En el ciclo de crónicas de los martes, compartimos Iluminado por el verso, un texto del periodista argentino Pablo Perantuono. La nota se publicó originalmente en la revista Rolling Stone. “Escribir se volvió una práctica esencial, un ejercicio liberador, catártico. El combustible cotidiano para atemperar la larga espera que todavía quedaba, palitos que se tachaban muy despacio en la pared”, escribe Perantuono.

PABLO PERANTUONO / Foto: Archivo autor

-La última vez que estuve acá vine de caño.

– ¿Posta?

– Creo que sí. Bah, la verdad no me acuerdo, pero pudo haber pasado.

Conurbano, esquina Vietnam. El cartel del supermercado brilla en amarillo optimismo y refuta el alrededor: El Palomar profundo, a cuadras de la villa Carlos Gardel, “la Charly”, mítico asentamiento del Oeste, donde está el agite. Aquí, el Gran Buenos Aires ofrece su pliegue más lúgubre: el aire flota con un viejo aroma a fantasmas. Hay pura leyenda negra en sus ruedos. Pura rabia que mancha, que queda. Lo dicen las paredes y sus agujeros, el colchón de las claudicaciones, los disparos. Acá vive César González, gorra, bermudas, camiseta de Racing, dos meses en libertad, seis tiros en el cuerpo, cien poemas en el alma.

César nació más de tres veces. La primera hace 21 años, hijo de Nazarena de 37 y un padre que los dejó tras la huella de sus vicios. La segunda hace 5. Fue el alumbramiento menos poético, los tiros, las muletas, la vida de chiripa. La tercera hace tres inviernos, cuando rebotó contra el fondo de su existencia y llegó hasta la superficie para sentir el sol. Fue la única vez que la partera de la historia no fue la violencia. Fue la tristeza.

Así se sentía César, con un año de encierro. Hasta que un día ocurrió el hechizo. Hasta que descubrió la magia de las palabras.

***

El jueves 19 de mayo de 2005 César fue a jugar un picado con amigos dentro de la Gardel. “Pero la verdad es que en lo único que pensaba era en ir a robar”. Entonces, bastó que uno de ellos colgara la pelota para que se fuera con Diego, un amigo que sabía manejar, a hacer lo que hacía por lo menos tres veces por semana, robar. Se subieron a un bondi con destino Ramos Mejía. El objetivo era la zona de casas paquetas cercana a la estación. César estaba excitado. Había tomado algunas pastas y llevaba una escopeta de caño recortado adentro de un bolso. Vestía equipo de gimnasia Adidas holgado, una gorra y unas Nike que le daban prestigio en el barrio. Era un pibe chorro de pura cepa, con todos sus fetiches colgados. Estaban en zona de gatillo cuando vieron que un hombre comenzaba a sacar su Renault Clío de un garaje. Bajaron, lo encararon. “Dame las llaves la concha tu madre”. El hombre, de unos 40 años, se asustó, pero al no ver el arma comenzó a tardar un poco. A César se le había trabado la escopeta con el cierre del bolso. Por ahora eran pura amenaza. El tipo, a punto de escapar, se quedó quieto ante el trac trac de la recortada: César lo estaba apuntando. Se subieron. Primer botín. Ahora, a viborear por las calles, a repartir veneno, a conseguir el sostén de los mejores vicios.

Iniciaron lo que en la jerga se llama rally: sin destino claro, asaltando aquello que aparece y los fascina. Primero por Ramos. Después por Liniers. Robaron tres autos más. Cada uno de ellos era abandonado cuando aparecía otro mejor, siempre con el dinero de su dueño en los bolsillos. En Liniers ven pasar una 4×4 Nissan oscura. Se montan, se copan, la chocan, se bajan. Ya tenían más de 10 lucas en dinero, cadenas, celulares. Ahora “cortan” una Kangoo blanca, parece que es la última, ya está, ya hicimos buena guita, volvamos. Pero no, se enviciaron: se cruzan con una 4×4 gigante, una nave nodriza que los embelesa. Dejan la Kanggo y César encañona al dueño. Pero hay algo que no cierra, algo en la mirada del tipo que indica que puede pudrirse. César lo palpa: tiene un revólver en la cintura, es de la gorra, cagamos.

