En el ciclo de cuentos de los lunes, compartimos Perras y soldaditos, un relato de la escritora boliviana Giovanna Rivero. El texto se publicó en su libro Niñas y detectives, publicado por la editorial Bartleby en junio de 2009.

GIOVANNA RIVERO / Foto: Ignacio Leonardi

Acababa de cumplir nueve años cuando ocurrió lo que voy a contarles. Mi abuela había comprado a Yerka para que inspirara respeto a los soldaditos del Control Político de García Meza. Yerka era grande y peluda, y cuando sonreía, porque les juro que antes de que ocurriera lo que ocurrió, la perra sonreía, mostraba unos colmillos tan blancos que me provocaba envidia, porque aunque yo le daba duro con el kolinos, nunca pude conseguir ese brillo. Después de que Yerka hiciera lo que hizo, mi abuela empezó a envejecer; a veces uno se identifica con los animales más que con las personas, y es posible que mi abuela se hubiera sentido culpable. No sé de qué modo ella podría haberse sentido culpable por lo que ocurrió, pero es una impresión que me salta cada vez que pienso en ese asunto. Después de eso, nunca más hubo animales en la casa de mi abuela, nunca hubo, por decirlo de algún modo, ninguna criatura cuya forma de proceder se volviera incomprensible para la inteligencia humana. Los motivos de los animales son siempre extraños y si tratas de entenderlos puedes enloquecer. Sin embargo, hasta mis nueve años, los más felices de mi vida, teníamos a Lucía, una gata de ojos bicolores, a Yerka, la perra sonriente, y tres gallinas ponedoras que alegraban mi infancia. En el caso de las gallinas, y aquí el lector puede pensar que me contradigo en cuanto a mis apreciaciones sobre los humanos y los animales, la razón para mimarlas y darles de comer de la propia mano era diabólicamente benevolente: la idea era engordarlas, engordarlas y engordarlas para desplumarlas en Navidad, a ellas y sus pollitos. Confieso que esto no me hacía sentir mal. En cada bocado que me metía a la boca, una alegría ácida me hacía salivar, me abría el apetito. Comer lo que tú mismo has alimentado es un aderezo irresistible.

Lucía, la gata, siempre fue más astuta. No confiaba demasiado en los humanos, sospechaba que éramos seres crueles, del modo en que se puede ser cruel cuando eres humano. Quiero decir que hay formas de ser cruel y que los otros, estos seres a quienes creemos domesticar, también pueden ser crueles. Cuando a Lucía le tocaba parir elegía tejados ajenos, sus crías eran bolas diminutas de pelos blancos y ojos bicolores que decían con un precoz cinismo: “los venden en óptica El Ojo Maldito”. La extradición de los gatitos era imposible. Los vecinos del lado izquierdo de la casa – donde casi siempre Lucía decidía alumbrar– se enternecían y caían en la trampa del amor. Allá ellos con los dominios felinos a los que acababan de rendirse. Los vecinos del lado derecho de la casa, bueno, ella, la gorda enorme, sólo tenía un loro, un loro eterno y verde, y odiaba al resto de los animales. El loro decía “¡judíos, judíos!” en cuanto veía a uno de nuestros animales, fuera la gata, la perra o las gallinas. Pero no es del loro que quiero contarles, esto se trata de Yerka.

Ese verano, Yerka ostentaba una panza enorme y seis magníficos pezones, toda una madre. Por las tardes, Yerka se despatarraba sobre la losa fría del umbral para soportar el calor. Ese verano, los soldaditos sufrieron más que nunca, entraban a las casas y miraban bajo los catres y en los roperos por si encontraban a algún traidor a la patria. Con el tiempo, llegué a pensar que los traidores a la patria eran hombres que se acostaban con mujeres casadas y con viudas, una imprecisión, sin duda. Una vez realizada la inspección, los soldaditos exigían agua, bebían desaforados, se mojaban la nuca y seguían con la siguiente casa. Esto podía ocurrir cualquier día de cualquier semana de aquel verano. Tío Pinocho acababa de volver de La Paz, donde estaba terminando Sociología, y el pequeño infierno lo esperaba para cocinarle las tripas. Era la forma en que mi abuela se refería al futuro de sus hijos y sobrinos que habían preferido los estudios universitarios a los cupos para sembrar caña. Ese verano tío Pinocho no quiso llevarme a upa sobre sus hombros. Se sentaba bajo la parra de uva a pensar, eso decía, “quiero pensar”, y pensaba. Pensar cansa. Tío Pinocho sudaba, pero no de la forma en que el verano te hace sudar, sudaba por las manos y por la frente, con gotitas frías y perfectas, canicas de cristal para jugar a las guerras. Eso era pensar. Tío Pinocho abría las palmas de las manos y Yerka se las lamía.

