En pocos días, una nueva edición de El amparo, de Gustavo Ferreyra va a estar disponible en nuestras librerías.  Para quienes aún no han tenido la oportunidad de toparse con este libro, acá pueden leerse las primeras páginas. Una invitación al deleite. 

 

Dudoso de seguir avanzando, Adolfo se detuvo delante de una de las tantas puertas del silencioso corredor. Creía percibir, y esto le era molesto en sumo grado, un levísimo aroma de comida en el aire, tan indefinido que se negaba a aceptar sin más su existencia y, confuso, se decía a sí mismo que bien podía ser equivocación suya y no fueran sino otros olores los que llegaban hasta él. Por debajo de las puertas se filtraban unas luces débiles y amarillas, pero que de cualquier forma se hacían ostensibles dado lo penumbroso del pasillo. Esas pequeñas zonas de luz acendraban su nerviosismo, ya que le hacían temer que de un momento a otro alguna puerta se abriese, y entonces sería descubierto en actitud tan bochornosa que poco podría esgrimir en su defensa; inmediatamente adivinarían su situación, con lo que de manera inevitable sufriría las consecuencias, penosas y definitivas, de su alocado acto. Irresoluto, giró el cuerpo lentamente hacia la puerta del comedor, agudizando el oído. Transpiraba copiosamente, aguijoneada su angustia por febriles imágenes en donde él abría efectivamente la puerta y se encontraba con que ya era tarde y el señor comía con los atildados movimientos y la parsimonia que le eran habituales, por lo que el maître habría de fulminarlo con la mirada y ello solo bastaría para saber a qué atenerse; o lo que es peor, si se lo consideraba desde el punto de vista de la decisión que se imponía tomar, aún era temprano y abrir la puerta se convertía en una estúpida delación de sí mismo, ya que el maître no dejaría de estar allí y sospecharía quién sabe qué motivos para lo inusitado y oscuro de su presencia. Casi sentía una suerte de vértigo al imaginarse estas posibilidades, a las que apreciaba tan próximas que las tenía poco menos que por dadas; y sin embargo, sabía que abrir la puerta sería una imbecilidad mayúscula y, por ende, quería confiar casi desesperadamente en que algo en el fondo de sí le impidiera abrirla, pese al irracional deseo de llevar la mano al picaporte. Adolfo miraba la puerta con amarga crispación, la misma puerta que hasta entonces había mirado con benevolencia, e incluso alegría. Se alejó unos pasos, asustado de la perniciosa osadía que anidaba en su ánimo. Por un momento consideró el ir hasta el vestíbulo de servicio, en donde recordó que había un reloj, o el bajar a inquirir al jefe de cocina, pero tales actos eran de un atrevimiento del que seguramente habría de arrepentirse hondamente, y tan solo el pensar que pudieran ocurrírsele tales ideas lo desbarrancó por una triste exasperación.

Se sentía decepcionado de sí mismo ya que esperaba de él grandes adelantos. Y hasta entonces –apreciaba– no le había ido mal, estaba más que satisfecho de su posición, si bien no dejaba de ilusionarse con una colocación aún más favorable; aunque si permaneciera en el puesto en que se hallaba hasta el fin de sus días no tendría por qué lamentarse, ya que era hasta envidiable, y esto bien lo sabía por algunas confidencias acerca de lo que se comentaba en los estratos inferiores de la servidumbre. No pocos lo aborrecían por su buena fortuna, y él debía reconocer que suerte no le había faltado, pero también se consideraba hombre meritorio, concienzudo en su deber hasta lo puntilloso.

Y ahora estaba ahí, en medio de ese corredor que por conocido le resultaba un ambiente extraño para su desdicha, como si ese lugar de ocres paredes, por donde dos veces al día transitaba calmosamente rumbo al comedor desde hacía ya varios años atrás, fuera imposible de congeniar con la persona que era en estas circunstancias, y lo más lastimoso, lo que casi se negaba a creer, era que a nadie más que a él debía su desgracia, y se reprochaba a sí mismo con acritud el haber dormido durante largo rato –cosa que no tenía por costumbre, todo lo contrario, jamás había dormido desde que estaba en la casa sino a la noche–, al punto de no saber al despertarse si había sonado la llamada que convocaba a la servidumbre del comedor, de la cual formaba parte. Ignorancia que lo alarmó en gran medida, dados los abismos ante los que se encontraría de ser ya tarde, y que lo impulsó a salir de la habitación en busca de alguna certeza sobre la hora. En realidad, podría haberse quedado en su cuarto, aguardando, y ello habría sido lo más prudente, pero la ansiedad lo había arrancado de allí y lo había llevado a deambular por el corredor, en donde poco provecho podía sacar, ya que si aún era temprano se perdería de escuchar la llamada, y si ya era tarde, nada arreglaría en ese lugar. Si fuera este último el caso, ya vería pasar a los otros sirvientes del servicio de comedor, y sin duda, intuyendo su calamidad, lo mirarían con fingida sorpresa y algo de sorna, aunque siempre recatados y circunspectos, con ese barniz de humilde y eficiente deferencia que consideraban apropiado para conducirse ante el señor, es decir, ante la vida. Y él no podría más que sonreír penosa y estúpidamente, aceptando la legitimidad de esa alegría, para volver luego a su habitación atravesando casi toda la zona de la servidumbre, recordando a cada paso el sarcasmo de esas caras.