Le saca el arma, y cuando está dudando entre robarle o no, de reojo observa que un patrullero dobló en la esquina y se acerca, despacio. César se aleja de la ventanilla con calma –o eso cree- y se sube a la Kangoo. Arrancan en dirección contraria al patrullero, que sigue avanzando lento. Se cruzan. Se observan. Se tensan. Parece que todo sucede despacio, como en el cine. Diego acelera: el policía robado empieza a gritar, “paralos, paralos que me afanaron”. El patrullero da la vuelta, prende la sirena, llama refuerzos. Se inicia la cacería.

Diego pisa a fondo, mientras César prepara la recortada para defenderse. Ahora son dos los patrulleros que les soplan los talones. La Kangoo carraspea, no es muy rápida, pero están cerca del barrio. Si llegan a la Carlos Gardel, listo: es como cuando en la edad media se entraba a la fortaleza y subían la puerta-puente. Te salvabas y las flechas rebotaban en las piedras. Ya están cerca, ya falta poco. Empiezan los cohetazos, las balas que pegan en la chapa –un ruido corto, apagado-, la Kangoo que derrapa, que sigue. César responde. Faltan dos cuadras, falta una. Ahora nada. Pero la última curva es letal: chocan y vuelcan, en la misma puerta del barrio. César queda del lado del asfalto, de costado, le cuesta salir. Diego escapa y se pierde en el laberinto de la Gardel. César trepa como puede y sale del auto. Si no hubiera estado tan zarpado es probable que se hubiese dado cuenta de lo que venía: la guerra, más de 20 disparos que lo sacuden como si fuera una remera colgada. Cuatro se hunden en su cuerpo. Queda tirado. La policía se retira, cree que lo mataron. Las ruedas de la Kangoo todavía dan vueltas.

La sensación es la de estar quemándose por dentro. Un ácido ardiendo que estalla en las venas. Sangre que sale por la boca y un dolor demencial que gobierna los tendones, que sube por los tobillos hasta la cintura. Que no lo deja moverse, que lo aleja de la tierra. Hay gritos alrededor, pero él no escucha nada: el tiempo se detiene. “Sentía que me prendía fuego y me desmayé del dolor”. Los tiros le destrozaron el fémur, le quebraron dos huesos de la pierna derecha, le pulverizaron parte del talón, pero no lo mataron. Era la segunda vez que la policía lo llenaba de plomo. La primera había sido unos meses antes cuando, desquiciado, le quiso robar el auto a un oficial en la puerta de su casa. El cana tuvo su momento Rambo: le apuntó cómodamente desde adentro. La bala de la 9 mm se le hundió en el medio de la panza. Lo tiró para atrás, pero no lo detuvo. Se fue corriendo hasta su casa. “Ahí sí, ahí sí sentía que me iba. Me acuerdo de ir corriendo y de empezar a sentir que me alejaba, que todo se apagaba. Estuve cuatro días en coma, pero zafé”.

Pero ahora la cosa era distinta, porque la policía lo dejó tirado y nadie hacía un cuerno para salvarlo. Pero algunos vecinos presionaron y llegó la ambulancia, una hora más tarde. César agonizaba, había perdido el conocimiento. Se recuperó en el hospital, donde estuvo con la pierna colgada dos meses. Luego le pusieron cuatro clavos. No se los querían poner. Decían que no valía la pena, que su vida no valía la pena.

Quedó internado y detenido. Pero el juez se apiadó de su estado y lo mandó en silla de ruedas a su casa. Volvió al barrio, donde lo esperaban como a un héroe. En la cultura de ese arrabal, haberse tiroteado con la gorra y salir indemne es como hacer un posgrado en aguante. Sos Sandokán, sos Gardel en la Gardel, sos un candidato a poronga. Más si tenés 15 años y seguís metido de lleno en la ruta del arrebato y el desorden.

