Compartimos Brujería, un relato del escritor argentino Esteban Castromán, que se publicó en la revista Cítrica.

Esteban Castromán

1.

Ni Leandro ni yo creíamos en nada relacionado con lo sobrenatural. Sin embargo, las cosas se dieron de ese modo: inexplicables. Y empezamos a creer por la fuerza, por esa energía de lo inevitable que te susurra al oído: esto-es-cierto. Nuestras primeras sospechas comenzaron en Monte Grande, en la casa que tenía mi primo, Leandro, cuando éramos preadolescentes, donde me quedaba meses enteros de verano esculpiendo sensaciones de misterio en todos los sentidos.1.1.

Recuerdo que nos llamaba la atención el ímpetu de sus padres, mis tíos, al ver programas en la tele que a nosotros nos disparaban risas y excitación. Durante las cenas, mientras masticábamos carnes o pastas, el cuadrado del televisor funcionaba como un embudo en donde iban a parar todas las atenciones.

Pero casi siempre, cerca de medianoche, cuando mis tíos se iban a acostar, nos llevábamos la video casetera a la pieza, para ver filmes de horror y otros géneros que ellos odiaban. Películas que alquilábamos en un videoclub próximo a la estación de trenes. Vimos toda la saga de Martes 13, Re-animator, Halloween I y II, El inquilino de Polanski, La mosca, Videodrome y Scanners de Cronnemberg, Noche alucinante, El día de los inocentes, las primeras Pesadilla en lo profundo de la noche, Poltergeist, Suspiria de Argento, Aquí vive el horror, y tantas, tantas otras. Algunas conservaban sus títulos originales en las cajas de cartón laminadas y otras no: pero las traducciones de esas que no configuraban con sus títulos una cartografía aún más cotidiana y terrible de nuestro miedo.

2.

En esa lógica de alquilar películas que los adultos nunca verían, fuimos poseídos por el deseo y la curiosidad de meternos en el campo de juego del erotismo. Para descubrir qué había detrás de esas polleritas, de esas calzas ajustadas femeninas, de esas metonimias textiles que tanto nos hacían pensar en que seguramente había otra función paralela para que nuestro pito llevara a cabo, más allá del acto de orinar y –cuestión que ahora empezaba a manifestarse- ponerse dura con las chicas que bailaban en la tele.

Entonces aprovechamos ese impulso implícito, como si Leandro y yo hubiésemos tenido un mandato galáctico que nos gobernaba cual marionetas, para alquilar las dos primeras películas de Emmanuelle. Cuando llegamos a la casa de los tíos entramos los VHS clandestinamente, encanutados debajo de nuestras remeras, sostenidos por los elásticos del slip.

Esa noche descubrimos el movimiento cinético de los cuerpos desnudos y lascivos gracias a que la actriz Sylvia Kristel mostraba todo el tiempo sus pequeñas y sólidas tetas, y que había masturbaciones e ideas de coitos, velados de su dimensión explícita, dentro de escenarios exóticos. Su esposo liberal, diplomático y trotamundos (el mentor de que ella estuviera allí, frotándose con cuanta carne se cruce delante de ella) al final se transforma en un hombre triste y conservador debido a los celos que le provocó su Frankenstein sexual. Pero ese tipo de detalles lo revelaríamos mucho tiempo después.

3.

Lo cierto es que esa noche, envalentonados con el fulgor de una paja prominente, pensábamos que se trataba del mismísimo Paraíso.

Quiero esto siempre para mi vida, ambos repetimos, mediante gritos silenciosos, varias veces  y luego de eyacular a oscuras, con las manos enchastradas, mientras los reflejos de la tele funcionaban como un faro para la higiene personal.

4.

Días después vimos la 4, mucho más erótica que las dos primeras. Las 3, evidentemente, no estaba en ese videoclub cercano a la estación de trenes.

La 4 tiene una parte mortal: una chica se columpia en una hamaca; llueve; viene un pibe; ella tiene las tetas marcadas a través de la remera debido al agua; ella se tira encima de él; se besan; no recuerdo bien si cogen o no; pero se insinúa; así funciona la erótica en la adolescencia; y constantemente hay recuerdos que uno no quiere precisar del todo.

5.

Además de esa saga vimos Hannah does her sisters. Un remixado, título y argumento, de la película de Woody Allen. Una porno genial. Chicas con chicas. Chicos con chicos. Chico con dos chicas. Chica con dos chicos. Muchas chicas con muchos chicos. Todo eso era muy extraño en ese momento para nosotros, pero había un nivel de excitación que nos hacía pensar que éramos inmortales.

