En nuestra reciente sección de Prólogos ya compartimos textos de Leila Guerriero y Jorge Carrión. Hoy es el turno de Jorge Fernández Díaz, quien se encarga de introducirnos a Adorables criaturas, el libro del periodista Rodolfo Palacios, que se presentará en la Fundación TEM el martes 12 de junio a las 19 horas.

Cierta vez hubo en la Argentina un grupo inarticulado y secreto de periodistas que le rezábamos todos los días al santo patrono de los cronistas policiales: Emilio Petcoff. Aquel viejo bohemio del periodismo, erudito de bajo perfil y notable narrador de noticias criminales vagaba como un fantasma ilustre por distintas redacciones dejando textos, discípulos y enseñanzas legendarias. Lo curioso es que se trataba de un gran escritor sin obra ni reconocimiento, un Borges anónimo de la crónica roja: sus mayores proezas las había perpretrado cuando todavía los diarios no le permitían la firma a sus redactores.

Existía, sin embargo, un puñado de grandes crónicas que había publicado en “Clarín” durante los años ’80. Una fotocopia de ellas pasaba de mano en mano, como una secreta consigna, e iba conmigo a todas partes. Hasta que se perdió en una mudanza. Me dicen que después desaparecieron incluso los originales del archivo de la calle Tacuarí. Desde entonces, cada vez que recuerdo públicamente al maestro (muerto en 1994) rememoro su estilo, defiendo su concepto artístico del periodismo callejero y cito de memoria el comienzo antológico de una crónica que Emilio escribió en el día, mientras se fumaba varios cigarrillos y antes de escaparse al bar de la vuelta a tomar unos vinos y a charlar con los atorrantes de siempre.

Hace dos semanas un periodista mucho más joven, que no conoció a Petcoff pero que ya forma parte de su prestigiosa estirpe, me sorprendió: había recuperado por fin aquellas crónicas perdidas y me enviaba el comienzo tan mentado. Descubrí al leerlo que era incluso mejor que como yo lo recordaba: “Para que un hombre pierda la cabeza, existen variados y probados procedimientos entre los cuales pueden mencionarse la guillotina, la cimitarra o las mujeres, no necesariamente en ese orden. Pero el señor N.N. cuya fragmentación anatómica apareció en un basural cercano al Golf Club de Caseros parece haberse empeñado en destruir el axioma según el cual un ser humano no puede estar en dos lados al mismo tiempo: no solamente fue hallado en estado de acefalía, sino desprovisto de sectores corporales generalmente considerados útiles”.

El periodista que rescató del olvido este material se llama Rodolfo Palacios, y ya me había sorprendido con su crónica minuciosa y escalofriante sobre Carlos Robledo Puch, el múltiple homicida que vive y espera en la penitenciaría de Sierra Chica. Palacios acomete, un año después, otro libro cuyo título lleva el sello irónico y luctuoso de Petcoff: “Adorables criaturas”. Trata sobre ladrones y asesinos.

Confieso que leí con total fascinación las piezas que componen este rompecabezas de la muerte y la transgresión. La pasión de Palacios por esos seres extremadamente peligrosos (los delincuentes más paradigmáticos de la criminología argentina) es realmente contagiosa. Rodolfo jamás juzga. Pero tampoco duda en inmiscuirse a fondo en la vida cotidiana y en la memoria de esas figuras estelares del crimen. Se gana sus confianzas pero no para delatarlas, sino para contar con herramientas de periodista y pulso de escritor de ficciones a esos raros especimenes que viven en un mundo exótico, en otro pliegue de la realidad. Palacios se zambulle en esos estanques y nada con sus tiburones, y luego los retrata con diálogos y pinturas psicológicas, y con algo que es difícil de ver incluso en modernos cultores de la crónica: una prosa que desborda vitalidad. Los personajes de estos relatos están vivos, en tiempo presente, algunos parece incluso que nos saltarán al cuello en cualquier momento.

En las páginas de “Adorables criaturas” regresa Robledo Puch. La primera línea define el estilo de su autor: “Lo último que supe de él es que fantasea con volarme la cabeza de tres balazos”. Luego aclara Palacios que “el ángel negro” le confesó ese deseo irrefrenable a “un compañero de encierro, en el sector sanidad de la cárcel…mientras le pedía aspirinas a un guardia”. Lo que sigue también es notable: “El mayor asesino de la historia criminal argentina se rió a carcajadas, palmeó la espalda del otro preso, un veterano ladrón de bancos que una vez enterró un millón de dólares en el gallinero de su madre, y le pidió que me hiciera llegar el mensaje. Se lo dijo así: ‘Mandale a decir a ése que si algún día vuelvo a salir, lo primero que voy a hacer es meterle tres cuetazos en la nuca’”.

Mientras el lector pasa las hojas de este libro se va haciendo amigo de ese cronista arriesgado que usa la primera persona y que acompaña a los protagonistas en su paseo por el infierno. Especialmente asombrosa le parecerá la historia de Aníbal González Higonet, “El Loco del Martillo”. Estuvo 43 años preso, y cuando ya convertido en un anciano inofensivo salió a la calle, Palacios estaba allí para acompañarlo por el nuevo mundo. “El paseo duró media hora –escribe Rodolfo-. El viejo era una especie de marciano que acaba de aterrizar en una ciudad llamada Buenos Aires. Para él, o lo que quedaba de él, todo era nuevo: las autopistas, los autos modernos, las motos, los bocinazos, los negocios, los semáforos, las avenidas…Su mirada no podía abarcar todo”.

