hiroshimaynagasaki0000El 6 de agosto de 1945, a las 8 y cuarto de la mañana, la era atómica empezó con un estallido en la ciudad de Hiroshima, Japón. En el primer segundo, 300 mil grados de calor inundaron la Plaza de la Paz, y cien mil personas cayeron muertas. El 9 de agosto, a las 11 y dos minutos, otra bomba arrasaba el valle de Urakami, en Nagasaki: 25 mil muertes instantáneas y 130 mil heridos.

Hoy, cuando se cumplen 70 años de ese capítulo trágico en la historia del siglo XX, reproducimos fragmentos de la crónica que Tomás Eloy Martínez publicó en la revista Primera Plana en su edición del 20 de julio de 1965, luego de recorrer largamente las dos ciudades, de hablar con decenas de sobrevivientes y de recoger la opinión de los médicos especializados en la enfermedad atómica.

La versión completa de este largo artículo, más una addenda con los relatos ampliados de algunos sobrevivientes, se incluyen en su libro Lugar común la muerte. En el prólogo de la primera edición de esta obra (1978), TEM escribió: “Hace ya tiempo descubrí, no sin sorpresa, que los azares del periodismo me acercaban con persistencia al tema de la muerte. Hacia 1965 supe, en Hiroshima y Nagasaki, que un hombre puede morir indefinidamente y que la muerte es una sucesión, no un fin”.

 

TEM en Hiroshima

 

Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres; allí, junto a las cartas que dejaron a medio escribir en los hospitales de emergencia, se vuelven amarillas las sembatsuru, las filosas cigüeñas de papel que les llevaban sus amigos para desearles salud y buena suerte; allí también, en Hiroshima, dentro de un bloque de piedra, se agolpan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, hace veinte años, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias.

Si uno se arrodilla, por entre las flores del cenotafio puede divisarse la cúpula de la Exposición Industrial, una mole de acero y mármol que se construyó en 1914. Pero ya el mármol es cansada arena que se desmorona sobre el río Motoyasu, y el acero de la cúpula, un esqueleto oxidado y retorcido, la corona fantasmagórica de una casa en ruinas. Más cerca, los cerezos lamen una especie de dedo inmenso, sobre el que una chiquilla de bronce abre sus brazos, con la cara vuelta hacia el río Ota, en las montañas. Junto a sus pies, en una hendidura hasta donde no llegan las interminables lluvias de julio, algunos cuadernos escolares fueron abandonados, como ofrenda. La chiquilla de los brazos abiertos se llamaba Sadako Sasaki y había nacido el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, a las 9 de la mañana, cuando su madre, cegada, llagada y sin fuerzas, no esperaba sino que ella naciera para morirse.

Sadako creció alegremente en una casa de Miyajima, a 16 kilómetros de la ciudad, y sólo cuando fue a la escuela por primera vez empezó a sentir una confusa melancolía por aquella madre que no había conocido. Le preguntó a Shizue, su prima, qué había pasado la mañana de su nacimiento. “El cielo se derrumbó y volvió a levantarse”, le contestaron. Sadako aprendió a leer, a coser y a pintar muñecas de yeso; parecía fuerte, aunque a veces un súbito mareo y una llamarada de fiebre la devoraban. Otro 6 de agosto, mientras festejaba sus 12 años, cayó desmayada. Murió a las dos semanas, de una leucemia fulminante, y la fotografía de su cara dormida, entre flores y muñecas de yeso, levantó en vilo a los escolares del Japón: todos los días, de las monedas que llevaban para su almuerzo, cada uno separaba un yen en memoria de Sadako. Fue con esos yenes que se alimentó su cuerpo de bronce, entre los cerezos del parque.

“Reposen aquí en paz, para que el error no se repita nunca”, dice una inscripción en la piedra del cenotafio. Pero ahora, ya casi nadie en Hiroshima quiere averiguar de quién fue el error y por qué lo cometieron. “Vi el avión desde Kaitachi, a las ocho y cuarto, y me pareció que se estaba estrellando contra el Sol —repitió tres veces Goro Tashima, un pescador, en el Parque de la Paz—. La bomba no sólo cayó sobre Hiroshima sino también sobre la conciencia de los Estados Unidos. Ellos y nosotros hemos salido perdiendo en esa guerra.”

“Si Japón hubiese tenido la bomba, también la hubiera arrojado sobre su enemigo”, imaginaron la señora Ooe y la señora Katsuda en el Hospital de Hiroshima. “Si la hubiésemos tenido…Pero no la tuvimos”, dijo el señor Muta Suewo en el Hospital de Nagasaki. “Yo no quiero imaginar nada”, protestó, en cambio, el señor Yukio Yoshioka, que tenía 15 años y estaba marchándose hacia el monte Hiji cuando lo envolvió el resplandor atómico. “Sólo quiero quejarme de que la bomba mató a mi padre, y a mí me volvió inútil y estéril.”

