adorables criaturas. Crónicas grotescas de ladrones y asesinos, el reciente libro de Rodolfo Palacios, quien dialogará con el periodista y escritor Jorge Fernández Díaz, autor del prólogo. El libro fue publicado por la editorial rosarina Fundación Ross. Qué pretende usted de mí es una crónica sobre Yiya Murano que forma parte de Adorables criaturas.
“Tengo la certeza de que estoy hecha para el mal. ¿Qué era si no aquella sensación de fuerza contenida, pronta a estallar en violencia, aquella sed de utilizar esa fuerza con los ojos cerrados, entera, con la seguridad irreflexiva de una fiera? ¿Acaso no era el mal donde se podía respirar sin miedo, aceptando el aire y los pulmones? Ni siquiera el placer me daría tanto placer como el mal.” Cerca del corazón salvaje, Clarice Lispector.
Más de un vecino atento nos habrá visto caminar del brazo por las calles arboladas de Caballito, en busca de un banco de plaza o de una confitería. La mayoría de las veces, la viejita de lentes aparatosos prefería las confiterías: antes de sentarse, le pedía al mozo, casi a los gritos, que trajera media docena de medialunas dulces y otra media de masitas finas. También pedía té de vainilla o de jazmín. La viejita tenía destreza para servirlo, aun con sus manos cada vez más frágiles y temblorosas. La viejita, María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, se hizo conocida como Yiya Murano. La envenenadora de Monserrat, como la llamó la prensa por envenenar con té y masitas finas a sus amigas Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y su prima Carmen Zulema del Giorgio Venturini. Los crímenes ocurrieron entre el 11 de febrero y el 24 de marzo de 1979.
A Yiya la conocí hace siete años. Por esos días, había escrito un artículo sobre su historia criminal. Intenté hablar con ella, pero su abogado me pidió dinero a cambio de una entrevista. Al igual que los asesinos norteamericanos, algunos asesinos argentinos suelen cobrar las notas, como si fueran celebridades de Hollywood. Al abogado le dije que no, que me salía más barato escribir la nota con lo que se había publicado en la prensa en los últimos años. Al final, el artículo salió a la semana siguiente. Era una reseña del caso. Al otro día, la recepcionista del diario donde trabajaba llamó a mi interno.
–Mercedes te busca en recepción –me avisó.
–Voy enseguida –respondí sin inquietarme. No tenía por qué hacerlo. Mi novia se llama Mercedes. Pensé que podía ser ella, aunque no acostumbraba a visitarme a mi trabajo. Pero cuando bajé los ocho pisos en ascensor y crucé los molinetes de entrada, vi a Yiya Murano: erguida, sentada en una sala de espera, con un tapado negro con apliques dorados, maquillada en exceso, con sus lentes oscuros, un peinado sostenido por el spray y una cartera apoyada en la falda. A un costado, en el piso, había una bolsa.
Cuando me vio, Yiya me recriminó todo lo que había escrito.
–Compraste la versión falsa. Yo te puedo dar la verdadera.
–Está bien –le dije–, hagamos la nota ahora.
–No puedo. Salvo que me des unos 500 pesos. Tengo un taxi en la puerta. Estoy viviendo en Mar del Plata, pero no digas nada, querido. No lo sabe nadie. Es un secreto entre vos y yo –dijo mientras me acariciaba una mejilla y me guiñaba un ojo.
–No tengo plata. Pero podemos tomar un café.
–Ahora no. Otro día. Me tengo que ir. Tengo 404 kilómetros de viaje. Pero vine a dejarte un presente. De su bolsa sacó una botella de sidra.
–Tomá, corazón mío, es para que brindes con los muchachos de la redacción. Me voy porque el reloj del taxi debe estar por explotar.
Yiya me dio un beso y salió a paso ligero a la calle. En la puerta no había ningún taxi. No había que tener la inteligencia de Sherlock Holmes para confirmar que la vieja no vivía en Mar del Plata. Además dos días después me llamó para decirme que aceptaba dar la entrevista a cambio de una suculenta merienda en Las Violetas, la célebre confitería de Rivadavia y Medrano fundada en 1884. Trato hecho. Pasé a buscar a Yiya por La Boca. Me acompañaba un fotógrafo apodado Quique. La vieja nos esperaba a una cuadra de Caminito. Elegante, llevaba un paquete marrón tamaño oficio.
–Cuando vean esto, se van a caer de culo –decía mientras movía el paquete como si fuera un señuelo.
Cuando descubrió que mi acompañante era fotógrafo, pidió al taxista que frenara.
–¡No! Me quieren embromar. Fotos no me van a sacar ni loca. Salvo que pongan unos pesitos –advirtió Yiya.
Nos llevó pocos minutos convencerla. Cuando bajó del auto tiró la primera frase de título:
–Hay chorros y asesinos por todas partes –protestó mientras miraba desconfiada hacia ambos lados antes de cruzar la avenida Rivadavia.
–¿Qué pretende, mocoso? – retó a un chico que parecía sorprendido por sus llamativos lentes. Se puso seria y escondió la cartera debajo de su sacón verde aterciopelado.
“Ya me asaltaron nueve veces”, afirmó. En la última, dos jóvenes quisieron robarle cuando caminaba por Plaza Constitución del brazo de su esposo Julio.
– Hice que sacaba un revólver de la cartera y les dije que Yiya Murano los iba a matar a balazos: escaparon como dos bólidos. Ahora te matan por dos pesos. No hay códigos, y lo peor es que se están ensañando con los más viejitos. Tengo miedo de la inseguridad –dijo.
En Las Violetas, Yiya se paseó con aires de reina por el tradicional café que combina vidrieras y puertas de vidrios curvos, vitrales franceses y pisos de mármol italiano. La vieja le exigió a uno de los mozos que la ubicara en una mesa alejada de los ventanales. Era la hora del té y el lugar estaba por llenarse. “No me gusta la chusma”, argumentó, y le pidió al fotógrafo que escondiera el trípode detrás de una columna que está al lado de un vitral. “No hagamos bochinche”, aconsejó. Su obsesión por pasar inadvertida se volvió en su contra: las mujeres que jugaban a las cartas y comían tortas en la mesa vecina se codeaban cada vez que Yiya le pedía al mozo que se apurara con el pedido. Luego cantó la cortina de la tira televisiva de Canal 13 Mujeres asesinas: “Malo, malo, malo eres, no se mata a quien se quiere”. Repitió el estribillo y levantó el paquete de la mesa:
–¡Si vieran lo que hay acá adentro! Pero si lo quieren saber, pongan guita.