Primero en silla de ruedas y después con muletas, César siguió pulsando la cuerda del desborde. Hay fotos que lo muestran así, con las muletas a un lado, de noche, con gafas de sol y una mueca siniestra que ensombrece todo. Paredes oscuras de fondo. Los monobloks de la Gardel como un desgraciado teatro de operaciones. No hay nada que hacer, no hay con qué ocupar el tiempo más que con vicios y ambiciones paganas, con esa épica hostil que apologiza la cumbia sonando siempre, poniéndole azúcar a la peor transgresión. “Salgamos a secuestrar, yo que no puedo correr soy el que llamo y pido el rescate”. Buscan, lo hacen (cae un brasileño), la cobran. Pero algo sale mal. La madre de un conocido del barrio vio algo. Y habla. Una semana después el grupo Halcón tira la puerta abajo de la precaria casa –ladrillos, madera, chapa- de la familia González. Se llevan a César, a su hermano de 15 años, a su madre y a la abuela Genoveva, de 65. Una semana después el único que sigue detenido es César. Se quedó adentro casi cinco años.

***

La mancha de la angustia bajaba los domingos, durante el crepúsculo, cuando las visitas se iban y el ruido de las cerraduras era un rodillazo en el ánimo. Un dolor metafísico, una melancolía ominosa. La energía descendía y convertía a la esperanza en abandono. Ese momento era tremendo para César, encerrado desde hacía más de un año en el Instituto de Menores San Martín. Debía purgar una condena de siete años. Parecía imposible sobrellevarlos. Solo pensaba en salir y en volver a la vida salvaje.

Hasta que un lunes apareció la magia. Llevaba galera, varita, todo: era un mago en serio. Patricio Merok empezó a dar todos los lunes un taller de magia en el correccional. César no iba a ir: son pocos los internos que se anotan en esas actividades. Pero fue. No se entusiasmó demasiado con la primera clase, pero a la segunda fue con un poco más de ganas. Se quedó charlando con el mago. “Patricio empezó a bajar línea, a hablar de las injusticias sociales, del encierro del cuerpo pero de la libertad del espíritu. Y me copé. Empecé a esperar que llegaran los lunes porque lo quería escuchar”. Al mes Merok le prestó la primera lectura: De Ernesto al Che, un relato sobre el viaje andino que transformó para siempre la cabeza de Guevara. También la de César empezó a transformarse. Algo que terminó de hacer el segundo libro que le pasó el mago: Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. Ahí sí, ahí el bocho se le partió al medio. “Ahí empecé a darme cuenta de mi realidad, ahí caí en la cuenta y me dije: ‘loco, mirá lo que soy: tengo 16 años y toy todo coheteado. No puede ser’. Me di cuenta que mis escenarios habían sido la cárcel y la villa. Y empecé a tratar de cambiarlos. Yo sé que es una frase re manida, pero es la verdad: me di cuenta de que tenía que cambiar y de que, por ahora, mis únicos refugios eran los libros”.

Contado así, aún sin más matices que los que permite una iluminación repentina (similar a una conversión religiosa o a una lobotomía espiritual), el cambio de César parece teñirse de un romanticismo walshniano: como si un rayo se hubiera posado sobre él y su conciencia hubiese dado un vuelco. No parece haber manera de desentrañar las razones de una transformación tan profunda y radical más que creyendo en lo que explica: que el estado de desasosiego lo llevó a querer otra cosa para su vida. Un desconsuelo tenaz que le ayudó a desatar un deseo escondido: la lectura. Allí radica también su excepcionalidad, el hecho de que algo haga click en su interior y la vida adquiera otro significado. Muchos en su condición mitigan la tristeza hundiéndose más en la tristeza, en la anestesia lisérgica o en la religión. César la combatió con relatos.

Se largó a leer con adicción. Leyó todo Walsh, pasó por Cortázar, por Borges, Marx, Castillo y un largo etcétera que incluye filósofos como Spinoza o Deleuze. “Por fin uno que lee”, le decían en la biblioteca del correccional, huérfana de clientes hasta entonces. Una noche, un libro. “De a poco empecé a dejar de ser tan tumbero. Si no mi vida era siempre lo mismo: ‘Eh, gato, ¿todo piola? ¿Vamo a zarpar a ese gil nuevo que llegó?’ Siempre igual, hablando con los pibes de drogas, de tumba, de todo eso. Quería cambiar. Estaba muy triste”.