Para que el error no se repita nunca. Ahora, en Hiroshima, las parejas se abrazan a la luz de la cúpula ruinosa, la única cúpula en pie desde aquel día en que la ciudad fue quemada por mil soles; un anillo de barcazas musicales, con sus faroles de papel, merodea por la ribera del Motoyasu, en el delta del río Ota, donde una vez cayeron todas las cenizas y las lágrimas del mundo; desde el Museo de la Paz, entre los frascos con tejidos queloides y las fotografías de criaturas transformadas en una brasa viva, se oyen los rugidos del cercano estadio de béisbol; el castillo de Mori Terumoto, que se desplomó aquella mañana de agosto como un sucio toldo de papel, está de nuevo erguido en su jardín, rehecho y resplandeciente; en sus casas, en los tranvías y en las tiendas, los hombres de Hiroshima jamás mencionan la tragedia, a menos que por azar vean sobre las espaldas o la cara de un caminante las cicatrices del feroz relámpago, el tejido gomoso y estriado que les reventó en la carne para protestar contra los cuatro mil grados de calor vomitados por el cielo. En las escuelas, los chicos sólo conocen confusamente esa historia; para ellos, el 6 de agosto de 1945 es apenas una lección de cien palabras en el libro de lectura, un cuentito fugaz que comienza del mismo modo en los textos de segundo grado y en los de quinto: “A las ocho y cuarto de la mañana, un bombardero B-29 de los Estados Unidos —el Enola Gay—, arrojó una bomba atómica en el centro de nuestra ciudad. Estalló en el aire, a 570 metros sobre el Hospital Shima. En los primeros nueve segundos, cien mil personas murieron y otras cien mil quedaron heridas.”

Pero las cifras no sirven demasiado; las cifras dicen muy poca cosa cuando ellos, los sobrevivientes, muestran sin resentimiento ni queja, como si fueran de otro, sus ojos vaciados por el increíble resplandor, sus espaldas abiertas en canal, sus manos apeñuscadas y detenidas en una quemadura. “Yo me había levantado de una silla para hablar por teléfono —contó el señor Michiyoshi Nakushina, que era un comerciante de sake en 1945—. La casa quedó llena de un fuego amarillo, y el fuego se volvió después azul y el azul se hizo rojo hasta que la ciudad, tan clara y sin nubes esa mañana, se hundió de golpe en una noche sucia”.

Las cifras dicen muy poca cosa pero, a veces, lo dicen casi todo: el 6 de julio pasado quedaban 80 mil sobrevivientes de la bomba en Hiroshima, y 65 mil en Nagasaki, la sexta parte de la población completa en cada ciudad. Algunos vivían a más de cuatro kilómetros del estallido: sus carnes fueron vulneradas por los vidrios de las ventanas, por las vigas que se derrumbaban, por las mesas que se partían en astillas; o quedaron indemnes, con la suficiente voluntad y fuerza como para olvidar el apocalipsis. “Ahora, en el hospital, ya estoy tranquilo. Me quieren, no tengo ningún deseo especial”, se resignaba Suewo-san, hace diez días. “Perdí mis dos hijos pequeños y perdí también el tercero, que iba a nacer en diciembre de 1945. Lo último que perdí fue el odio. Ya sólo me queda en el corazón una enorme necesidad de vivir —contaba la Señora Yaeko Katsuda—. Pero qué difícil es para nosotros vivir como los demás.”

Todos los sobrevivientes de la bomba saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano, hace 20 años: poco a poco fueron dándose cuenta de que estaban condenados al aislamiento y a la pobreza. Empezaron a ser sospechosos para las personas de quienes se enamoraban, a ser tratados como enfermos y engendradores de hijos débiles; durante meses —y a menudo, como Yoshioka-san, durante años enteros—, se despertaban en medio de la noche pensando que el amor y la felicidad les estaban vedados para siempre; en los astilleros, en la fábrica de automóviles Tokyokoyo y en los aserraderos de Hiroshima, sus empleadores los miraban con desconfianza, imaginando que un día de cada tres no irían a sus trabajos: de sobra sabían que la anemia, el cáncer de las tiroides, los disturbios del hígado y el cáncer de la piel acabarían por derribarlos. Y, en cierto modo, no les faltaba razón: en 1960, sobre un total de 278 gembakusho hospitalizados, 58 habían muerto. Treinta de ellos estaban a más de dos kilómetros del epicentro.

No es del todo cierto que la Bomba y la muerte traten del mismo modo a los ricos y a los pobres. Hacia el Oeste de Hiroshima, sobre las márgenes del Ota, los habitantes de Burako vieron el 6 de agosto cómo sus míseras chozas de madera quedaban reducidas a cenizas y a escombros por el viento atómico. Desesperados, sintiéndose de repente hundidos en un infierno más abominable del que conocían, recogieron los residuos quemados de sus viejos hogares, y empezaron a reconstruirlos con fragmentos de cinc y cañas de bambú, sin permitirse descanso: esa impaciencia, esa irrefrenable necesidad de defenderse, acabó por exponerlos a más radiaciones que la gente de otras áreas, situadas a la misma distancia del Hospital Shima. Los estadísticos calculan que el 85 por ciento de la comunidad recibió una radiación nuclear residual de 5-30 roentgen, mientras que sólo el 25 por ciento de Hirosekita-machi, 500 metros más próximo al centro del estallido, quedó expuesta a la misma dosis de radiactividad. Ahora, el 44 por ciento de los burako en condiciones de trabajar vagabundean hechos andrajos en las calles, con sus nidadas de huérfanos por detrás. “Sienten la vida como un prolongado suicidio”, dijo el doctor Yasuo Nakamoto, director del Hospital de Fukushima —el único de la comunidad—, hace un par de domingos, mientras la lluvia formaba nuevos ríos en las callecitas cenagosas del barrio.

Estos seres calcinados, aniquilados, temblorosos, han empezado a recortar flores de papel para el 6 de agosto. Casi siempre llovió ese día, a diferencia de 1945, y ya están acostumbrados a marchar por los puentes con sus paraguas de color naranja. Suelen ser 10 mil, pero este año esperan ser 20 mil por cada aniversario del cataclismo. Descenderán sobre la ciudad con sus grandes pancartas, con sus banderas blancas y sus tambores, por el puente sagrado de Kintai o por los dos puentes Heiwa, hacia un Parque de la Paz que estará lleno de azaleas y campanillas. “Así podremos calmar las almas de los que han muerto. Así podremos calmar nuestras propias almas”, repitió Yoshioka-san, como en una letanía.

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