De la inmortalidad y de esas cuestiones solíamos conversar con Leandro, luego de las sesiones de masturbaciones, antes de apagar la video casetera y de quedarnos dormidos en la oscuridad no silenciosa de Monte Grande.

6.

En aquella casa de Monte Grande, la mayoría de las noches se escuchaban tambores y gritos. “Sonidos africanos”, decía mi tía. Se trataba de ritos Umbanda donde mataban gallinas y la gente se descontrolaba en términos espirituales. Era una templo que lindaba con la casa de mis tíos, mediante una pared muy delgada, y todas las noches teníamos sesiones de alaridos, tumbadoras, cantos shamánicos y algún que otro ruido indescriptible.

El groove ideal para acompañar las confusiones y paranoias preadolescentes.

7.

En esa época, por los barrios de la zona sur del Conurbano Bonaerense, se hablaba del Hombre Gato. Un personaje maligno que violaba a las mujeres y hacía otras fechorías. Lo llamaban así porque iba enmascarado, tenia enormes garras como un felino, acostumbraba  a saltar por los techos y subirse a los árboles para atacar a sus víctimas. Cuando lograba su cometido, huía rápidamente sin que nadie pudiera capturarlo. Los vecinos temblaban por las noches ya que el intruso rasguñaba las puertas de sus casas para dejar indicios de que estaba cerca, marcando el territorio como un animal rabioso.

8.

Una noche de calor en Monte Grande, ya todos estábamos acostados en cada una de las habitaciones de la casa. El respaldo de mi cama estaba muy cerca de la ventana, abierta pero con rejas, y lindaba con un pasillo y luego el muro que separaba los ritos Umbanda de nosotros. Entre el tamborileo y los gritos no humanos que empezaban a declinar, logré escuchar algún tipo de rasguño sobre la puerta de atrás de la casa, cuya parte del jardín lindaba con un terreno baldío. Pánico feroz. Inmovilidad total en mi cuerpo. Temblequeo interno. Imposibilidad de pronunciar palabra alguna.

Hasta que el sonido de esas uñas erosionando la superficie de la madera fue sepultado bajo una capa de música ritual proveniente del templo de al lado. La sinfonía del horror a dos tiempos me provocó un desmayo. O al menos supo borrar el episodio siguiente de un coletazo demoledor. No tengo recuerdo ninguno al respecto.

9.

Una de las actividades que solíamos hacer para pasar las tardes era construir máquinas. Cajas de zapatos, botones de camisas oficiando de pulsadores, ramas, pedazos de animales muertos, cables delgados uniendo los componentes, tubos sobresaliendo de uno de los extremos de la caja a modo de disparador láser. Eran algo así como artefactos tecno-animistas.

Uno de esos aparatos que realizamos fue el Detector de Fenómenos Extraños. Afirmábamos que estaba capacitado para identificar fantasmas, seres de otros planetas, pistas por dónde aparentemente había pasado el Hombre Gato, y otras encarnaciones alucinadas debido al cine clase B, a los terrores de la calle y, primordialmente, a la virginidad.

Todo concuerda era la frase que repetíamos una y otra vez, por las tardes, atando cabos sueltos mediante una lógica abductiva, paseando el artefacto por toda la casa, deteniéndonos en rincones, detalles, picaportes, porciones de pasto quemadas por el sol, huellas sobre la tierra del jardín, piedras de colores extravagantes.

Luego fuimos por más. Empezamos a detectar irregularidades a lo largo de la cuadra donde estaba la casa de mis tíos. Doblamos en la esquina e hicimos lo mismo en toda la manzana. Concluimos, en función de los resultados expresados por el Detector, que nuestra cuadra, de las cuatro, era la más extraordinaria, donde solían manifestarse todo tipo de anomalías.

En principio, nos lo explicamos relacionándolo con el templo de al lado. Pero había algo más: la cuadra donde estaba la casa de mis tíos era, sin dudas, algún tipo de centro energético universal, una sucursal del siniestro galáctico, el lugar elegido por una logia heterodoxa para montar el espectáculo de las creencias para sus creyentes, entre otras cosas. Y por eso los Umbanda habían decidido montar un templo allí. Todo eso concluimos.

10.