– ¿Por qué no tienes uñas? Tío, ¿por qué no tienes uñas? ¿Por qué, por qué, por qué?

Los tíos no son lobos feroces. No mi tío, él no era el tipo de persona que fuera a contestarte: “para limpiarte mejor los oídos”.

– ¿Van a crecerte de nuevo las uñas?

Pero pensar te atonta. Pensar te quita las ganas de tener amigos. Por lo menos mientras te crecen las uñas. Yerka lo lamía como toda una madre, esa panza era su tercera camada y ella ya tenía experiencia. Aun ahora creo que a tío le crecieron de nuevo las uñas por las lamidas de Yerka, la entrega con que Yerka lo cuidó, como toda una perra, una amiga verdadera y leal, alguien que no tiene un solo pensamiento de crueldad hacia ti.

Yo estaba feliz de tener nueve años aquel verano. No me importaba vivir en el pequeño infierno, no sabía que eso era un pequeño infierno. Cuando seas grande, me recomendaba mi abuela, vas a irte de aquí, no vas a volver, aquí no hay nada para nadie. Pero por ese entonces yo era feliz y me gustaba ver pensar a mi tío bajo la parra de uva. Además, Lucía nos había traído un gatito asustado. Los ojos bicolores no le servían para nada, le había nacido ciego. Nos enteramos de que todos los gatitos le habían nacido ciegos cuando vino la gorda de la vecina con una bolsa movediza, vociferando, gritándole a mi abuela acerca de ciertos abusos de confianza que ciertas personas se mandaban como si tal cosa. Su cocina, dijo la gorda, no era un lugar para que las gatas ajenas vinieran a parir ensangrentándolo todo, qué asco, decía la gorda, y vociferaba sobre la educación y por qué estaba de acuerdo con García Meza y los soldaditos que transpiraban como chinos para recuperar el mar y poner algo de orden en la nación. Dijo que su loro había empezado a gritar “¡judíos, judíos!” y que si un loro podía darse cuenta de las cochinadas de otros, cómo era posible que una persona no pudiera ser considerada con los demás. Un abuso de confianza. En ciertas casas, dijo la vieja gorda, indicando con el índice cuál era esa cierta casa, y por supuesto apuntando a nuestra casa, no había diferencia entre las personas y los animales. No había ninguna diferencia, vociferaba, todos éramos unas bestias.

Y este es el punto donde Yerka crea un problema. Porque Yerka le salta a la vieja gorda y le arranca un pedazo de mejilla. Nadie vaya a creer que Yerka se comió el cachete, esto, en honor a la verdad, no ocurrió nunca. Que luego la vieja gorda dijera que Yerka era una perra muerta de hambre porque mi abuela era un puñete de avara, es una exageración. Yerka le arrancó la mejilla y se la llevó a su escondite como si llevara un hueso. En honor a la verdad, mi abuela acompañó a la vieja gorda hasta el hospital y luego estuvo pagando la curación durante largo, largo tiempo, incluso después de que llegaron los sures, el invierno, la primavera, la Navidad y yo cumplí diez años y luego once, doce, y el pequeño infierno se hizo todavía más pequeño.

El verdadero problema, sin embargo, no fue la mejilla arrancada, sino la venganza de la vecina gorda. La vieja “Máscara de plata” – que así empezaron a llamarla los chicos de la cuadra– avisó al Control Político que mi tío Pinocho se pasaba la tarde “craneando”, así dijo la gorda, “craneando” un modo de tomar el poder. Los soldaditos vinieron una tarde, la más calurosa de todas las tardes, e hicieron todo al revés, es decir, primero exigieron agua, mi abuela les dijo que ahí estaba el grifo, que se sirvieran todo lo que quisieran pero que a ella nadie le exigía nada de mala manera. Uno de los soldaditos la golpeó en la cara pero ella ni se movió, ni siquiera lloró, sólo dijo: “eso se llama ser machito, ¿no?”. Lo estoy viendo, clarito, como si tuviera nueve años otra vez, como si fuera aquel verano: el soldadito bajó la cabeza. Por suerte, porque si todos los soldaditos llegaban a enojarse, es seguro que venía el segundo paso: mirar debajo de las camas, abrir los roperos, y ahí, en el ropero que olía naftalina y polvo Maja, estaba escondido mi tío Pinocho, sudando, sudando harto, de calor y de miedo.