Le gustaba crear misterio, llegar a un clima de intriga donde uno podía ser traicionado por la curiosidad. Seguro que adentro de ese paquete había análisis clínicos o papeles intrascendentes. Ella, que comía un sándwich agridulce, dijo:
–Ahora es más seguro estar en la cárcel que estar afuera. Estuve presa 13 años y nadie se imagina lo que sufrí por algo que nunca hice. Soy inocente y nunca maté ni envenené a nadie. Pero muchos dicen que soy una asesina célebre, me río de eso. Como máximo, fui usurera.
La idea de la nota era fotografiarla mientras servía una taza de té, una obviedad periodística que siempre suma. Si hubiese matado con un martillo le habríamos pedido que posara con un martillo en la mano. Yiya no quería posar mientras servía té. Pero la tarea del fotógrafo, Quique, era fotografiarla en el preciso instante en que levantara la tetera.
Cuando el mozo trajo el té, Yiya cumplió el ritual. Pidió mi taza, puso un saquito y sirvió el agua caliente. En ese momento, Quique se abalanzó sobre Yiya y su cámara disparó como si fuese una ametralladora.
La cara de la vieja se desfiguró.
–Yo sabía que me iban a engañar. Qué basuras. Vos Quique, con esa cara de pelotudo, mirá vos… no pensé que eras vivo. Bue… ya está. Métanse la foto en el culo. No soy de putear, pero cuando me sacan de las casillas me transformo. ¡Me tienen podrida con el té envenenado!
Sirvió con lentitud, aunque no pudo evitar que la tetera salpicara agua caliente sobre la mesa. “Antes no me pasaban estas cosas”, se excusó.
Las manos de Yiya eran grandes. Tenía dos anillos: el que sobresalía por sus tres piedras brillantes se lo regaló Julio, su esposo de 82 años, y el otro se lo compró ella. “Con la plata de Julito, pobre viejo… está ciego pero me ama con locura. Fue corrector de las columnas que Jacobo Timerman escribía para La Opinión”, contó.
Después de terminar el té, se abanicó con el menú pero siguió sin sacarse el sacón verde. Además de estar muy perfumada, vestía un pulóver negro, una pollera gris de lana, medias can cán y una camisa abotonada hasta el cuello.
“Lo digo por intuición. El asesino tiene fama de buen mentiroso y siempre niega lo que hizo. No es mi caso. Donde hay poder, sexo y plata, siempre hay un asesino dispuesto a matar. Este país es una fábrica de asesinos”, confesó Yiya. Luego, chistó a tres jubiladas que cuchicheaban cuando ella se levantó y le pidió al mozo que no les dijera que era Yiya Murano. “No me gusta el circo”, aclaró en voz baja y se fue con apuro.
Le propuse volver a Montserrat, barrio que la hizo famosa. Aceptó sin problemas. Cuando llegamos a México 1177, le habló al encargado del garaje. “Pibe, acá guardaba mi Mercedes Benz. ¡Qué sabrás vos, si sos un nene y no me conocés!”, le dijo. “En la esquina vivían los Pimpinela y a mitad de cuadra estaba la casa de Guillermo Patricio Kelly”, recordó Yiya. “Yo vivía en el sexto ‘C’. No tengo ni idea quién lo ocupa ahora”, comentó. Le conté que se organizaban circuitos turísticos para los extranjeros que incluían ese lugar en su recorrido. “Acá vivía la envenenadora de Montserrat”, decían los guías del tour criminal. “Hacen negocio a costa de mi inocencia”, se quejó la vieja.
El domingo siguiente, la foto de Yiya sosteniendo la tetera, con la boca abierta y una expresión de sorpresa (el lógico impulso ante el flashazo traicionero del fotógrafo), apareció publicada como apertura de página, a seis columnas, en el diario donde yo trabajaba. Yiya me llamó por la mañana, después de haber asistido a misa. Estaba indignada.
–Rodolfito, tengo el diario en las manos. La verdad es que son unos reverendos pelotudos.
Pensé que la vieja se había ofendido por algo que había escrito. Pero no, su indignación era por la foto.
–¡Por favor! Ese Quique, con esa cara de pelotudo que tiene, de buenazo, que parece que nunca te va a cagar, al contrario, uno le podría confiar el monedero y él te lo cuida y te lo devuelve intacto, pero no, me recontra jodió. Me sacó esa foto. ¡Parezco un monstruo! Me desfiguró. Es una basura asquerosa. Ya lo voy a agarrar, al pelotudo ese. Decí que Julito es ciego y no sabe pelear. Encima le leí la nota y le gustó. También le gustó el papel. Quiso tocarlo y olerlo. Dice que es de buena calidad. Deciles eso a tus superiores. Quién te dice que te den un aumento. Al pelotudazo ése de Quique deberían darle una patada en el culo. ¿Estás con tu novia, Rodolfito?
–Sí, Yiya.
–¡Cómo me gustaría conocerla! ¿Cómo se llama?
–Mercedes.
–¡Como yo! Entonces tiene que ser buena. Cuando se casen me gustaría ser su invitada especial. Cuidala, a ver si anda con otro. Si es linda, vas a tener que cuidarla, Rodolfito.
Luego la vieja se despidió y cortó. Desde ese momento, solía llamarme o aparecer en los lugares donde trabajaba. Un día llegó más lejos. La recepcionista de mi trabajo llamó a mi interno y me dijo:
– Te busca tu abuela.
Le dije que era imposible: mi querida abuela Porota ya no estaba en este mundo. Era una confusión o una broma de mal gusto. Insistió ante la inesperada visita y obtuvo la misma respuesta:
–Dice que es tu abuela.
Al rato, en la redacción apareció Yiya, que mientras caminaba hacia mí decía a los gritos:
–Nieto querido, Rodolfito de mi alma, me ocultás como si fuera un perro desnutrido. No me querés recibir, qué insolente, ya te voy a tirar de las orejas, que bastante grandes las tenés.