Una tarde, a la hora de la siesta, caminamos cuatro cuadras hasta la casa de la tía Adelaida, sobre la avenida Fernando del Toro: además de pileta tenía teléfono. Luego de los saludos chicos cómo andan bien y vos tía dijimos que teníamos que hacer una llamada. Así fue como Leandro llamó a una de sus compañeritas de inglés y la invitó al cine para la tarde siguiente. Y que fuera con una amiga porque estoy con mi primo. Yo. Todo bien y quedamos en encontrarnos al día siguiente, los cuatro, en el anden de la estación Monte Grande, vía Constitución, a las tres de la tarde.

En el camino de regreso hacia la casa de mis tíos había alegría, excitación y miedo. Nos pasamos el resto del día tramando estrategias, modos del habla, posturas al caminar, si fumaríamos o no, si deberíamos pagar las entradas de ellas, si ir a comer o tomar algo antes, qué hacer después cuando saliéramos de ver la película, qué película ver. Ellas eran más grandes, tenían dieciocho, nosotros cinco menos, y no queríamos que quedara en evidencia nuestra inmadurez. Ése era nuestro Hombre Gato interior raspando con sus garras la madera de la inseguridad, guardada en una cajita de zapatos con cables que no conectaban absolutamente nada.

11.

Cena familiar: tíos, mi primo, otros tíos y otros primos que habían pasado a visitar. Leandro les había contado que al otro día iríamos al cine con unas chicas más grandes. La mesa se transformó de repente en un tablero donde los chistes verdes y las bromas pesadas eran las bases de un juego adulto poco preciso. Uno de los parientes más jóvenes nos ponía fichas para mojar la nutria, decía él. Y que luego le contáramos.

Claro, si todo salía bien, en teoría podríamos tener sexo, al parecer. Las condiciones de posibilidad estaban dadas. Así funciona el planeta Tierra y sus soldaditos de carne y hueso, uno lo aprende un tiempo después. Pero en ese momento, el solo hecho de saber que las cosas hubieran podido rumbear para ese lado amplificó el peso específico inseguro de las circunstancias. No necesariamente del hecho en sí, si es que el capítulo del sexo comenzara en mi vida, sino aun más el volumen de las expectativas del otro.

En la cama, con la música africana y los gritos rituales y los chillidos de los animales sacrificados como banda de sonido, boca arriba y mordido por el zombi del insomnio, pensé: ¿cómo sería tener una cita real? ¿cómo debería actuar? ¿cómo pasaríamos de la pantalla de una conversación acerca de la trama de una película que acabábamos de ver a una de desnudez, besos, caricias y penetración? Tenía dos parámetros distintos: la sutileza con que Sylvia Kristel danzaba con otros cuerpos en Emmanuelle o el pragmatismo frío de Peter North en Hannah does her sisters. ¿Cómo funcionaba el mundo real?

12.

A la mañana siguiente, mi tía nos había preparado el desayuno. Tomé algunos sorbos de chocolate con leche helada, pero casi ni probé bocado. Mis reflexiones a esa altura circundaban un hipotético plan B, es decir, cómo articular un relato en el caso de que las cosas no se dieran, que no hubiera contacto sexual alguno o que si lo hubiese la situación no fuera del todo narrable. Misma disyuntiva: la reconstrucción de los hechos debería ser un calco de algún episodio de los films eróticos o una reinterpretación menos hardcore de ciertos fotogramas del cine porno que solíamos ver en la video casetera.

Las conjeturas silenciosas, en la mímica de la alimentación, se vieron suspendidas debido a los gritos de mi tío, que entró a la casa por la puerta principal diciendo anoche violaron a una chica acá a la vuelta, dicen que fue el Hombre Gato.

13.

Antes de calzarme la remera (una de Garfield con cuellito de colores), la acerqué al detector para corroborar que todo estuviera en orden. No quería acarrear ningún tipo de fenómeno extravagante en mi primera cita. Y menos aun con una chica más grande, que probablemente se diese cuenta si algo no hubiera estado en los términos de la normalidad. Que la brujería quede en esta casa, me dije.

Salimos con Leandro en dirección a la parada del 501. Tardó más de diez minutos en venir. Llegamos a la estación quince minutos tarde. Mientras subía las escaleras que nos dejarían en el andén vía Constitución, mi corazón latía con el beat de una canción de Atari Teenage Riot.

Ya en el andén, vimos que las dos chicas estaban sentadas en un banco, conversando y tomando gaseosas. Cinthia, la compañera de inglés de Leandro, Coca Cola. Analía, su amiga, Fanta sabor naranja.

