Compartimos aquí el texto que Juan Carlos Kreimer leyó en la edición de julio de “Esto no es ficción”. 

1
Es en Harrods. Vamos a dejarle una carta a Papá Noel. Me tiene sobre las faldas cuando descubro que debajo del pijama rojo asoma el cuello de una camisa. Te habrá parecido, dice mamá. No le respondo. Mamá no existe. El carro escolar nos lleva al jardín de infantes, a los que hacemos lío Ponce nos amenaza con tirarnos a un pozo ciego. Juancho, mi amigo, mira a su papá limpiar un pozo ciego, se cae y lo sacan recubierto de mierda. De una piña le rompo la nariz a Antonito, el chico de enfrente, no hay ningún motivo para que le pegue. Tengo errores de ortografía. De un día para otro la chica del ómnibus que me gusta deja de venir, otra que baja después me hace burla. La tía Jaroise tiene dos pelos que le salen de un lunar en la mejilla. Escucho que mamá grita y abro la puerta de su dormitorio, papi se da vuelta y me clava los ojos rojos. Sujeto, verbo, predicado. La muchacha de casa llora arriba, en su cuarto. Leer es jugar solo. Unas vecinas, de la misma edad que mi prima, me dicen: Vení a ver algo en el jardín del fondo, una se levanta la pollera y me muestra la cola, otra le pega con una ramita, las demás no respiran, yo no puedo dejar de mirarle una mancha de nacimiento. Me aburro, qué hago aquí, escribo en el margen del cuaderno de 3er grado. Cuando viajo en el tren, a cada uno le invento una historia. Algunas cosas mejor no las digo. Vi quién se metió en el bolsillo las bolitas transparentes. En casa piensan que no me doy cuenta. Redacción, regular más.
—Yo te la hago para que veas cómo se hace. — Mamá las escribe, yo las paso al cuaderno de clase con mi letra más pareja. Nos ponen Muy bien.

*

Un ojo en mí capta detalles que nadie quiere que se vean. Arma mundos paralelos. Historias no del todo ajenas a lo que vivo. Muchos chicos y compañeros de la escuela se apartan cuando les hablo de estas cosas. Cortala, me repiten. No puedo: salen de mi forma de ser. Por momentos, o épocas, las vivo como una tara. Un poco me asustan, claro. En muchas ocasiones me llevan a pensar cosas que me quedan grandes. Al pasar por la juguetería ninguno de los autitos Matchbox que le pido a Papa Noel me interesa más. Mamá insiste con que al menos escuchemos uno de los villancicos que cantan en la puerta. Me suelto de su mano.

*

Demasiado soñador. Mis viejos recurren a esas dos palabras para descalificarme o justificar ante otros que no soy como los demás chicos. No les gusta mi manera de razonar y comportarme. Está ido. Tiene un mundo propio. Se distrae, no presta atención. Padece síndromes atencionales, esto lo apunta un psicopedagogo escolar. No se adecua a las pautas educativas. Es muy rebelde, se queja la de inglés. En su momento no entiendo esos comentarios como elogios precisamente.
Una prima lejana, muy esotérica, quiere calmarlos:
—Le cuesta encarnar —dice.—O quizás sea un alma vieja.
—Tiene voluntad perezosa —diagnostica un médico. —No hay píldoras para los hechizados por la luna de Valencia.
—Tenés que esforzarte. Cuando ves que la mente se está yendo, traéla de vuelta —me aconseja mamá. —Mirá cómo hacen los demás chicos. Imitalos.
El viejo es más rotundo:
—Si no lo haces ahora que te estás desarrollando, después será tarde: no podrás manejarlo…
— Te lo decimos por tu propio bien —ambos.
Son grandes. Supongo que, más allá de los reproches, saben de qué hablan.
Me resisto a entender las situaciones como ellos quieren que las entienda. Cuando les doy el gusto, se tranquilizan y me sacan los ojos de encima. Hasta el siguiente corto circuito. Con todo, tengo conciencia de hasta dónde puedo dejarme ir. No dejo que ninguna situación se vuelva catástrofe. Desobedezco para serme fiel.