Mis compañeros de trabajo reían a carcajadas. Eso me generaba más vergüenza, pero a ella la motivaba a seguir con su actuación:
–¿Por qué me ocultás? El otro día, en el telo, no hacías lo mismo. Eras bastante cochino. Te gustan las señoras grandes como yo. ¡Degenerado!
Ese día la llevé de un brazo a un café para no seguir pasando papelones con mis compañeros. Ante el mozo repitió el acting de siempre:
–Qué hombre más churro. ¿Sabe que él es periodista y me está haciendo un reportaje? Si se porta bien y nos hace algún descuento, lo podemos poner en la nota, y decir que acá se come muy bien y atienden mozos muy buenos mozos. Mozos buenos mozos, eso. Anotá, Rodolfito: mozos buenos mozos. Lindo juego de palabras. Mozos buenos mozos. Rodolfito, nietito mío, hijo de la hija que no tuve, poné también que nos van a hacer un lindo descuentito, por no decir que quizás se la juegan, y este mozo elegante y viril y galán no nos cobra nada.
El mozo se reía de las ocurrencias de Yiya, pero aclaró que no podía hacer ningún descuento porque no estaba autorizado. En ese instante, Yiya cambió el tono de voz y dio un alarido:
–¡Ah, no! ¡Qué miserables! Entonces no, Rodolfito. Sacalos de la nota. O no, mejor dicho: poné que no nos quisieron hacer descuento pese a la sorpresiva presencia de Yiya Murano, que engalanó este señorial café que no la supo agasajar cómo se merecía. ¿Lo pusiste? Lo que deberías poner en la nota es que vivo con un hombre decente como Julito, con su hermosa hija Julita y con el degenerado del novio. ¿Sabés que hace, nieto querido?
–No soy su nieto, Yiya –respondí.
Pero a ella no le importó. Siguió con su relato:
–El tipo éste es un policía. Julita se lo enganchó en la calle y el turro éste se instaló en la casa. Está todo el día tocándose el bulto. Anda en calzoncillos por toda la casa. Y tiene una banana. Se la toca, el cochino. Y coquen todo el día. Yo digo coquer porque no me gustan las malas palabras. ¡Coger dicen los maleducados! Yo digo coquer. Julita y el cana éste, un analfabeto con pistola reglamentaria, coquen y coquen. Yo los escucho gritar. ¡Un día van a romper la cama! Me da pena por Julito. Como todo ciego, tiene el oído más entrenado que cualquier mortal. Pero se hace el que no escucha. ¡Sí que escucha! Si aquellos dos coquen y coquen todo el día. Y el otro con la banana esa que tiene. Se la manosea como una morcilla rancia. Es lindo coquer, yo coco seguido. Tengo muchos amantes, Rodolfito. Uno de ellos fue Arturo Frondizi. Sólo diré esto. No puedo contar nada más. Todos me desean y no es verso. Hay viequitos que a los 90 se le siguen parando y eso es una desgracia porque quieren coquer todo el tiempo los viequitos coquedores. A otros no se les para pero quieren coquer igual. Con los garfios artríticos que tienen. Muchos me quieren voltear. Siempre que voy al médico me hace sacar la blusa para tocarme las teítas. Porque yo digo teítas, no digo tetas. Sin teítas no hay paraíso. ¿Para qué me mira y me toca las teítas si voy por una gripe o por el reuma? Son todos iguales. Todos coquen. Te hago una pregunta, Rodolfito: ¿vos coqués, querido?
El monólogo de Yiya era una especie de stand-up impensado. Difícil no reírse con sus frases delirantes, que eran más graciosas cuando las repetía con énfasis. Ese día, Yiya tomó un café con leche con cuatro medialunas y una torta de crema y chocolate. Luego pidió un vaso de jugo. Comía como una desaforada. Cuando pagué la cuenta, volvió a pedirle al mozo que nos hiciera un descuento. “Es la última oportunidad para aparecer en la prensa”, sentenció ella. El mozo, ofendido, le dio vuelta la cara. “Negrito de morondanga”, dijo ella por lo bajo. Enseguida, ayudé a Yiya a que se pusiera del pie y la acompañé hasta la parada del colectivo. Por esos días, solía cruzármela casualmente en distintos barrios: en Palermo mientras esperaba el colectivo y se dejaba fotografiar por adolescentes, en un sanatorio de Congreso donde ella buscaba turno para Julito y en una sede del PAMI en Caballito. Siempre me abrazaba y me decía: “¡Nietito! Vamos a caminar y tomar un café”. Otra costumbre que tenía cada vez que la veía, era recordar que había perdido el olfato por un tumor maligno que hace 25 años le quitaron del cerebro. Le había quedado un agujero en la cabeza. Ella solía agarrar mi mano y obligarme a tocar ese pocito.
–Meté el dedo, mirá qué profundo –decía con insistencia–. Por culpa de esto perdí el olfato. Para vos está bueno. Podés tirarte muchos pedos que no voy a sentir nada, querido. Cagate tranquilo nomás.
Dos o tres cosas que sé de ella
Yiya nació en Corrientes el 20 de mayo de 1930. Su madre, Candela, era ama de casa, y su padre, Camilo Bolla Aponte, era un teniente coronel que reprimió a los opositores al golpe de Uriburu. Yiya nunca pasó sobresaltos. Aunque su familia se fundió, a ella siempre le gustó ser parte de la burguesía. Se recibió de maestra pero nunca ejerció. Cuando sus padres se radicaron en Buenos Aires, se sintió fascinada por los edificios altos, el ritmo agitado de la ciudad, la noche interminable de la avenida Corrientes, los hombres elegantes y adinerados. Se dedicaba a pasear y a nadar. La natación le dio una espalda aun más ancha a su cuerpo robusto. Cuando se casó con el abogado Antonio Murano él le pidió que se quedara en la casa en lugar de trabajar; y ella aceptó encantada. Andaba con joyas caras y ropa de marca, pero vivía en un departamento de mala muerte.
Entre febrero y marzo de 1979, las muertes de Nilda Gamba, Lelia Formisano de Ayala y Carmen Zulema del Giorgio Venturini conmocionaron al país. Todas tenían dos cosas en común: eran amigas de Yiya y murieron envenenadas. Pero eso se descubrió a partir de las sospechas de los familiares de esas ancianas. Casualmente, el día anterior a sus misteriosas muertes habían tomado el té con masas con Yiya Murano. Los sabuesos cerraron el círculo cuando confirmaron que la usurera Yiya les debía plata por un negocio que les había propuesto, pero que en definitiva era una estafa.
