Gustavo Valle  es un escritor venezolano galardonado con los premios: III Bienal de novela Adriano González León (2008), Premio de la Crítica a la mejor novela publicada en Venezuela (2009), ambos por Bajo Tierra; y el XIII Concurso Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana por Happening (2013). Valle es Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela y fue profesor del Departamento de Literatura venezolana y Latinoamericana en dicha universidad. Realizó estudios de doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid. También ha escrito dos guiones de largometraje: El libro que no ganó el concurso y Peones, tras ganar concursos del CNAC. Coedita las revista digitales Las malas juntas y Cuatrocuentos. Es autor del blog The Cuatreros. Actualmente reside en Argentina.

Happening 

1

Pensó: Maldición… Comenzar de nuevo… ¿Otra vez? Comenzar de nuevo, comenzar…

Conducía su vieja Range Rover modelo 76 por la carretera que sube a los estacionamientos de guarda y custodia del Instituto Nacional de Transporte Terrestre. A esa altura la ciudad alcanza su perímetro y comienza un ascenso en dirección Este donde aparecen casas humildes, viejos talleres mecánicos, chiveras y pequeñas fábricas en ruinas.

La ciudad lo expulsaba hacia esos suburbios conectados con la autopista y después con un largo camino de playas que iban desde Higuerote hasta Güiria. Se dejaba acompañar de una bebida y simulaba un poco de libertad alejado de aquellas calles violentas como envueltas en llamas.

Era viernes. Once de la noche. Oscuros nubarrones habían quedado después del aguacero y la iluminación era bastante precaria. Entre sus muslos sostenía una lata de cerveza cuando se dispuso a encender un cigarrillo. La maniobra demandaba especial cuidado: el volante, la lata, el cigarrillo y el yesquero debían estar sincronizados. Pero al salir de una curva, justo al dejar atrás unas casitas que parecían tragadas por la montaña, ocurrió lo que nunca debió haber ocurrido.

Segundos antes sus pensamientos registraron episodios caóticos, fragmentados. Segundos después ya no pensaría en nada o casi nada y solo querría olvidar.

No se escuchó el rechinar del frenazo (¿o acaso nunca aplicó los frenos?) El vehículo derrapó y golpeó aquel bulto que quedó atrás, tendido a varios metros. El motor se apagó pero los faros quedaron encendidos: uno agujereando la oscuridad y el otro clavado contra el asfalto. La cerveza se derramó en sus pantalones ¿o se había orinado encima? El cigarrillo cayó de sus labios y ahora estaba al lado de sus mocasines flotando en un charco de alcohol.

Pensó: esto no forma parte de los ensayos.

Acomodó el retrovisor izquierdo pero no vio nada. Solo el vapor que se desprendía del asfalto como neblina o hielo seco. Amagó en abrir la puerta y salir, pero no lo hizo. Sintió miedo. Un miedo muy distinto a los miedos que solía sentir. Un miedo a ser atacado con violencia o simplemente a haber cometido el peor error de su vida.

Respiró hondo. Trató de calmarse. Vivió esos segundos en que el destino de un hombre puede girar ciento ochenta grados. Segundos que se le hicieron oscuros, larguísimos, como todos los que vendrían después.

Miró el retrovisor derecho. No fue una decisión, fue un reflejo, algo que no quería hacer y sin embargo hizo. Entonces sí. Ahí estaba. Reflejado en el pequeño rectángulo a un costado de la carretera. Era una masa, un volumen, una pila de trapos amontonados, ¿un animal, una persona?, parte de la carga de un camión, una bolsa de basura, un espejismo, un montículo opaco bajo la intermitencia de un viejo poste de luz.

Sus piernas temblaban. En el parabrisas, como una secuencia en blanco y negro, se proyectaron imágenes de algo equivalente a su pasado. Escuchó el ruido de un motor, quizás un helicóptero, una moto o una patrulla aproximarse. Más tarde recordaría que también escuchó algo parecido a una voz, quizás un grito.

Subió la ventana en busca de refugio y se aferró al volante como a una tabla de salvamento. Giró la llave del encendido –la vieja Range Rover se sacudió como un oxidada lavadora–, pisó el acelerador y se marchó a toda velocidad.

2

Pensó: estoy ablandándome en la oscuridad.

No vio luna, no vio estrellas. Sólo la carretera como una larga lengua negra que penetra algo todavía más oscuro y más negro.

