Brevísima historia universal de la no ficción es uno de los apartados que forma parte del extenso prólogo de Mejor que ficción, el libro de crónicas que compiló el escritor Jorge Carrión.

La palabra crónica contiene el tiempo en sus sílabas. Por eso conviene recordar su cronología, que nos remite –una vez más– al griego y al latín: la narración de la historia en el orden de los hechos. La biografía, la genealogía o la historia del poder, porque sus protagonistas son los guerreros, los reyes, la heráldica, los condados y los ducados y los países y los imperios. Mucho se ha repetido que la Crónica de Indias es el gran precedente de la crónica contemporánea de América Latina, pero lo cierto es que esos híbridos de los libros de viajes a lugares maravillosos, las crónicas de las cruzadas y los textos del humanismo italiano, fueron escritos por sujetos imperiales que relataban la conquista y la colonia con la voluntad de justificar sus intereses y sus atropellos. Muchos cronistas de Indias, de hecho, lo eran oficialmente –como sus contemporáneos de Castilla. Y todavía hoy existe la Real Asociación Española de Cronistas Oficiales, que alienta la escritura de discurso histórico, ajena a la deriva del periodismo narrativo. Por supuesto, muchos de aquellos textos de los siglos xvi y xvii poseen un alto nivel literario y, sobre todo, evidencian el conflicto entre la retórica del Barroco y la humanidad, la geografía, la flora, la fauna o la arquitectura del Nuevo Mundo (Hernán Cortés llama «mezquitas» a los templos aztecas). Es decir, son crónicas porque utilizan el lenguaje literario para describir el presente conflictivo; pero todavía están más cerca de la historia antigua que del futuro periodismo.

Durante el siglo xvii se expande por Europa la primera generación de periódicos y durante el siglo siguiente ocurre lo mismo en América. Entre ambos se sitúa la figura de Daniel Defoe, el cronista del Diario del año de la peste, el novelista de Robinson Crusoe y Moll Flanders y el viajero de Viaje por toda la isla de Gran Bretaña. Los géneros no avanzan o retroceden por caminos diferenciados, sino que se solapan por los mismos caminos estratificados, llenos de encrucijadas horizontales y verticales. Percy G. Adams explicó en Travel Literature and the Evolution of the Novel cómo en los siglos xvii y xviii, que son los de la emergencia de la novela europea que sigue el patrón del viaje picaresco (y más tarde de formación), se multiplican exponencialmente los discursos en movimiento producidos por misioneros, embajadores, exploradores, colonizadores y soldados que, al igual que los narradores de la ficción, proclaman la verdad de sus relatos. No es de extrañar, por tanto, que los primeros periodistas modernos en lengua española se caractericen por un desplazamiento: la prosa irónica de no ficción eclipsa su producción poética (y convencional). El potencial crítico de los artículos fundacionales de Larra y de Ricardo Palma, en un lento contexto internacional de libertad de opinión, se dirige hacia dos direcciones complementarias: el relato de lo colectivo y lo público es contrapesado con el retrato de lo particular y privado, de modo que el cronista deviene moralista nacional y analista de lo individual. En paralelo, Domingo Faustino Sarmiento escribía la novela ensayística Facundo y remodelaba, como defendió Adolfo Prieto en Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina, los modelos de aquellos exploradores y comerciantes europeos que seguían viajando y textualizando todo aquello que encontraban a su paso.