 

La casa estaba escindida en dos zonas: la del señor, que obviamente era inmensa, y que Adolfo, como el resto de la servidumbre –excepto, creía, el ama de llaves–, conocía solo en parte, en razón de que cada uno realizaba su tarea en determinados lugares y solo a ellos tenían acceso; y la zona de servidumbre, en donde vivían quizás más de veinticinco criados, por lo menos este era el número que Adolfo tenía contabilizado hasta el momento, sin tener en cuenta a choferes y a encargados de un establo, quienes tenían vivienda aparte, según había podido deducir de una frase tal vez indiscreta que escuchó de boca de un sirviente. De la zona del señor, Adolfo únicamente había accedido al comedor, el resto era un territorio ignoto, pábulo de imágenes poco menos que fabulosas, de misterios rayanos en la leyenda doméstica, que se trastocaban o tergiversaban de acuerdo con las afirmaciones, más o menos verídicas, que los sirvientes tenían por gusto realizar acerca de lo que cada uno conocía, o decía conocer. Ignorancia que a Adolfo en cierto modo le placía, en parte porque le permitía sentirse partícipe –siquiera en forma ínfima– de algo tan extenso, tan palaciego y misterioso que podía enorgullecerse de ello, aunque más no fuera ante sí mismo; en parte porque la oscuridad del tema era tan cercana y desconcertante que se veía tentado –y la idea le daba cierta satisfacción– a levantar, en un futuro, un plano de la casa, según las infidencias que llegaren hasta él. Por supuesto que, en su fantasía, consideraba que este plano habría de hacerlo mentalmente, más no se atrevía a soñar; y aun esto le parecía peligroso, algo muy cercano a la traición, y sin ninguna duda, indebido; y quizás por estas razones nunca se disponía a iniciarlo.

Cuando sentía aquella curiosidad por la casa, Adolfo sospechaba de sí, se auscultaba interiormente, hurgando entre sus recuerdos para descubrir si lo habitaba alguna perversidad del alma que siempre se había negado a percibir. Y desmenuzaba con miedo pensamientos que había tenido, intentando hallar segundas intenciones que otrora le fueran invisibles, sepultadas por su ingenuidad o por la misma maleficencia que había engendrado tales pensamientos y que, astutamente, velaba su razón. Pero cuanto más se esforzaba por llegar a una conclusión clara y definitiva, más inaprehensible le parecía la intencionalidad de sus pensamientos; solamente lograba internarse por una maraña de argumentaciones que se contradecían entre sí, tan válidas unas como otras, y le era imposible salir del terreno de lo dudoso, por lo que el asunto, cuya revisión obsesiva era ya inútil, caía lentamente en el olvido, desplazado por otras preocupaciones, sin que, a primera vista, interviniera en ello su voluntad.

Adolfo tampoco podía ubicar el lugar que ocupaba su pieza en relación con lo que conocía exteriormente de la casa, que no era mucho, ya que se limitaba al contrafrente, sitio por donde la servidumbre ingresaba a la casa. En este sector la propiedad estaba separada del exterior por una verja alta y negra, de barrotes terminados en agudas puntas, entrelazados estos por una enredadera de hojas acorazonadas que se tupía y raleaba a su antojo, creciendo irregularmente en torno de los hierros forjados; no obstante, la planta no olvidaba cubrir enteramente las columnas blancas que se levantaban cada una veintena de metros poco más o menos y que se elevaban por sobre los barrotes, cual si su ambición fuera trepar en derredor de los puntos más altos, ocultándolas con sus imperturbables y húmedas hojas. En primavera –Adolfo lo sabía porque en esta estación había entrado al servicio del señor–, la enredadera daba unas flores malvas, pero no en profusión, sino aquí una, allá otra, como si administrara el esfuerzo, empeñada en crecer y expandirse más y más lejos, tal como esas púberes que patilargas y desgarbadas han crecido hasta perder toda belleza. Entre la verja y la edificación se debía avanzar por una vereda angosta que atravesaba un melancólico jardín de tierra grisácea, el jardín de servicio, en donde crecía un pasto ralo y algunas plantas que revelaban escaso cuidado, si bien tampoco podía decirse que jamás habían conocido la mano de un jardinero.