Tenía hambre. O eso creía. Recordó que no había almorzado y en su estómago apenas estaban las pocas migas del desayuno. Tomó café y pastelitos a las nueve de la mañana y ya eran más de las once de la noche. Su estómago crujía, se revolvía como una licuadora.

No tenía noción del tiempo transcurrido pero ya había pasado la autopista, se había internado en los vericuetos montañosos que comienzan más allá de Guatire y ahora la carretera se convertía en algo más rectilíneo y también más amenazante.

Alcanzó a ver el letrero luminoso de un bar o cafetería y pensó: por acá todos los bares o cafeterías, los que están abiertos a esta hora, son lugares mugrientos, repletos de borrachos.

Estacionó y bajó de la camioneta. Las luces quedaron encendidas. No lo hizo por nada en especial, sólo por descuido. Al pisar el asfalto agrietado sintió una materia blanda bajo sus suelas: barro. Advirtió que también temblaban sus manos y no las podía controlar. Para colmo tenía un fuerte dolor en las cervicales.

El bar tenía una amplia puerta de vidrio y desde afuera pudo ver esto: una barra de estaño o aluminio, un gordo que atendía detrás del mostrador, varios hombres sentados bebiendo cerveza, y una mujer que fregaba el piso con higiénica vehemencia. Se sentó en la barra.

-La cocina cerró -dijo el gordo.

-Entonces un café con leche -dijo Alex.

El gordo puso frente a él una taza humeante y lo miró a los ojos. Los hombres dejaron de conversar y también lo miraron. Parecía la escena de un western. La mujer ahora exprimía el trapo húmedo encima del balde con desinfectante. El local apestaba a fragancia de lavanda. Alex sorbió su café con sabor a amoniaco.

-¿Va al puerto?

-No -respondió, y apuró su bebida repugnante.

-Tenga cuidado con las emboscadas, hay piratas del asfalto.

Alex miró al gordo como queriendo preguntarle qué mierda me estás diciendo, pero eso significaba hablar y él no tiene ganas de hablar.

-Cuando vea policías acostados páselos lo más rápido que pueda, se aprovechan en ese momento y…

El gordo agarró un trapo y limpió el tope de la barra. Lo hacía con la misma energía con que la mujer pulía el piso. La señora arrastró el balde y se fue a limpiar a la entrada. La luz del aviso luminoso caía sobre ella como la pésima copia de un cuadro Vermeer.

-Gracias -dijo Alex- y miró hacia afuera a través de los ventanales: vio una estación de servicio y los dispensadores de combustible destacaban bajo las sombras de unos árboles que parecían venirse abajo. También miró un vehículo con las luces encendidas. Uno de sus faros apuntaba al suelo. Observó su propia camioneta como si no fuera suya. Pagó, no esperó el vuelto y fue al baño antes de marcharse.

El baño estaba al fondo de unos hediondos vericuetos. Orinó encima de una canaleta hecha con cerámicas rotas por donde bajaba un chorrito de agua y flotaban pelotitas de naftalina. Pensó que el olor de las naftalinas era todavía más desagradable que el de los orines. En medio de la oscuridad consiguió leer algunas pintadas que había en las baldosas amarillentas encima del mingitorio. Alusiones violentas al sexo oral, al sexo anal, a la homofobia. También había dibujos hechos con marcador: un omnipotente pene, dos tetas gigantescas. Sintió el remoto llamado de una erección, pero la comunicación entre su cerebro y el resto de su cuerpo se había interrumpido.

Al salir del baño percibió la noche todavía más oscura. El gordo estaba mirando la camioneta, parecía un perro merodeando en busca de un lugar donde defecar.

-Noche sin luna -dijo señalando el faro roto-. El alumbrado público es pésimo, tenga cuidado.

Alex sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta. Se puso el cinturón de seguridad y bajó la ventana. Desde el bar, la señora y el resto de los hombres lo observaban de manera inexpresiva. Parecían integrar el elenco de una película de George A. Romero. ¡Qué me miran!, pensó, ¡Miren a otra parte! ¡Ocúpense de sus asuntos! El gordo había quedado petrificado en medio de las sombras a la espera de una respuesta, quizás de una propina. Sin duda sentía que estaba prestando una enorme colaboración.

-Sabré cuidarme -respondió finalmente y se largó.

 

 

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