Eran plumas inglesas, francesas, alemanas, italianas, españolas que, por lo general, trabajaban para órdenes religiosas, empresas o estados. Algo no muy distinto de lo que ocurría con los periodistas, que a menudo eran también políticos, aunque la profesión se legitime justamente cuando se normaliza como práctica burguesa y el texto es finalmente remunerado. El nacionalismo (lo local) pronto se enfrentó con el cosmopolitismo (el mundo vivido en libertad) de los escritores modernistas: con la llegada del siglo xx es la ciudad –y no el país– la patria de los cronistas. Dios muere y el hombre se convierte en un anfibio que, cuando al fin podría encarnar la duda metódica de Descartes, es embargado en realidad por una duda angustiosa, la sospecha marxista hacia el mundo circundante y la sospecha freudiana hacia la psique propia, pronto fundida en una única y violenta sospecha con la proliferación del comunismo y del fascismo. Los escritores modernistas, con su doble condición –simultánea y complementaria– de poetas y de cronistas, van a tratar de llenar ese vacío divino con la utopía de la belleza y con la obsesión por lo real. Para sintonizar con la belleza recurrirán, por la vía francesa y simbolista, a la imitación de los procedimientos de la pintura y de la música: la palabra deviene analogía, imagen, sílaba, letra, sonoridad, se emancipa de la obligación de significar. También Baudelaire fue al mismo tiempo poeta y crítico y cronista de arte. Para sintonizar con la realidad, por la vía norteamericana y emersoniana, harán propias la cosmovisión democrática del poeta y periodista Walt Whitman y las ideas de Joseph Pulitzer: sólo el periodista «tiene el privilegio de moldear las opiniones, llegar a los corazones y apelar a la razón de cientos de miles de personas diariamente. Ésta es la profesión más fascinante de todas». Pero el cerebro humano es uno solo, de modo que ambos caminos confluyeron en los textos que escribieron. En los poemas de Darío la mujer bebe y fuma: lo hace mediante sinestesias y alejandrinos, pero su figuración es democrática, fascinante, moderna.

Darío, José Martí, José Enrique Rodó, Amado Nervo o Enrique Gómez Carrillo, es decir, los cronistas literarios del cambio del siglo xix al xx en nuestra lengua, no invocaron a los cronistas de Indias como sus antepasados. Es importante recordarlo, porque la historia de la crónica es la historia de la memoria. La incorporación de ese ilustre precedente es posterior y, sobre todo, novelesca. Alejo Carpentier, que en «De lo real maravilloso americano» (prólogo a El reino de este mundo escrito en el ecuador exacto del siglo pasado) mencionó a Marco Polo, Tirant lo Blanc, el Quijote y las anacrónicas búsquedas de El Dorado que llevaron a cabo españoles del siglo xviii, en una conferencia de 1979, titulada «La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo», afirmó que el novelista latinoamericano, «para cumplir esa función de nuevo cronista de Indias», tenía que trabajar con el melodrama, el maniqueísmo y el compromiso político. Antes había sido el Barroco y la Fantasía lo que el escritor cubano había observado en la literatura de la conquista. En las crónicas que Carpentier publicó en los años 20 y 30 se observa la misma influencia surrealista que en aquel momento estaba interiorizando Miguel Ángel Asturias (sus crónicas parisinas de entonces las llamaría más tarde «fantasías»). Para Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima, Asturias o Carpentier la novela de caballerías y la Crónica de Indias sí fueron parte de su genealogía como creadores. De modo que esa idea llegó después al discurso sobre la literatura hispanoamericana y se proyectó retrospectivamente, porque las crónicas modernistas están más cerca de Montaigne que de Bernal Díaz del Castillo.

No es casual que Cien años de soledad sea la primera gran novela latinoamericana que tiene forma de crónica (histórica). Es precisamente García Márquez, junto con Rodolfo Walsh, quienes dan a la crónica (periodística) la ambición y la estructura de la novela: de 1955 es la publicación por entregas de Relato de un náufrago y sólo tres años más tarde se edita Operación masacre. En 1959, ambos, con Jorge Masetti y Rogelio García Lupo, fundaron en La Habana la agencia Prensa Latina. Hay que leer, por tanto, la llegada del periodismo narrativo latinoamericano como la vanguardia silenciosa o el prólogo discreto a lo que después se llamará New Journalism. Porque la mayoría de las grandes crónicas de Truman Capote, Norman Mailer, Gay Talese o Tom Wolfe comienzan a ser publicadas en los años 60. Lo que diferencia a éstos de sus colegas sudamericanos es la conciencia de autoría y un programa estético respaldado por la industria. De hecho, en Relato de un náufrago ni siquiera existe la voz explícita de García Márquez y no apareció en libro, y firmado por él, hasta muchos años más tarde (cuando la marca Nuevo Periodismo ya era global). Si en el fin de siècle diarios como La Nación de Buenos Aires, La Vanguardia de Barcelona o La Opinión Nacional de Caracas podían competir simbólicamente con The New York Times, Herald o The Sun, a mediados del siglo xx no existe ninguna revista en lengua española equiparable a Esquire, The New Yorker o Rolling Stone (que se fundó en 1967, justo después de la publicación de Los ángeles del infierno, y pronto se convirtió en el refugio de su autor, Hunter S. Thompson). Para entonces el fenómeno del Boom había apostado su carta ganadora a la novela de ficción como género de prestigio y la non fiction novel se había convertido en un producto genuinamente norteamericano.