Las mató con cianuro, ese veneno cuyo olor y sabor comparan con las almendras amargas. Los envenenados -escribió Leila Guerriero en una crónica sobre Yiya- lloran cuando mueren. Por fuera se deshacen en lágrimas. Por dentro se secan como un pedazo de manguera al sol.
La detuvieron el 27 de abril de 1979. Ella negó todos los cargos y sus abogados lograron que fuera absuelta tres años después por falta de pruebas, aunque el 18 de junio de 1985 la Sala Tercera de la Cámara del Crimen anuló el fallo anterior y la condenó a prisión perpetua. Fue liberada el 20 de noviembre 1995 por una reducción de la pena y por el “dos por uno”. Un año después fue la columnista de moda del programa La hoguera.
En 1998 fue a almorzar al programa de Mirtha Legrand y reveló que se había vuelto a casar, pero al otro día apareció su marido. “Anularé el casamiento, no sabía que ella era la envenenadora. Sólo pasé una noche con ella, la de bodas. Anoche me amenazó para que no contara esto”, confesó el pobre hombre. Años después, Yiya volvió a la mesa de Mirtha, a quien le regaló masas finas. “No como porque engordan”, se excusó la diva de los almuerzos, aunque al final comió una. Había jugado al juego que más le gusta a Yiya: el paso de comedia. Ese que la convirtió en una abuela cómica, capaz de firmar autógrafos en la calle. Pero más allá de ser un personaje que se había vuelto grotesco, puertas adentro, en la intimidad de su casa, Yiya ocultaba otra personalidad. Una más parecida al mote que se ganó por culpa de las gotitas de cianuro: “La envenenadora de Montserrat”.
Amor ciego
Yiya se casó cuatro veces. Su última conquista fue Julio Banín, a quien conoció en 2000 durante en un viaje en colectivo. Los dos iban a un concierto en el Teatro Cervantes. Como él es ciego, ella lo guió del brazo. Al otro día lo acompañó al médico. Se casaron a los pocos meses. “Necesitaba a alguien que me comprara los remedios”, dijo Julio una vez. Se la pasaba encerrado en su casa, donde escuchaba Radio 10. Yiya salía a pasear por la peatonal Florida o se iba de compras.
–En Yiya encontré a una mujer encantadora. Me cuida, me mima, me cocina, me dice cosas lindas al oído, me lleva a pasear, me lee los diarios.
–¿Cuándo se enteró de que era la famosa Yiya Murano?
–Ella me lo dijo de entrada. No anduvo con vueltas, pero me dijo que era inocente. Le creo. Esta mujer es puro amor, es incapaz de lastimar a alguien. Y es muy bella. ¿Sabe por qué lo sé?
–¿Se lo dijo ella?
–No, pibe. Ella acostumbra a llevarme las manos a su cara y por lo que tocaron mis dedos y las palmas de mis manos, sus facciones me parecieron las de una mujer muy linda. Es alta, elegante y huele bien.
Su hija, Julia, no opinaba lo mismo. Estaba cansada de que los vecinos del barrio le preguntaran si su padre se había vuelto loco por casarse con una asesina.
Julia vivió ocho años con Yiya. Se acostumbró a tomar sus desayunos y a disfrutar de las pastas que amasaba su madrastra. Al principio se encariñó con ella. Con el tiempo, descubrió la cara oculta de la esposa de su padre, que a los medios les decía: “Con mi Julito somos como dos tortolitos que nos amamos como el primer día”.
Al mismo tiempo, ante Julita se jactaba de tener muchos amantes. “Los mocosos me arrastran el ala”, le dijo un día. Acostumbraba a exagerar anécdotas. Manipuladora y cómica, cada vez que subía al colectivo con su hijastra, le decía al chofer: “Buen mozo, sos igualito a Marlon Brando”. Después miraba a Julita, le guiñaba el ojo y le decía al oído: qué va a ser igualito a Marlon Brando este negro fulero con olor a traste y sobaco. Pero la hijastra vivió otras anécdotas mucho menos graciosas. Todo lo contrario.
Una mañana, Yiya gritó como si hubiese visto a un fantasma. Julita se bañaba cuando escuchó que la vieja la llamaba:
–¡Julita, vení urgente! ¡apurate!
Julita cerró la ducha y salió desesperada, envuelta en un toallón que agarró de apuro. Pensó que algo le había pasado a su padre. Cuando llegó al living, vio a Yiya con la boca abierta y las manos al costado de la cara, una especie de representación burda y senil de El grito de Edvard Munch. El teléfono estaba descolgado.
–¿Qué pasó, Yiya?
–Julita de mi alma, un tipo quiere hablar con vos. Me exigió a los gritos que te llamara urgente.
Julita supo que ese llamado no traía buenas noticias. Pensó que a su padre le había pasado algo.
Del otro lado del teléfono, una voz impersonal le dijo:
–Tu novio Rubén te mete los cuernos.
Se lo dijo así como si nada. Con el mismo tono que podría haber dicho: se viene el fin del mundo, los gordos se la comen, Pelé debutó con un pibe o cualquier frase que a uno puede ocurrírsele en cinco segundos. Según esa voz, su novio, el policía, le era infiel.
La cosa es que el hombre cortó, y Julita se quedó con el tubo en la oreja y una expresión que sólo podría ser descripta por Yiya, única testigo de la escena. Yiya, en cambio, estaba como agazapada, con la mirada pícara que solía delatarla. Y un gesto que nacía de sus labios arrugados, seguía por su nariz –inclinada levemente hacia la derecha– y terminaba en los ojos bien abiertos y las cejas arqueadas. Era una mueca grotesca. No le hacía falta hablar. Bastaba con conocerla para saber que aunque a veces por fuera mostraba una máscara trágica, por dentro disfrutaba del dolor ajeno. Podía fingir que lloraba o se lamentaba, pero una risa burlona le quedaba atragantada.