Nos presentamos. Saludamos. Analía me pellizcó un cachete y las dos rieron. No supe si se trataba de un indicio positivo para lo que restaba de la jornada o si había retrocedido dos casilleros y tenía que esperar un turno, incluso antes de empezar a mover las fichas.

14.

Tren. Dos asientos de dos, enfrentados. Ellas en uno y nosotros en el contrario. Como dos equipos que se estudian antes de que el réferi anuncie el comienzo de algo.

Alguien deja un paquete de tijeras e hilos sisal sobre mi apoyabrazos. En un acto de rebeldía extraña, en la pantalla de mi incomodidad, lo empujo con mi codo y cae al suelo, y digo no me importa, con una actitud pseudo punk, infantil, que fue leída como una reverenda pelotudez. Debido a los comentarios de las chicas, que me decían están trabajando, no seas malo y cosas por el estilo, tuve que recular, humillar mi acto condenadamente pequeño cuyo objetivo era, sin más, llamar la atención, y levanté el paquete ubicándolo donde lo había dispuesto originalmente el vendedor ambulante.

15.

Caminando por Lavalle, entre la verborragia de Cinthia y Analía, y los pasos precipitados y torpes de Leandro y míos, se decidió ir a ver la película Batman, la primera, que fue dirigida por Tim Burton y donde actuaban Micheal Keaton, Jack Nicholson y Kim Basinger.

Luego de un acto confuso, nosotros pagamos sus tickets. Entramos a la sala. Nos sentamos en este orden: yo, Analía, Cinthia y Leandro. Es decir, las condiciones estaban dadas para lo que nos habíamos propuesto.

Empezó la peli. A los diez minutos pasé mi brazo derecho sobre el respaldo del asiento de Analía. Mi idea era que se abstrajera de Batman y que empezáramos a besarnos desaforados, como solía suceder en las películas norteamericanas. Pero no. Analía seguía capturada por la trama, riendo a carcajadas como si mi existencia fuera de la misma naturaleza que la de un potus en una habitación bastante grande donde otras decenas de plantas comparten el espacio.

Desde el extremo opuesto del cuarteto, observé a Leandro asomarse con una expresión de desidia bastante similar a la mía. Estábamos espejados en la perplejidad. Todo lo que habíamos soñado, incluso los pasajes pesadillescos, comenzaban a adoptar una forma mutante que poco tenía que ver con el placer.

16.

Cientovientipico de minutos después terminó la película y salimos afuera. Ellas aún se morían de la risa con el recuerdo reciente de las morisquetas que el actor Jack Nicholson había exagerado para interpretar a su personaje y nosotros moríamos por otra cosa: el contacto de nuestros cuerpos desnudos con ellas, algún tipo de frotación erótica, algo así.

Vamos a tomar una cerveza, dijo Analía envalentonada y risueña. Vamos, dijo Cinthia. Dale, dijimos nosotros a dúo, coreando cuatro letras donde en realidad debía leerse, en silencio, como: si no pasó en el cine, ¿acaso dónde?

17.

Luego de caminar unas cuantas cuadras, llegamos a un bar del centro llamado Floyd. Nos sentamos en una mesa que daba a la calle. Trajeron dos cervezas de litro, cuatro vasos, un recipiente con maníes y un cenicero.

En eso observé que Cinthia empezó a hablarle a Leandro cerca de su oído. Están acercando demasiado sus cuerpos, pensé, eso es algo bueno. Hasta que Analía agarró mi mano izquierda que yacía muerta por el horror de lo nuevo. Se aproximó a mí y me preguntó: ¿qué querés pendejo? ¿tocarme? ¿chupármela? ¿metérmela? ¿vos sabés realmente lo que querés? Sí, respondí, pero probablemente no me haya escuchado porque ella, Analía, y Cinthia se eyectaron de sus asientos al ver llegar a dos chicos bastante facheros, que seguro tenían veinte, o más y comenzaron a rodearlos como si se tratara de una ceremonia avícola.

Leandro y yo quedamos tildados, cual ceremonia karateca donde nos hubiera tocado el cinturón blanco y los maestros estuviesen evaluando la posibilidad de que Analía y Cinthia les sacaran sus cinturones negros con los dientes.

Ahora venimos, chicos fue lo último que les escuchamos decir antes de verlas entrar a Floyd con ellos.

18.

En el tren, volviendo desde Constitución hacia Monte Grande, casi no emitimos palabra alguna. No comentamos los detalles del trayecto de subte hasta la estación terminal, el pequeño desvío que podría haber causado si hubiésemos seguido conversando con el chabón de la guitarra que tocaba temas de los Abuelos. Porque para nosotros todo era así, nuevo, germinal, inédito.