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Su mirada me hace sufrir. Acumulo esa carga. Me pasan muchas cosas, de todo tipo, todas van a parar a un mismo embudo: quebrarme la coherencia que tengo hasta segundos antes. Las referencias que me sostienen se van a pique. Escribo como antes lloraba. Para levantarme tras el porrazo. Al dormir un yo se va y viene otro. Eso busco. (1962)
Si supieran que en ese yo u otro yo al que tiendo a obedecer está lo mejor de su hijo y se convertirá en el soporte para casi todo lo que emprenda, seguro dirían que soy un soñador con un tono menos lapidario.(1983)

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(de La sana del niño porno) El chico duerme abrazado a la mucama, mejor dicho entre sus brazos. Ella lo lleva a pasar las vacaciones a casa de sus padres, en el campo. Ocurre naturalmente, no hay otra cama. En casa del chico cada uno tiene la suya, ella ocupa la del cuarto de servicio, se sube por el garaje. En la casa de ella no hay sillones. Y el piso es de tierra apisonada. En cada respiro su panza se infla y desinfla, el chico lo siente sobre la suya. Recorre toda su piel con la punta de los dedos, pasa la lengua por su pecho, huele su sudor, ella dejó abandonada una pierna sobre las de él. La escena puede haber ocurrido a la hora de la siesta, el chico la recuerda con nitidez. O bien de noche. Una o varias veces. Gozó más que nunca. Solo con estar ahí. Al volver, algunas tardes siguen haciéndolo. Le parece natural que sigan durmiendo juntos.

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¿Importa si estas secuencias ocurren tal como las cuento o derivan de lo que hubiera podido ser? Para escribirlas necesito creer que en algún lugar sucedieron. Permitirme ir más allá de lo que pudo haber sido, probar hasta dónde logro estirar la frontera entre la verdad y lo verosímil. Sigue el escrito..

*

Ella duerme, el chico ni siquiera tiene que hacerse el dormido. Mientras no mueva el cuerpo ni salga de su abrazo, puede realizar cualquier movimiento. Baja la mano hasta donde termina su camisón y la sube imperceptiblemente, sin rozar su pierna, sola se le desliza hacia los pelitos y los toca. Él todavía no tiene. Los de ella son muy suaves, se dejan acariciar, se van abriendo, él llega hasta la piel. Sus dedos descubren una zona de pliegues, muy húmeda. Recogen algo de esa humedad e instintivamente la llevan a la boca. Su lengua no conoce ese sabor, no sabe lo que está probando. Es algo de este mundo y de otro.

*

Mi censor interno tiende a descartar otros detalles significativos. ¿Cómo hablar de lo que me produce ese contacto —en verdad, lo que le produce al chico de cinco años que está en la cama de la empleada? El chico no sabe qué palabra se usa para decir eso que siente.
No quiero hablar de ningún pecado, ninguna violación a un menor, ningún niño herido, ni siquiera del amor genuino que aquella muchacha pudo sentir por mí. El umbral de libertad que descubro ese verano no se cierra más. Todavía no escribo desde ahí. Pero ya vivo ahí.
Nunca podré olvidar ese rancho, contar que para ir al baño debo salir al patio y caminar hasta una casilla de madera. Hay solo un agujero en el piso, papeles enganchados en un clavo, la puerta no cierra del todo. Las rendijas dejan ver afuera. La escena es recurrente en mis sueños. Intento volver a esa letrina “a través de” el lenguaje y no logro nada que se asemeje al asco de estar parado ahí.