Julita no hablaba. No sabía qué hacer. Si reír, llorar o directamente empujar a la vieja por la escalera. Se sentía inmovilizada, sobre todo cuando la vieja la abrazó con fuerza para consolarla. Era como caer en las garras de una viuda negra, las arañas que se comen a sus machos y tejen telarañas de seda a las que se aferran antes de atacar. En el área ventral tienen un dibujito colorado con forma de reloj de arena que brilla. Lo que podría ser un espectáculo (las telarañas unidas y el rojo brilloso, la escenografía arácnida), no es otra cosa que una advertencia. La advertencia de una picadura letal. En Yiya, una viuda negra de carne y hueso, la advertencia –el dibujito rojo brillante– la daba su inocultable falsedad. Cuando quería conseguir algo, desde un café con leche con masas finas hasta un préstamo o una rebaja en el mercado , recurría a los elogios fáciles con los que trataba de sacar ventaja.
A Julita, que seguía paralizada, comenzó a darle besos ruidosos e insistentes en la cabeza: chuick, chuick, chuick, chuick, chuick. Fueron como diez besos al hilo. La vieja le hubiese dado muchos más, pero Julita apartó la cabeza y se escabulló por debajo de los brazos de Yiya, que quedó sorprendida.
Quizá Julita no hablaba porque trataba de procesar lo que había ocurrido. Estaba confundida y en un primer momento eligió el camino equivocado: sospechar de su novio antes que de Yiya.
Tampoco podía pensar porque Yiya monologaba:
–Julia, ya me parecía que ése te cagaba. Turro de mierda. No quería decírtelo, pero te lo voy a decir para que abras los ojos, Julita de mi alma. La otra noche, me levanté a comer dulce de batata que había en la heladera, y lo pesqué manoseándose la banana esa que tiene entre las piernas. Es como un ganso que le sale del slip, Julita. Un ganso vivo. Es un degenerado tu novio, Julita. Vos me conocés bien. Julita. Le puse cara de asco y él como si nada. Flor de turro. Imagino que cuando vengas le vas a dar una patada en el culo, ¿no? Es lo menos que podés hacer.
Cuando Julita logró liberarse de su madrastra, fue hasta su pieza y se vistió. Llamó a su novio al celular y le dijo que quería verlo cuanto antes. No le anticipó sobre qué quería hablarle, pero él supo que no era nada bueno. Se encontraron en un café del microcentro. Rubén estaba con su uniforme policial.
–¿Qué pasó, Juli?
–Hoy llamó un tipo y me dijo que me metías los cuernos –dijo mordiéndose los labios.
–¿Me hablás en serio?
–Sí –dijo Julita y se puso a llorar.
–¿Y vos le creíste?
–Dijo tu nombre.
–¿Y qué más dijo?
–Nada más porque cortó.
–Esto es cosa de la vieja hija de mil putas.
En ese momento, Julita se tranquilizó. Se le hubiese venido el mundo abajo si Rubén le habría confesado alguna infidelidad. Quizá su novio le mentía, pero sus palabras firmes la convencieron. A Julita le volvió el alma al cuerpo.
–¿Nunca me engañaste?
–Nunca, mi amor. Y nunca lo haré. Yo mismo voy a encarar a esa vieja de mierda.
–No, dejá. Le hablo yo.
Pero ese día Julita no le dijo nada. Trató de seguirle la corriente a la vieja. Con su novio idearon una estrategia para hacerle pisar el palito. No había que enfrentarla, sino esperarla. Jugarle con sus mismas cartas. El caos beneficiaba a la vieja. Además acusarla no servía de nada. A una persona que no se conmovió ni siquiera cuando la acusaron de envenenar a sus tres amigas, no se le movería el pelo por una pelotudez. Porque al fin y al cabo, lo del misterioso llamado era eso. Una reverenda pelotudez.
No hizo falta mucha estrategia que digamos. La vieja no volvió a preguntar del asunto. Era como si intuyese que la habían descubierto o que sospechaban que ella había inventado todo para separar a la pareja. Ella se caracterizaba por dividir. Dividir y reinar a su antojo. Manipular era su más estilo siniestro. Otro llamado alcanzó para desenmascararla. Dos días después, cuando Julita preparaba la comida, la misma voz le preguntó:
–¿Julia?
Su voz, que en el llamado inicial reflejaba un tono violento, ahora aparecía más pausada y suave.
–Sí, ¿quién habla?
–No sé cómo decirlo. El que llamó el otro día para decirte que tu novio te metía los cuernos. Antes que me cortes quiero contarte que mentí.
–¿Quién te dijo que lo hicieras? –quiso saber Julita con ingenuidad fingida.
–Yiya. Soy remisero y el otro día me tocó llevarla. Me habló de vos y de tu novio. Me dijo que él era violento y que quería echarlo. Me prometió 200 mangos a cambio de que hiciera ese llamado. Pero no me pagó. Por eso llamo para decir la verdad. Perdoname…
–Gracias, pero no puedo perdonarte. Andá a cagar, sorete.
El hombre no dijo nada más. Ya había cortado. Justo cuando Julita estaba por decir “sorete”.
A los pocos minutos, Yiya entró en la casa. Venía de la farmacia.
–¡Julita! ¡Me aumentaron el remedio! El mes que viene no sé si voy a poder comprarlo.
Su hijastra la miró con marcado desprecio:
–El problema es que gastás la plata en pavadas.
–¿Qué decís, querida? –dijo Yiya encogiéndose de hombros.
–Ya sé qué le prometiste 200 pesos a un remisero para que me llamara.
Yiya mantuvo la tranquilidad. Como mentirosa compulsiva lograba desarrollar el arte del ardid: a diferencia de los farsantes sin talento, que se ponen colorados, esquivan con la mirada o les tiembla un ojo o los labios cuando alguien los acusa de mentirosos. Yiya no. Despreocupada, dijo:
–Julita, no podés creerle a ese tipo. Debe estar atrás tuyo. Seguro que te arrastra el ala. También vos, te ponés shorcitos o minifalda y zarandeás el tujes de un lado al otro como una de esas reventadas que aparecen en lo de Tinelli.
–Yiya, basta de decir pavadas. De ahora en más no voy a confiar en vos.
Y así fue. Desde ese día, Yiya se convirtió en una amenaza para Julita. En una viuda negra que aguardaba, desde la majestuosidad de su telaraña de seda, el instante para atacar a su presa.
Sospechas a la hora del té
–Doctor, creo que me envenenaron –dijo Julita mientras el médico la revisaba.