No fue sencillo que aceptaran su cambio en el penal. César era uno de los caciques de la cuadra, caído en combate contra la gorra, oriundo de la Gardel, preso por secuestro. Un prontuario pesado. Pero ahora el pesado leía. “Eh, loco, ¿qué te pasa? ¿Se te enfrió el pecho? ¿Qué hacés con esos libros?”. Lo hostigaban, lo miraban raro. Para no convertirse en el blanco de sus compañeros, durante el día conservaba la gestualidad y el pulso patibularios –“No pasa nada loco, si querés me paro de puños, ¿eh?-, para después encerrarse a leer hasta el amanecer. “De día tumbero, de noche ilustrado. No quedaba otra”.

Hasta que llegó el acto más revolucionario: empezar a escribir, empezar a llenar ese aire nauseabundo de las celdas –hedores, temblores, resquemores- con palabras nuevas, a soltar el facón y a empuñar la lapicera. Se dio cuenta de que aún enjaulado se puede apreciar la belleza de las cosas:

Pienso en lo frío de la soledad del sol
En la eterna virginidad de la luna,
En la relación amorosa del viento y las hojas
Y en la lluvia
Es el momento
En que el cielo y la tierra
Tienen un orgasmo.

***

“Negro de mierda ¿de qué te la das? Vos tas acá por secuestro, ¿qué carajo hacés con esos libros? ¿Qué te pensás?” Los guardias sabían bien cuándo iniciar la cacería. Durante los feriados, el correccional se vaciaba de asistentes sociales o de abogados. La ley les pertenecía a ellos: chacales con espuma en la boca y bastones largos. Sin otra razón más que la frustración y el odio –leer es provocador-, irrumpían en la celda de César y le rompían los libros, le pegaban, lo humillaban.

-¿Qué leés negro de mierda?
-A Nietzsche, ¿querés que te lo explique?

Una noche fue tal la paliza que le dieron que lo dejaron cuatro días con las piernas inmovilizadas.

-¿Qué sentías cuando te hacían eso?
-Me acuerdo de estar tirado en el piso agarrándome la cabeza y recibiendo bastonazos en la espalda y pensar: ‘No me van a ganar. Voy a seguir leyendo más que nunca’.
-¿Te daba ganas de escribir?
-Me daba más fuerza.

(Y me proponen la muerte
Y me convidan violencia
Y me baño en mis nervios
Y todo me cuesta
Y todo me ahoga.)

– Además de tristeza, ¿tenías odio, miedo, qué tenías?
– No, no tenía odio, a pesar de que me sobraban los motivos para tener resentimiento. Ellos, los guardias, son como nosotros, de barrios pobres, pero tantos años de adoctrinamiento les provocó odio hacia nosotros. Creen que pegándonos borran su pasado.

Los momentos aciagos no desaparecían. Pero por lo menos había encontrado un espacio en el que focalizar su energía. Con un aditamento: había aparecido un don, el de la escritura.

(La sensación cuando termina la visita se puede comparar a la de tirarse en un volcán de amargura en erupción.

Nadie conoce la belleza (sólo comparable al amanecer de los Incas) de morirse de una sobredosis de abstinencia sexual y reencarnar al otro día en un asesino invisible.

¿Por qué será que todos mis héroes se enamoran del suicidio?

Mi mamá ya debe haber llegado a mi casa, qué lástima, ella nunca se va a dar cuenta que hoy, luego de tres años, se recibió de astronauta carcelaria.)