Si los poetas simbolistas y modernistas convirtieron las crónicas en pequeños poemas en prosa de contundente actualidad, los novelistas del medio siglo las dotaron de estructura, de personajes, de flashbacks, de monólogos interiores y de capítulos. A las tradicionales colecciones de crónicas breves, como La España negra de Gutiérrez Solana o las aguafuertes de Roberto Arlt, se les suman crónicas únicas que ocupan libros enteros. Comprometido con la verdad política, a finales de los sesenta Walsh publicó ¿Quién mató a Rosendo?, y poco después apareció La noche de Tlatelolc, de Elena Poniatowska, una larga crónica de la matanza de la Plaza de las Tres Culturas (en la década siguiente les seguiría en la misma línea política, entre otros títulos importantes, Las tribulaciones de Jonás, de Edgardo Rodríguez Juliá). En paralelo, con la voluntad de vincular la historia negra de Europa con la del Cono Sur, Edgardo Cozarinsky configuró en los 70 y difundió en las décadas siguientes su poética documental, que daría lugar a ensayos o crónicas cinematográficos, rodados en francés, como La guerra de un solo hombre o Fantasmas de Tánger, y a libros anfibios como Vudú urbano o El pase del testigo. Parte importante de la genealogía de la hibridación documental contemporánea, que no puede ser reducida a una cronología y que es internacional. Parte de una red con otros muchos nodos rotundos, como el polaco Ryszard Kapuściński, los italianos Oriana Fallaci y Alberto Cavallari y Leonardo Scascia, el español Juan Goytisolo, la rusa Anna Politkóvskaya, el japonés Honda Katsuichi, la palestina Amira Hass o el norteamericano Michael Herr. Una red que conecta los textos con las fotografías, los guiones con las películas documentales: Chris Marker, Sebastião Salgado, Martin Scorsese, José Luis Guerín, Isaki Lacuesta… En fin: el testimonio como parte del arte contemporáneo.

Tal vez los ejemplos paradigmáticos en lengua española del cruce de las lecturas de esas dos décadas de grandes reportajes del norte y del sur de América (digamos: desde Relato de un náufrago hasta Honrarás a tu padre, de Talese), por su gran repercusión tanto en la crítica como en el mercado, sean las tres grandes novelas que Tomás Eloy Martínez publicó desde los 70 hasta los 90: La pasión según Trelew, La novela de Perón y Santa Evita. Su biografía entre tres países Argentina, Venezuela y los Estados unidos– y su dedicación tanto a la creación literaria como a la docencia impulsaron la difusión de esas grandes crónicas en que la ficción es puesta al servicio de la posible verdad histórica. No es casual que la misma cita de París era una fiesta figure como epígrafe en La novela de Perón y en Missing (una investigación), de Alberto Fuguet. Es decir, en un libro de 1985 y en otro de 2009. «Si el lector lo prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción» escribe Hemingway, «Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción deje caer alguna luz sobre las cosas que antes fueron narradas como hechos.» En esa consciente ambivalencia, en las fisuras de lo real y de los géneros que tratan de representarlo, trabaja buena parte de la no ficción de este cambio de siglo. La narrativa de Cozarinsky, Claudio Magris, Predrag Matvejević, J. M. Le Clézio, Cees Nooteboom, W. G. Sebald, Dubravka ugrešić o Sergio Chejfec, entre la crónica de viajes, el ensayo cultural y la estructura novelesca, serían ejemplo de ello. En el prólogo a su crónica histórica o ensayo político Anatomía de un instante, Javier Cercas escribe que es «el humilde testimonio de un fracaso: incapaz de inventar lo que sé sobre el 23 de febrero, iluminando con una ficción su realidad, me he resignado a contarlo».

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