*

Lo hago a escondidas. Sobre las mismas hojas de carpeta que uso para el colegio. Con la misma letra. Acostumbro a dejarme ir por mis abstracciones con el libro de Geografía de 3º abierto en la cuenca hídrica. Anoto lo que se me ocurre en formato de cuadro sinóptico. Hacerlo me resulta tan mío como mirar por la ventana.
— Se empieza por ahí y nunca se sabe en dónde termina, miralo a Enrique… —Mamá se refiere a un primo escritor, único antecedente familiar en el descarrilamiento. Lo consideran un bohemio. Bohemio = piantado.
En el grupo de amigos despierto la típica sospecha varonil: poemas= medio putito. ¿Qué más habrá detrás de esa sensibilidad? Jamás les doy a leer nada. A las chicas sí les gusta saber que escribo, todas esperan que les dedique unos versos.
Los poemas y pequeños relatos que armo crean puntos de contacto con lo real, con algo que ocurrió o con alguien cercano. O conmigo. En uno transcribo un sueño que me horrorizó no solo al soñarlo. Con el cuchillo de mango negro que hay en el cajón de la cocina, le corto el cuello a mi mamá. Ella no dice nada. Antes y después hay otras oraciones. Quiero que el personaje del cuento se despierte y huya sin saber a dóonde va. Al escribirlo siento que me robo el sueño, me robo el sueño. No termino de desarrollarlo, lo recuerdo y me digo no, no puede ser posible. Doblo la hoja por la mitad y la pongo entre la tapa y el forro del cuaderno. El cuaderno cabe justo entre el fondo del placar y la pared. Ponerlo es fácil, para sacarlo hay que traerlo con el mango del plumero. Es lo que debe haber hecho Mamá.
— ¿Cómo pudiste imaginar eso? ¿Qué hice para que quieras matarme…? —me pregunta. Miro al piso. Cree que no le quiero responder y se horroriza aún más. —Por Dios, decime que lo inventaste…
— Bueno, lo inventé.
Mamá pone cara de no creerme. A partir de ese día, mi mayor problema no es lo que escribo, sino dónde lo escondo. Error. El mayor problema es que, al escribir, se me para un Pepe Grillo en el hombro y parlotea: Cuà cuà mejor no lo digas cuá cuá… Esto no les va a gustar que se sepa cuá cuá…. Esto te expone demasiado cuá cuá…Dirán que no fue tan así… ¿De dónde lo sacaste?
Acomodo los hechos descriptos, o recreados, para evitar inconvenientes.
Mmmmhhh.

2
(de Voces sin lengua). Puedo volver tarde, no decir dónde estuve, ya no me controlan. Camino. A medida que avanzo por la ciudad-noche, se me suceden pantallas mentales que poco o nada tienen que ver con lo que ocurre y veo afuera. Imágenes, vivencias, frases imprecisas que no sé a quién corresponden, ni cómo se me ocurren… Nunca en mis diecisiete años lo que imagino se vuelve tan real. No cabe en las décimas ni en los endecasílabos como los que me obligan a memorizar en el colegio, ni en ninguna estrofa de cuatro líneas. Es algo que al escribirlo no pertenece a ningún género.
Algo que me mira, nivel al que me lleva (al que me trae), coraza que atravieso, este lugar… (1963)
Algunas palabras, al estar juntas, parecen movilizarse hacia otras significaciones, provenir de otra conciencia.

*

Más que hablarme con voces sonoras, las imágenes se me presentan como fonemas subliminales y piden palabras que las fijen como brotan. Intento entender de qué se trata, atrapo esas avalanchas como se presentan. Entro en cualquier bar y antes de que me sirvan una cerveza, sobre una servilleta, mi mano trascribe (traduce) lo que ocurre detrás de mis ojos, o debajo, o antes… O encima, o adentro… ¿Adentro del adentro? La imaginación es un director de cine muy loco, me digo mientras lo anoto.
—¿Decía…? — se sorprende el mozo.
—Nada… hablo solo.
Ya entonces.
Termino la cerveza. Se me superponen más preguntas:
¿Quién me habla? Si hay alguien ahí, ¿por qué no respondés? ¿Desde dónde me llegan estas imágenes? ¿Qué produce esta voz sin lengua? ¿En qué oído la estoy escuchando? ¿Qué revela lo oculto? ¿Escribir es una prolongación de lo que pienso? Esto nunca lo pensé y lo estoy escribiendo.(1964)
Los signos de interrogación me parecen insuficientes para despejar esas incógnitas. Vuelvo a la calle-noche. Más relatos imaginarios me siguen interpelando en ese espacio detrás de los ojos.
Medio siglo después, el hombre que hoy escribe esto —tras kilómetros y kilómetros de renglones tipeados por estos dedos— tampoco encuentra respuestas. Mi pensamiento aún es incapaz de captar todo lo que hay en cada pensamiento. Escribo para comprenderlo. Cuando lo quiero explicar, los conceptos llegan a una zona de neblina y se desdibujan. Igual que cuando a los diecisiete años apoyo el vaso de cerveza sobre la servilleta y la humedad que desciende por los bordes borronea la tinta de lo escrito con la birome.

*

El manual de la Remington portátil del viejo está varios años sin que nadie, excepto yo, lo saque del estuche. Contiene información técnica, consejos para mantenerla limpia y para aprender a escribir con los diez dedos sin tener que buscar cada letra. Sugiere, además, que al copiar algo conviene poner el original a la izquierda, no aclara por qué no a la derecha. Y que cuando componés (composing, dice) no mires dónde golpea el tipo de cada letra sino la oración anterior. “Su atención puesta en ella”, informa el manual, “es la que inspira la siguiente”. Aprendo a escribir al tacto, nunca saco la vista de las palabras que van apareciendo.