–¿Por qué dice eso?
–Esto pasa desde que mi madrastra volvió a cocinar. Mi madrastra es Yiya Murano.
Después de dos semanas con mareos, dolor de estómago, vómitos y desmayos, Julita comenzó a sospechar de los fideos con manteca y de las tazas de té que le preparaba Yiya. “Si me pasa algo, sabés quién fue”, le avisó a una amiga mientras se retorcía por los dolores. Pero por miedo no hizo la denuncia ni se sometió a exámenes toxicológicos para detectar si tenía veneno en la sangre. Todo quedó envuelto en una sospecha incomprobable. Una sospecha que fue suficiente para lograr su objetivo: echar a Yiya de su casa.
–Pudo haber sido una paranoia o un estado de psicosis, pero temí lo peor. Creí que me estaba envenenando a mí y a mi viejo, quien tuvo neumonía; pero no tengo pruebas y no me animé a denunciarla. Nunca en mi vida me había sentido tan mal.
Un incidente la llevó a dudar de su madrastra: el robo del cintillo de oro que era de su madre. Yiya acusó a la portera. Una semana después, durante el Día del Niño, le regaló a su hijastra un sobre con mil pesos.
–Julita querida, esto es para vos m’ hijita. Anoche fui a cenar y ver a Moria Casán con uno de mis amantes y el tipo me dio este obsequio.
Julita no lo aceptó. No podía creer que su madrastra le dijera eso. En realidad, con el tiempo, supo que a Martín Murano, su hijo verdadero, le había hecho cosas peores. A modo de catarsis y a cambio de unos pesos, Martín –un doble de riesgo de películas de acción contó las penurias que vivió al lado de su madre en el libro Mi madre, Yiya Murano, en el que revela que un día Yiya le confesó que había puesto el veneno en los saquitos de té. Cuando era chico, ella lo llevaba a sus encuentros con sus amantes. Su padre era el abogado civil Antonio Murano. “Martincito, portate bien, ahora nos vamos a ver con un tío lejano”, le decía la cretina, pero al rato andaba a los besos con ese tío lejano, que le acariciaba las manos, le decía cosas al oído y hasta le daba joyas y dinero. “Martincito, tratalo bien a tu tío así me hace lindos regalos”, le decía la cretina, y el pobre chico lloraba por dentro, se quedaba callado porque Yiya lograba eso: inmovilizarlo. Cuando Martín se recibió en la secundaria, a la fiesta de egresados no fue su padre Antonio. Se sorprendió cuando en la pista de baile vio que su madre se zamarreaba con un hombre al que no conocía. “Es un amigo, tu papá se enfermó”, le dijo. Má que amigo ni que amigo, era otro amante de la vieja atorranta, pensó Martín, que la odiaba cada día más. Cuando volvió a su casa, su padre miraba la tele. “Hijo mío, no fui a tu fiesta porque tu mamá me dijo que me podía hacer mal al corazón porque iba a vivir una emoción inmensa”, le dijo Antonio y Martincito tuvo ganas de llorar. De rabia y de tristeza. Cuando su madre volvió a la casa, le dijo: “Martincito, tenés que ser más vivo”. Tenés que ser más vivo. Esas palabras que le dijo tantas veces a Julita. “Julita, querida de mi alma, hija que la naturaleza no me dio pero que Dios me puso en el camino, Julita, hija mía, tenés que ser más viva”. Cuando una vez habló por teléfono con su hermanastro Martín, que vivía en México, le confesó que creía que Yiya los estaba envenenando. La respuesta del doble de riesgo fue contundente: “De mi madre, a quien todavía odio y odiaré toda mi vida, no me extraña nada”.
Y un día Julita fue más viva. Le dijo a su padre, Julio, que cada día estaba peor, que lo mejor sería echar a Yiya de la casa. El viejo, quizá convencido de la maldad de su esposa o porque sabía que le quedaba poca vida y no quería que su hija quedara sola con Yiya, le dio la razón. Y un día, Yiya escuchó de labios de Julita:
–Mercedes, con papá tomamos una decisión. Lo mejor va a ser que te vayas de esta casa.
–Pero Julita, mi amor, seguro que hablás en broma.
–No, es en serio.
–¡Sos una desagradecida! ¡Me voy ya mismo!
Yiya armó su bolso y se fue sin decir una palabra. Ni de Julio se despidió.
Al otro día, el viejo le pidió un favor a su hija:
–Julita, ¿te fijás arriba del armario, adentro de la caja de zapatos? Contá cuánta plata tengo.
En esa caja estaban sus ahorros de toda la vida. Eran 30 mil dólares. Julita subió a una silla y cuando abrió la caja se llevó una sorpresa desagradable: había papeles de diario con la forma de los billetes.
–¡Hija de mil puta! ¡Me robó la plata! ¡Cretina!
Julio y su hija estaban convencidos de que sólo Yiya podía ser capaz de hacer algo semejante. Julita la fue a buscar al geriátrico de Caballito donde la habían internado sus sobrinas. Yiya negó todo.
–¡Cómo podés pensar que voy a robarle a Julito! ¡Te lo juro por la memoria de mis padres!
La vieja empezó a llorar y no podía decirse que sus lágrimas eran lágrimas de cocodrilo. Porque Yiya tenía una característica: lloraba sin lágrimas. Era un lamento: cerraba los ojos y arrugaba la frente y abría la boca como un lobo. Y en seguida lanzaba una carcajada.
Antes de que se fuera no muy convencida, Julita recibió una promesa de Yiya:
–El día que Julito no esté, voy a darte todos los meses la plata de su pensión.
Julita quería denunciarla, pero su padre no quiso. A los pocos meses, murió. Yiya reapareció en el entierro, donde volvió a llorar sin lágrimas. Ese llanto que le hacía gritar: “¡Buaaa, buaaa, buaaa!”. Al mes, cuando cobró la pensión, se la dio a Julita, como le había prometido. Pero nunca más volvió a hacerlo.