Pasaban los días en el correccional. Ya había estado en el San Martín, en el Roca, en el Mitre, en el Sarmiento. El ritmo seguía igual: una noche, un libro. “Si hay algo que tenía era tiempo libre”. Ya había pasado por la literatura argentina, ya había leído todo el marxismo. “Como teórico económico Marx es un groso, pero tomar el poder con violencia es imposible”. De a poco César empezó a sentir pena por su pasado tumbero, pero en lugar de abrigar un sentimiento de lástima por sí mismo, en lugar de victimizarse o autoflagelarse por la culpa –“hice mucho mal, lo sé”-, comenzó a tener las ideas más claras, a darse cuenta de que sus condiciones de vida habían determinado buena parte de su conducta de antaño. “Desde los cuatro años que vivo rodeado de tiroteos. Preguntale a él si sabe lo que es un tiroteo. Te va a decir que sí. Acá es cosa de todos los días”, dice mientras señala a su hermano menor, una pulga que sonríe en medio del austero living de la casa. “Esa es la realidad de este lugar. Y eso es algo que yo quiero combatir. Por eso, pese a que puedo vivir en otro lado, elijo quedarme en la Gardel para intentar cambiar lo que sucede”.

La Gardel es muchas cosas, pero también es un nido de llanto, de dolores, de dealers, de caras que se cruzan y que no dan confianza –“Aquel salía conmigo, ese también”, señala César en una recorrida por su interior-, de tiempos que pasan sin gloria y vidas que se oxidan. César pinta su aldea:

“Las madres que lloran la muerte del hijo chorro en velorios propios y ajenos.

Más patadas que gambetas en el campeonato de fútbol, los domingos a la tarde. El aire intoxicado por el porro cortado que está vendiendo hoy la transa. Los evangelistas y sus gritos. Los perros persiguiendo las motos.

El guiso salvador del mediodía, el mismo guiso a la noche, lo que quede del guiso mañana.

Uno con las últimas Nike al frente, dos acá a la vuelta, diez en el fondo.

La religión de odiar a muerte a la yuta y dos de sus devotos a bordo de un súper auto seguramente robado.

Habitantes que conocen a todos, secretos que saben todos, engaños imposibles de ocultar.

Panorama de vida que siempre tiene olor a celda, a plomo, a trabajo en negro o en gris… o a traje de encargado de limpieza.

Es la villa, es otro mundo, es vivir apartado.

Escribir se volvió una práctica esencial, un ejercicio liberador, catártico. El combustible cotidiano para atemperar la larga espera que todavía quedaba, palitos que se tachaban muy despacio en la pared. También, una manera de hacer las paces con el pasado y con su cabeza, esa radio interna que no paraba de tirarle estímulos a un cuerpo encarcelado. A más apertura intelectual, más sensación de encierro. “Hay que dejar el cerebro en remojo una semana”, escribió una noche. Había sido una tarde difícil, de cuestionamientos. A esa altura, la escritura era un bálsamo. Como lo dijo esa noche de página en blanco:

¡Letras, máscara de mi herida!
Aliéntenme esta tarde
Que si no escribo soy piedra
Y vuelvo a ser tan solo un expediente.

***

“Lo más difícil es salir, porque no te dan nada; te dicen: ‘dale, salí a la jungla, arreglate’”, cuenta César, libre desde hace dos meses tras cinco años de encierro. A los dos días de llegar, en el barrio ya se había corrido la noticia de su regreso. Las madres de sus antiguos adláteres no pueden creer su transformación. Entre ellas comentan lo que todos puede ver a la luz del día: que está rescatado, que es culto, que salió hablando en el programa de Andy, que el intendente Sabatella lo incluyó en un programa de trabajo social, que en abril arranca a estudiar Filosofía en Puán. Pero por la noche llegan los fantasmas. Como vampiros, sus secuaces de otros tiempos aparecen con sus dulces. “Me trajeron una 9 mm y me dijeron de salir. Dije que no. Y voy a seguir diciendo que no. Me propuse remarla. Resurgir desde mi propio abismo”.

– ¿Te cuesta mucho?
– ¿Qué te parece? Todos los días tengo que combatir al diablo de adentro. Pero todos los días pienso en mis poemas y elijo eso. Son mi esperanza.

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*Pablo Perantuono nació en Buenos Aires en 1971. Periodista y cronista argentino. Escribe en las revistas Brando, Rolling Stone, Noticias, Newsweek, Gatopardo y Don Juan. Escribe en el blog Los Trabajos Prácticos. Trabaja en la sección Sociedad del diario Clarín.

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