Pero estaba claro que no había pasado nada con las chicas. Y nos abrumaba el día de mañana. Tener que contarles a todos lo que había sucedido. Colmar expectativas de sensaciones que aún ni siquiera sentíamos.

Cuando bajamos del tren hicimos un pacto: al otro día haríamos un relato en el almuerzo que lograra condensar todo lo que habíamos aprendido de los VHS. Mezclando drama, sexo e intriga: lo que todos buscan de la vida, decíamos.

19.

Llegamos tarde a la casa de mis tíos. No hubo tiempo para pasar la video casetera a la habitación. Nos dormimos profundamente.

20.

Al otro día, cuando nos despertamos y fuimos a sentarnos a la mesa, toda toda la familia esperaba nuestro anuncio de lo que hubo pasado la noche anterior. Tíos, tíos segundos, tíos terceros, amigos de los tíos segundos y terceros, primos no muy cercanos (que funcionaban como tíos cuartos, quizá). Silencio.

¿Entonces?, preguntó uno de esos primos tan lejanos como el Himalaya.

Leandro miró hacia abajo. Yo, en principio, también. Hasta que solté las riendas. Y dije.

21.

Sentado en la mesa respondí

¿Entonces? Nos encontramos con las chicas, eran cuatro al final. Fuimos a ver una peli que no viene al caso, seguro ustedes no la vieron, seguro que ustedes no suelen ver películas. Ahí mismo, en el cine, empezamos a besarnos, dos con cada una. No sabíamos cómo controlar la cosa, teníamos miedo de que una se pusiera celosa de la otra. Pero afortunadamente eran bastante gauchitas y se bancaban el manoseo a dos puntas. Entonces con Leandro dijimos, tenemos que ir a algún lugar más tranquilo para satisfacer a estas fieras. Y pensamos que el mejor lugar era la cocina. Fuimos los cuatro hacia allá. Claro, mientras pasan una película, ¿quién va a estar cocinando? Se cocina antes o después de la peli.

Uno de los tíos segundos preguntó: ¿Hay cocinas en los cines?

Ahora parado sobre la silla respondí

Mirá, en general no, pero en este sí, había. Y nos metimos ahí, los 6. Las chicas empezaron a a besarnos entre las ollas y los manteles plegados, entre los cuchillos y las servilletas. Fue todo muy rápido. Tuvimos sexo. Nos acariciaron. Incluso les mandaron saludos a ustedes.

El mismo tío de antes preguntó: ¿A nosotros? Si no nos conocen…

Ahora parado sobre la mesa respondí

A vos no te conocen porque sos un pedazo de pelotudo. Pero a nosotros, los gavilanes de la noche porteña, nos hacen retratos, nos cantan canciones, nos ofrendan poemas. Esas 4 chicas fueron muy amables con nosotros. Más allá de lo sexual, son muy buenas personas.

Mi tía, la madre de Leandro dijo: ¿estás borracho? bajate de la mesa, por favor; decí lo que quieras pero abajo que estamos comiendo en la mesa y es una falta de respeto.

22.

El Detector de Fenómenos Extraños hacía su shit debajo de nuestros pantalones y remeras cansados. Como siempre, nunca decía nada. Ya toda la fauna de tíos y primos -directos segundos terceros- se habían ido de la casa y sólo habíamos quedado mi primo, mis tíos, los Umbanda de al lado y yo.

23.

Esa noche escuché al Hombre Gato rasguñar nuestra puerta trasera.

Ya sin miedo me levanté,

me acerqué hacia ella y la abrí.

Le dije:

¿Vos sos el Hombre Gato?

Argggghhh!

¡Dale, vamos!

Argggghhh!

Me miró sin atacarme

y empecé a huir hacia ninguna parte

sin él y sin nada ni nadie

escapándome de todo.

*Esteban Castromán nació en Buenos Aires en 1975. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Es uno de los creadores de la editorial Clase Turista . Publicó 380 voltios (Pánico el Pánico, 2011), La perfección de lo imperfecto (Cacto México, 2011), una serie de micronovelas bajo el título Fin (VOX, 2009), participó de la antología Jam de Escritura 2007/2008 (Mondadori, 2008), fue parte del proceso de elaboración del Manual de supervivencia para los días del Gran Desastre (2008) y el apartado Remanente en Horny Housewife Kidnapped (2006). Su novela El alud recibió una mención especial en el Premio Indio Rico 2010, organizado por Estación Pringles.

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