–No quiero saber nada más de esa vieja basura. Le deseo lo peor. Es la persona más mala que conocí en mi vida –confiesa Julia Banín mientras juega con un sobrecito de azúcar con sus dedos. Está sentada a una de las mesas del Británico, el mítico café con vista al Parque Lezama, en San Telmo, donde Ernesto Sabato solía escribir algunos párrafos de su novela Sobre héroes y tumbas. El lugar no es del estilo de Yiya, es más bohemio. Julia dice que tiene pocos minutos y que responderá dos o tres preguntas. La primera cae de madura:
–¿Yiya intentó envenenarlos?
–Sí, estoy segura de que sí.
–¿Y qué pruebas tiene?
–Eso es lo peor. No tengo pruebas. Sólo que cuando ella empezó a cocinar, con papá nos empezamos a sentir mal, con vómitos y mareos. Ella nunca cocinaba. Por algo quería cocinar.
–¿Por qué?
–Pienso que quería la pensión de papá y quedarse con la casa. Me arrepiento de no haberme hecho los análisis toxicológicos.
–También la acusa de robarle dinero, pero tampoco tiene pruebas.
–Es verdad, ¿pero quién iba a robar ese dinero?
–¿Cómo era vivir con ella?
–Al principio tenía prejuicios porque era una asesina, pero era tan amable, cariñosa y consejera, que creí en ella. Comprábamos ropa, salíamos a pasear, mirábamos películas. Nunca pensé que podía ser tan mala. Hizo más cosas que por ahora no puedo decir.
–¿Qué cosas?
–No las puedo decir. Además iba a responder no más de tres preguntas.
–¿Qué hizo Yiya?
–No puedo decirlo. El día que lo diga, será una bomba. Pero basta, me voy. No insistas.
Eso mismo dijo Julita cuando Yiya le ofreció un plato del pollo a la naranja que había cocinado. Julita no probó bocado por temor a morir envenenada. “Desagradecida”, le echó en cara la vieja aquel día, mientras le guiñaba un ojo detrás de sus aparatosos lentes, empañados por el horno humeante.
Las masitas de mi abuela
Los encuentros con Yiya eran paseos bizarros o banquetes suculentos en bodegones o cafés. Una mañana la pasé a buscar por el geriátrico de Caballito donde vivía. Ella me esperaba ansiosa, a pocos metros de la entrada: lucía un tapado con olor a naftalina, se había pintarrajeado los labios y estaba aferrada a su cartera. Siempre era así. No la soltaba por nada del mundo, aunque apenas llevara los pesos de su jubilación. “Te estaba esperando desde hace dos horas”, me decía cada vez que la pasaba a buscar. Creo que no mentía. En ese lúgubre lugar –como todos los geriátricos, por más que estén rodeados de plantas y jardines no dejan de ser lo que son: depósitos de viejos–, era una celebridad. Amada y temida por igual, Yiya se la pasaba adulando a las enfermeras y a los médicos. Entre esas paredes conocieron a la auténtica Yiya: falsamente cordial, cizañera vieja, solía criticar a sus compañeras a sus espaldas. Por citar sólo un caso, a una mujer que visitaba a su abuela, le decía:
–Mmm, a tu abuelita la veo muy mal. Dios se apiade de ella.
O cuando la mujer le preguntaba a la abuela cómo estaba, Yiya aparecía por detrás y hacía un gesto clarísimo: cerraba los ojos, como cuando uno está “ciego” en el truco, y sus manos hacían un movimiento brusco. Como si dijera: en cualquier momento, esta vieja palma.
A otras abuelas les llenaba la cabeza. A una de sus compañeras le dijo:
–Che, Luisita, ¿a vos nadie te viene a ver? ¡Qué raro! ¿Habrá pasado algo o se olvidaron de vos?
Y las otras viejitas lloraban de tristeza, con las almas carcomidas por las frases hirientes de Yiya, que disfrutaba con sus comentarios venenosos.
Aquel día salimos a pasear por la avenida Rivadavia. Nos sentamos en el banco de una plaza y al ver la imagen de una Virgen pidió por su salud y mi salud y la salud de las enfermeras del geriátrico y la salud de los médicos y la salud de sus compañeras y si la hubiese dejado seguir, habría pedido por la salud de la humanidad, pero en un momento le dije: ¿no es suficiente, Yiya? Usted pide mucho. Sonrió con una sonrisa automática y falsa. Al rato habló de su ex hijastra Julita:
–Es una desagradecida. Inventó que la quise envenenar. Seguro que fue idea del macho que tiene, el de la bananonga. El que coque y coque y coque. Yo nunca envenené a nadie.
Luego fuimos hasta un bodegón. Entramos del brazo, porque ella siempre se empeñaba en agarrarme del brazo y cuando yo me resistía, forcejeaba y decía: “¿Te da vergüenza llevar a tu abuelita del brazo? ¿O pensás que te quiero llevar a la cama?”. Era inútil que le remarcara que no era mi abuela. Ella insistía. “Este es mi nietito. ¿Vio qué lindo es?”, le comentó al mozo mientras yo la ayudaba a sentarse. En el lugar la conocían. Es más: a las milanesas a caballo con papas fritas las llamaban “el plato Yiya Murano”, porque ella siempre lo pedía. La vieja devoraba cada bocado con desesperación. A lo largo de mi vida he visto comer a muchos asesinos famosos. Recuerdo a Robledo masticando las empanadas de carne que le llevaba a la cárcel de Sierra Chica y a Arquímedes Puccio luchando tenazmente con sus pocos dientes con una tira de asado. Comían rápido y hablaban y escupían y no quedaba otra que esquivar los restos con el mismo movimiento de cuello que Nicolino Locche hacía cada vez que venía la piña del rival. Pero Yiya comía más que todos ellos. Ese mediodía, la pobre se atragantó con una papa frita. Abrió la boca como un jabalí, sus ojos estaban desorbitados y tosía sin parar. Le dije que levantara la mano derecha y ella obedeció, pero a esa altura se estaba poniendo colorada. Hacía señas con la mano, señas que no lograba entender. Golpeé la débil y encorvada espalda de la vieja, pero el colorado de su cara ya había mutado en morado. ¿Y si se me muere en los brazos? Nada hubiera sido peor. Yiya muerta por una insignificante papa frita. Una Yiya que ahora se debatía entre tosidos cada vez más apagados y una garganta atorada. A esa altura, el mozo estaba a mi lado, ayudándome en este salvataje imprevisto. Tomé aire y la volví a golpear. Prefería que tuviera una costilla fisurada antes que una asfixia absurda. Y ahí la vieja escupió esa papa frita y le volvió el color a la cara, el alma al cuerpo y el habla.