El contrafrente –según creía recordar Adolfo– tenía varias filas de ventanas pequeñas; tan pequeñas posiblemente como la de su propia pieza, que era un ventanuco rectangular, de vidrio opaco, que dejaba pasar la luz pero no dejaba ver el exterior, y no podía abrirse. Un poco por el fastidio que tal ventanuco le provocaba es que prefería pensar que todos los sirvientes compartían su suerte y que, en consecuencia, la pared del contrafrente contaba con muchos de ellos. Adolfo se preguntaba si todos los sirvientes vivirían en las mismas condiciones, o si los de mayor jerarquía, el maître por ejemplo, tenían una habitación y una ventana más grandes y un mobiliario más lujoso. Si bien era cierto que él se había iniciado en esa casa en una posición inferior y no había cambiado de pieza al pasar a desempeñar su actual tarea, también era cierto que esto no era óbice para que en un estrato superior tal cosa sucediera. Prudente como pretendía ser siempre, Adolfo había comprendido que averiguar sobre la cuestión no sería bien visto en absoluto, y que intentar hacerlo por medios indirectos no pasaría desapercibido, un poco por su impericia para esas argucias, mucho por lo atento que se estaba con respecto a los pensamientos íntimos de los demás; bien se sabía que un comentario, por trivial que pareciera, podría dar lugar a sutiles especulaciones, y que estas podían guardarse por años en la memoria, quizás sacadas a la luz de la contemplación cada tanto y perfeccionadas con esmero, para blandirlas en el momento oportuno y servirse de ellas con ostentación, pues no podía dudarse de que eran prueba de fidelidad y celo. Adolfo, que quería hacer otro tanto, se sentía un poco inútil y falto de imaginación para enhebrar conjeturas y deducir las verdaderas intenciones tras las palabras, para adivinar lo que se ocultaba en los pliegues del decir y no era sino el veneno de la rebeldía que supuraba. O también le había sucedido que una frase sospechosa en boca de algún criado había pasado desapercibida delante de sus narices y solo un tiempo después, cuando ya había caído en el olvido y era irrecuperable, se percataba, como si en su interior sonase una atrasadísima alarma, de que algo en aquellas palabras muertas era revelador y debió ser enjuiciado a su tiempo con la sagacidad de la que carecía y que su mucha devoción al señor no lograba despertar.

El día que Adolfo ingresó a la casa lo hizo tan nervioso que ni remotamente se le ocurrió fijarse en la posición del sol, y situarla con respecto a la construcción, atendiendo la hora del día, menos aún memorizó las vueltas de pasillo desde la puerta de entrada hasta dar al vestíbulo de servicio, y de allí a los corredores, por lo que luego no pudo ubicar su pieza en relación con el contrafrente, y de nada le sirvió el comprobar que en su pieza el sol daba desde la media tarde hasta el anochecer. Desconocimiento que lo desubicaba y por momentos lo hacía sentirse perdido, como en un laberinto en donde se está absolutamente seguro de que encontrar la salida es imposible. El primer día de su estancia allí, después de caer en la cuenta de que no tenía forma de vincular el interior de la casa con el exterior por los indicios que hubiera podido obtener a su ingreso, pensó que al otro día tendría una referencia bastante precisa por la posición de las ventanas del comedor, mas para su desilusión la habitación era interna a causa del gusto del señor por comer, almuerzo y cena, con luz artificial, como si la luminosidad natural interfiriera de cierto modo en su degustación, tal vez porque las variaciones de luz de acuerdo con los días (nublados, soleados, neblinosos) y con las estaciones, y los distintos efectos y reflejos que estos cambios provocaban, distrajeran al señor de su cometido primordial en esas horas, esto es, regalarse el paladar con tranquilidad y sin perturbaciones. Adolfo nunca había imaginado que semejantes manjares existieran, y los miraba con un respeto casi religioso, seguro de que si alguna vez –claro que sabía que esto era imposible– le fueran servidos a él, sería incapaz de llevarlos a la boca, temeroso de mancillarlos. Muy distinto era verlos engullidos por el señor; en este caso la armonía era evidente y daba gusto ver cómo los bocados se introducían en su boca y cómo eran masticados tan firme y regularmente. Luego el señor se limpiaba los labios con ademán impecable, elegante, sin dejar de ser viril, lo que denotaba su naturaleza superior. Adolfo consideraba un privilegio el estar allí, testigo de las maneras y los gestos del señor, admirado de su precisión de movimientos, sumido en la placidez de observarlo y de dejarse llevar por la satisfacción en sí misma. Poco le quedaría si perdiera su lugar en la casa, porque si de nada le había valido especular constantemente –más aún en los primeros tiempos de su residencia allí– con la misteriosa construcción, y su frustración, si bien se fue atenuando, jamás desapareció, la tarea que realizaba tan cerca del señor compensó aquella tristeza y el comedor se convirtió en la referencia de los espacios, sitio desde el cual se tendían los invisibles hilos a través del laberinto, y hacia el cual convergían sus esperanzas hechas imágenes, sus sueños de vigilia, como si un nutriente cordón umbilical lo atara a esa sala, fuerte en la voluntad de su ilusión y de su amor de sirviente, pero apreciado en ocasiones tan etéreo que podría pensarse en su inexistencia y en la posibilidad del desamparo absoluto.

 

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