Luego Rodolfo traba relación con Yiya Murano, la célebre “Envenenadora de Monserrat”. Es tan honda y veraz la descripción de esa personalidad que nos parece estar dentro de una obra hiperrealista: “Fuimos hasta un bodegón. Entramos del brazo, porque ella siempre se empeñaba en agarrarme y cuando yo me resistía, forcejeaba y decía: ‘¿Te da vergüenza llevar a tu abuelita del brazo? ¿O pensás que te quiero llevar a la cama?’ Era inútil que le remarcara que no era mi abuela. Ella insistía. ‘Este es mi nietito. ¿Vio qué lindo es?’, le comentó al mozo mientras yo la ayudaba a sentarse. En el lugar la conocían. Es más: a las milanesas a caballo con papas fritas las llamaban el plato Yiya Murano”.

Se luce también Palacios callado, con fino oído, reproduciendo diálogos naturalistas de la segunda vida en libertad del odontólogo Ricardo Barreda, que en 1992 mató a su esposa, sus hijas y su suegra. Parecen escenas sacadas de un libro de Highsmith o de algunos cuentos de Carver. “Todo venía bien, una simple charla de rutina alrededor de un plato de sándwiches de miga, hasta que, quizá por la cerveza o porque olvidó que estaba frente un hombre que había matado, la mujer comentó:

-Escuché que un pibito mató a su familia en Mendoza. Yo no entiendo cómo alguien es capaz de matar. ¡Y matar a su propia sangre! ¿Qué locura! ¡Que enferma que está la gente!
“Barreda, que bajó la mirada hacia el vaso de cerveza cuando escuchó el comentario, se levantó con la excusa de ir a cambiar la yerba y buscar un repasador. La mujer siguió:
“-¿Cómo se puede matar? Hay que estar muy mal para quitar una vida.
Barreda volvió silbando.
“-Ricardo, ¿qué opinás del cuádruple crimen de la Plata, el de las cuatro mujeres asesinadas? ¿Habrá sido el karateca, el novio de una de ellas?
“-No sé mucho.
“-¿Y del pibito que mató a su familia en Mendoza?
“-No sé, querida. No sigo los casos policiales. No me gustan. Me cansan. Me quedo con las películas de Trruffaut”.

Hay también una pequeña pero significativa alusión cinematográfica en su increíble encuentro con Luis “El Gordo” Valor, mítico miembro de la superbanda. Es al final, cuando Palacios se va despidiendo y Valor le informa que verá esa misma noche en su celda uno de sus filmes de cabecera: Scarface. “Su escena preferida es cuando Tony Montana dispara con ametralladora a los narcos”. Casi de inmediato, el redactor pinta con melancolía la despedida. “Con el sombrero pueso, Valor caminó por el largo pasillo hacia su pabellón. El habano seguía en su boca, mordisqueado y mojado. Su paso era lento y resignado. Cada tanto, mientras su figura se achicaba a medida que se alejaba, se daba vuelta y saludaba. Lo esperaba un guardia. El gordo saludó una vez más, pero des lejos ya era una sombra. Luego la reja se cerró a sus espaldas ya no se lo volvió a ver. En el pasillo sólo quedó, impregnado en el aire húmedo, el olor a rata muerta mojada”.

Con pluma precisa Rodolfo boceta, a su vez, la silueta humana de “El Líder”, enigmático cabecilla de la banda que organizó el espectacular robo al Banco Río. “El Líder era un hombre de mediana estatura, musculoso, de cabello castaño y ojos celestes. Vestía una remera blanca ajustada, jeans y zapatillas deportivas. En su muñeca llevaba un Rolex auténtico. El Líder no parecía un típico delincuente. En rigor, no parecía un delincuente. Por su aspecto y modales, bastaba trasladarlo a una oficina y ponerle un traje planchado para convertirlo en gerente o empresario”. Más adelante, habla el “cerebro” del asalto bancario más famoso: “Era un robo perfecto. Pero falló por una cosa simple. El factor humano”. Después Palacios nos dice: “El criminal solía planificar el robo mientras fumaba marihuana y pintaba cuadros en su casa de San Isidro”.

Quise mostrar, en este prólogo que parece un trailer, la tradición en la que se inscribe Rodolfo Palacios y el estilo que ha logrado desarrollar. Sus non fiction, que por cierto abarcan muchos más personajes de los aquí citados, jamás caen en manierismos ni en trucos de de la “alta literatura”. Su autor se mantiene fiel a la sequedad y a la economía de recursos del cronista, nunca pretende lucirse con floreos literarios. Y esa estrategia lo convierte precisamente en un escritor en ciernes.

Mientras garabateo estas últimas líneas, de guardia en una redacción ya desierta, pienso que Palacios está a esta hora tomando un café con un sacapresos, o planeando un paseo por una cárcel de máxima seguridad. O tal vez cenando con un ladrón genial, o escuchando el monólogo de un veterano cazador policial de maleantes. Y no puedo menos que envidiarlo un poco. Nunca fui tan feliz como cuando recorría los bajos fondos para emular a Petcoff y meterle arte a la mera crónica de sucesos.

Ese milagro lejano ocurría en aquellos viejos tiempos en los que también nosotros, los escépticos periodistas de Policiales de los grandes diarios, éramos bohemios, gozosos y honrados narradores de lo oscuro. Adorables criaturas.

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