*

Algo en algún lugar está mal. Algo se ha roto, olvidado, perdido. Algo hace que el resto de todo lo que ocurre no encaje del todo. O viceversa. Algo me pide que lo tenga en cuenta. Nadie escribe para decir que todo está en orden.
Estoy solo y necesito contárselo a alguien. ¿Dónde estás?
Hay una dimensión de la realidad que mejor no nombro y me autocensura. Decir lo que veo puede significar un prontuario en los Servicios de Informaciones del Estado. Para mis padres, que explicite lo que siento debajo del pantalón, mis ansias, me convierte en pajero; si lo hago con estilo, en pornógrafo: si salgo con mujeres, soy un putañero. Levantar la alfombra del living de casa sería traicionar un pacto tácito de lealtades. Si lo pongo por escrito, peor. El único escape de ese sin salida es irme por la imaginación. Dejar de ser éste y ser otro. Otros. Poner en su boca lo que no me atrevo a decirles. Ahí puedo mostrar con menos riesgos cualquiera de las múltiples personas que soy.
Me hablo en silencio, después desacelero el pensamiento a la velocidad de la mano, pienso a medida que escribo, trato de no adelantarme. Escribir es más fácil que pintar o hacer música.
Una tristeza muda me acompaña desde que me acuerdo, aunque sonría y me veas alegre. Algo aún me lastima sin que le encuentre motivo real. ¿Dónde fue que se me complicó todo? ¿Cuándo salí del rumbo? ¿Cuál es el misterio a revelar? ¿Qué debería encontrar para dejar de buscarlo?
Tiene que ver con el amar, el aprender, el dar y recibir, me dice Enrique Pichon Rivière. Pongo cara de no entender. Para que sea encuentro, todo encuentro debe ser un reencuentro, me explica. Lo nuevo solo entra por lo conocido.
Quiero que me quieran. Que estén cerca. Necesito que me vean.
(1970)

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Albert Camus llama Carnets a este tipo de disparo hacia adentro. Poco después de su muerte se publican en forma de libro. El orden no está dado por las fechas ni el sentido. Hay otros libros similares, la mayoría de novelistas y pensadores famosos, en los que presentan ideas en crudo, esbozos de historias, argumentaciones, descripciones de algún personaje, comentarios… Los leo como lo que son: exploraciones en borrador, ayuda memorias, intentos de congelar algo que se les cruza o surge tal vez mientras están escribiendo otra obra. No son aforismos para gustar, ni atrapan. Se les llama entradas. Entradas a lo aún no dicho, entradas para convocarlo. O tomas (del inglés takes) como en el cine.
Empiezo a anotar las mías en un cuaderno Laprida de tapas duras. Al principio lo uso para pasar papelitos y servilletas, poco a poco me animo a sacarlo del fondo de la biblioteca, donde lo resguardo de las requisas familiares, y lo llevo conmigo. Escribir en él me hace sentir parte de los que ya lo hacen en serio. En algunos bares veo que no soy el único. Cuando me encuentro con alguien, cada uno pone el suyo sobre la mesa, como si fueran revólveres.

El acoso textual es permanente. En las épocas en que no tomo notas, la abstinencia se me vuelve insostenible. Guardo esas palabras-señales en archivos que agrupo bajo los tópicos más diversos, nunca sé de antemano qué poder de fuego llegarán a tener alguna vez. (1988)
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(De El mejor será el próximo) Frente a cualquier formulario que me pregunte la profesión, dudo. ¿Conviene revelar o poner un genérico que llame menos la atención? Periodista, editor… O me oculto bajo categorías impositivas, docente, comerciante… Ninguna de esas vacilaciones me produce el vértigo que me da preguntármelo. ¿Lo soy? Haber publicado libros, pasarme muchas horas haciéndolo, nunca termina por habilitarme en lo íntimo. Referenciarme como escritor me convoca la imagen de haber entrado por la ventana, todavía. Alguien que está adentro me cuestiona: ¿qué hacés acá? ¡Estafador!
Y en las temporadas en las que me desenchufo y no escribo, ¿sigo siéndolo? ¿Se puede ser ex escritor?
Como un hijo, un amigo, una persona amada, una psicoterapia, una militancia, un empleo… escribir me implica una relación. Abrirle y sostener un espacio a lo largo de los días, las noches e incluso de los tiempos en que mi mirada funciona en paralelo a lo que esté ocurriendo.
Tomar la decisión o dejarse tomar por ella paulatinamente establece un vínculo. Empezás a interactuar con el escribir. Perdés la noción de frontera entre quién sos, o es tu vida, y los relatos (o posteos) que construís sobre la pantalla. Sos lo que hacés. No pensás, escribís. Sos un ciclista que continúa pedaleando sin tener muy en claro lo que representa su camino.