–Gracias, nietito –dijo con un hilo de voz. Y pidió dos bochas de helado.
Al rato, milagrosamente recuperada, contó que tenía un dilema:
–Tengo tres amantes en simultáneo. Y no sé con cuál quedarme. Lo que me duele –dijo con un tono melodramático–, es que uno de ellos es mi cuñado. Y siento mucho hacerle daño a mi pobre hermanita, que está bajo tierra. Ayer fui y le hablé a la tumba. ¡Pobrecita! Espero que me entienda.
Cuando decía “ellos” lo pronunciaba elios. “Uno de elios es mi cuñado”, repitió Yiya y empezó a llorar sin lágrimas. Quizás era una mala actuación o, si el beneficio de la duda lo permite, las lágrimas ya se le habían secado del mismo modo que había perdido el olfato. No lloraba ni olía.
–¿Cómo fue su infancia en Corrientes?
–Muy linda. Mi madre me enseñó a tejer, a peinar a mis muñecas y a esperar a mi padre militar por las noches. También me enseñó a dibujar.
–¿Qué dibujaba?
–Payasitos –dijo Yiya y enseguida dibujó uno en una servilleta, con pocos trazos.
–Te lo regalo. Y también quiero obsequiarte esto porque te quiero como un nieto –dijo mientras se sacaba sus grandes lentes oscuros y me entregaba un rosario blanco que colgaba de su cuello.
–Esto es tuyo –dijo.
Yiya nunca confesó sus asesinatos. Dijo que era inocente, que esas viejitas, sus amigas, habían muerto naturalmente porque, decía y esto lo recuerdo bien, a los viejos sólo les queda morir de un día para el otro. Y no hay nada que hacerle. Sólo enterrarlos y llorarlos. Pero luego de negar los crímenes, decía una especie de axioma criminal: “Querido, tenés que entender una cosa: los asesinos nunca dicen la verdad”. Además de sus frases, siempre fue hábil para atraer la atención de los periodistas. Por más que en las entrevistas repetía viejas declaraciones, sabía jugar con el misterio. Le bastaba con pocas palabras. “Ahora te voy a contar quién mató a esas pobres señoras”, decía pero luego su promesa se deshacía como las masitas que mojaba en el té.
La vieja seguía con su costumbre de piropear a los hombres. A lindos y a feos, a gordos y flacos. A los feos les decía “qué bello que sos”, pero cuando el tipo se daba vuelta y se alejaba, decía con cinismo: “Qué va a ser bello éste, es más fiero que un mono tuerto”. Y acompañaba su maldad con una carcajada.
Un día, el fotógrafo Diego Sandstede, que quería retratar a asesinos populares, fue a verla al geriátrico de parte mía. Ella se mostró encantada y aceptó posar como si fuera Marilyn Monroe: acostada en su cama, con su mejilla derecha apoyada en las sábanas blancas. En la foto, se la ve abrazada a su almohada y a su monedero. Luego de visitarla, el fotógrafo me llamó angustiado. Una frase de Yiya había sido suficiente como para atormentarlo. Una frase que en boca de Zaira Nara o de Nicole Neumann, por ejemplo, hubiese cobrado otro sentido. Ese día, mientras el fotógrafo preparaba su equipo, Yiya le dijo: “Querido, ¿sabés que debajo del vestido no tengo bombacha?”. Sólo le faltó cruzarse de piernas al estilo Sharon Stone. Esa acción, para el pobre reportero, hubiese sido tan letal como el veneno que solía usar doña Mercedes. A los 79 años, según ella, tenía relaciones sexuales. “Tuve 254 amantes”, se jactaba. Pero otro día decía que eran 234 y más tarde 260 o 222.
–Coqueré hasta el último día. Pero a la banana no la llevo a la boca. Eso es de puta. Antes que eso, vomito.
–¿Yiya, cómo le gustaría que la recordaran?
–Como una coquedora elegante.
–¿Nada más que eso?
–Bueno. Como una criatura adorable, como Marilyn Monroe.
–Perfecto.
–No, algo más. ¿Sabes cómo me gustaría que me recuerden?
–¿Cómo?
–Con un chiste o con una sonrisa.
A Yiya hace tiempo que no la veo. Le perdí el rastro. Lo último que me dijeron de ella es que deambula de geriátrico en geriátrico. No es difícil imaginarla una mañana cualquiera, cerca de la puerta, elegante y pintarrajeada, mientras se aferra a su monederito y espera que a alguien se le ocurra rescatarla del encierro para llevarla a pasear.
Rodolfo Palacios nació el 22 octubre de 1977 en Mar del Plata. Es periodista desde 1995. Trabajó en el diario La Razón y en las secciones policiales de los diarios El Atlántico, de Mar del Plata, Perfil y Crítica de la Argentina. Colaboró en el semanario La Maga, en la revista Playboy y en el programa “Cárceles”, de Telefe. Fue subeditor de Información General de la revista Noticias. Actualmente es secretario de redacción de la revista El Guardián. En 2001 ganó la beca de perfeccionamiento organizada por la UCA y el diario Clarín, donde se desempeñó en policiales. Escribió los libros El Ángel Negro, vida de Robledo Puch, asesino serial (Aguilar), Pasiones que matan, 13 crímenes argentinos, Adorables criaturas, crónicas grotescas de ladrones y asesinos (Editorial Ross) y coautor del libro Nora, la vida sobre patines (Editorial Corregidor, de próxima aparición). Además es autor de dos biografías de la colección “200 argentinos, vida, pasión y muerte (1810-2010)”, dirigida por Jorge Lanata para la Revista 23. Además recibió tres premios Perfil a la Excelencia Periodística por la mejor nota de Sociedad en el diario Perfil (2006 y 2007) y mejor investigación en la revista Noticias (2011). También ganó el premio Tea en el rubro Periodista de Diario (2008) y junto a María Fernanda Villosio obtuvo una mención especial en los premios ADEPA (2011). Realizó talleres de periodismo, entre ellos el de reportajes dictado por Jon Lee Anderson para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y el taller de crónicas y perfiles dictado por Cristian Alarcón. En la actualidad dicta cursos de crónica policial en el Centro Cultural Ricardo Rojas.