Los soldaditos se fueron sin tomar agua. Y recién cuando ellos terminaron de irse mi abuela se largó a llorar. Tío Pinocho salió del ropero, le habían vuelto a sangrar los dedos y Yerka no estaba cerca para lamerlo como toda una perra, se había escondido porque la hora de tener a los cachorros había llegado. Todo junto esa tarde de verano, los soldaditos, mi tío sin uñas, los soldaditos, Yerka, los soldaditos, mi abuela que no pone la otra mejilla. Y de fondo, del lado derecho de la casa, el loro eterno que gritaba eternamente “¡judíos, judíos!”. Qué inteligencia, qué vivaz.

Mi deseo de escribir esta historia tiene, sin embargo, otro corazón. No sé si es de mi abuela que quiero hablar, de mi tío que al principio era como un perro bravo y luego fue aprendiendo a ladrar despacito, de mí, que pese a todo, pese al verano hirviente, a los ladrillos desiguales del patio, a los gusanos gelatinosos de la parra de uva, a la vieja “Máscara de plata”, al aburrimiento de cada tarde, al miedo suavito, a todo, todo, era feliz, no sé si es de mí, digo, o de Yerka, que era otra forma de ser yo, porque la respiración de Yerka me gustaba, me daba aire. El corazón de esta historia siempre estuvo en la panza de Yerka y ella fue la única que lo supo de esa manera salvaje.

Yerka se comió a sus cachorros. Eran cinco, tres hembras y dos machos. Todos tenían ese color que las mujeres piden a sus peluqueras: chocolate beniano hervido a fuego lento. Los vimos una sola vez. Al día siguiente del nacimiento, un olor a carnicería te hacía picar la nariz. Por un instante mi abuela temió que a la vieja gorda se le hubiera gangrenado la cara. Pero la “Máscara de plata” estaba en su mejor momento, gozando su venganza.

Los motivos por los que Yerka se comió a sus propias crías, sólo ella podría explicarlos. Pero no es cosa de andar pidiendo explicaciones a un animal. Así que los restos, pelos color chocolate, pedacitos de corazón que más parecían de pájaros que de perros, fueron echados a la basura.

Desde ese momento, Yerka nunca más quiso entrar a la casa, aun cuando las tropas de soldaditos pasaran trotando y jugaran a amenazarla con sus escopetas de mentira (ahora ya sé que no tenían balas, que las habían heredado de la Guerra del Chaco y estaban todas oxidadas por dentro y todo era una pose, una pose de machitos, como decía mi abuela). Había que servirle su plato en el corredor, bañarla con manguera en plena calle y hacerle caricias alguna vez, con cuidado, porque en el fondo, lo más triste, y es lo que desde el principio de este relato quería contar, es que a Yerka empezamos a tenerle miedo. No el miedo natural que se le tiene a un perro, miedo a que te muerda, era un miedo distinto, miedo de mirarla a los ojos, miedo de reconocer a alguien atrapado en esos ojos. Es bien triste tenerle miedo a alguien que has amado mucho. De todas las cosas de este mundo, les juro que ésa es la más triste.

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*Giovanna Rivero  nació en Santa Cruz (Bolivia) en 1972. Ha publicado las novelas Las camaleonas (2001) y Tukzon, historias colaterales (2008) y los libros de cuentos Nombrando el eco (1994), Las Bestias (1997), La dueña de nuestros sueños (2002), Sentir lo oscuro, Libro de fotografías de Kathy Leonard y cuentos de Rivero (2002), Contraluna (2005) y Sangre dulce, (2006; edición bilingüe inglés-español, con el auspicio de la Universidad de Iowa State). Sus relatos han sido incluidos en numerosas antologías publicadas tanto en EE.UU. como en Latinoamérica. Niñas y detectives es su primer libro editado por Bartleby en España.

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