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Dicen que si te gusta un autor mejor no lo conozcas en persona. Quedate con la imagen que deja al leerlo, o a través de alguno de sus personajes. Te puede atraer demasiado, o desilusionarte, y después no podrás leerlo de la misma manera. Encontrarlo aquí es perderlo ahí. Dicen.

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Escribo para ordenarme. El acto narrativo le da una forma a mis flujos mentales. Un texto es una forma, una manera de organizar algo. Algo, confuso, amorfo, que atrae mi atención y me mete en él.
Miro el mundo a través de lo que escribo. Solo así puedo soportarlo.(1967)

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Escribir es una capacidad diferente. Implica, antes que nada, asumir que lo percibido puede tener algún mensaje. Aunque no lo vislumbre. Al escribirlo ni después. Y aceptar que puede ser contradictorio, no representativo de lo que creo, o repulsivo.
Hacerlo para llegar a otros, para que eso me subvencione (y a los míos), para que me dé fama, o al menos una identidad, no es mi zanahoria. Ya dejé de querer saber qué hay en esta fuerza que me rapta.
Hasta hace muy poco, lo consideraba pasión. Palabra elegante, ¿no es cierto? Justifica cualquier tipo de arrebato. La euforia deja sin palabras todo razonamiento lógico racional. ¿Quién no ama tener una pasión?
No la llamo más así. En mi caso —de ninguna manera aludo a otros que puedan quedar incluidos— encubre otra característica: obsesión. Quedar pegado. Siempre ir por más, y si no aparece ese más, al menos seguir buscándolo.
La obsesión me hace creer que ninguna de las otras actividades vitales y de relación en las que empleo o pudiese emplear mi tiempo despierto tiene tanta importancia. Si no escribo se me produce síndrome de abstinencia, la voz suplicante pide algún tipo de sustancia o bebida que la aplaque. Cuando baja o se me aleja el efecto de haber terminado un escrito, ya pienso en el siguiente. “Sindrome del no no-escribir” llama Jacques Derrida al no poder dejar de hacerlo. En Sobre Sánchez, Osvaldo Baigorria cuenta el precio que Néstor Sánchez pagó para suprimirlo.

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Entre esos fragmentos que me quedan entre los pensamientos a partir de lo que me entero, vivo, imagino, leo o me cuentan, de repente uno toma cuerpo y empieza a argumentarse. Hay algo en esto, me digo, sin saber si funcionará o no, ni cómo haré para que sí.
— ¿Estás en otra cosa, mi amor, no?
La obsesion me acompaña a la cama, se ducha conmigo, repiquetea sobre cualquier tipo de actividad, toma su ruta —mi olvido. Otra día reaparece y me muestra que en el trascurso engarzó otros fragmentos compatibles, ideas, escenas afines…
— Si me dejás enfriar, me perdés —me amenaza La Idea. — Me desintegro.
Anoto palabras y frases claves, las agrupo en archivos como éste. Pero la prueba decisiva es una: animarme y ver qué pasa. Mientras no lo haga, me remuerde y carcome.
Alguien parado detrás me lo susurra con mi propia voz por encima del hombro. Y lleva a preguntarme: ¿Cómo determinar si mi ego, mis deseos soterrados de ser reconocido, mi necesidad de escribir y publicar para ser alguien (¿quién… aquél que quería ser…?), no me están emboscando en otro espejismo? Si no sigo la corriente me invade una sensación mayor de haber extraviado algo. También suelo preguntarme si escribir mucho no es una señal de estar deprimido…
Convivo con muchas contradicciones, creo saber lo que quiero escribir… parezco bastante normal, pero, de veras, no lo soy.

 

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