Hoy, en el ciclo de crónica de los martes, compartimos Librero de viejo andante, un texto de Toño Ángulo Daneri que se publicó originalmente en La República, de Perú, y forma parte de la reciente Antología de crónica latinoamericana actual que estuvo a cargo de Dario Jaramillo Agudelo y fue editado por Alfaguara.

Toño Ángulo Daneri / Foto: Prisa

Si todo libro es un cuerpo que existe para ser poseído, Jorge Vega ‘Veguita’ es un proxeneta ambulante que ofrece lujuria de papel para lectores irredentos. Quienes conocen de sus andanzas, quienes lo han visto ofertar su letrada mercancía por las salas de redacción de la revista Caretas y los diarios La República y El Comercio –como estos ojos que se han de comer sus libros– saben que Vega es ese vendedor sabio y obstinado que toda transnacional quisiera fichar en su planilla.

Porque ‘Veguita’ no tiene clientes: tiene feligreses. Él ha estudiado con paciencia de teólogo el santoral de cada uno de los miembros de su feligresía y sabe a qué dios invocar para conseguir ese estado de arrobamiento que provoca en el lector adicto el binomio libro-propiedad.

El método de ‘Veguita’ es invocar sin piedad a la ambición bibliófila del lector curioso y entregar la promesa de sabiduría a crédito blando, sin cuota inicial y sin intereses. “El librero de viejo –proclama– .vive de la ignorancia de algunos y del afán de saber de otros”. Cierta vez espantó de su lado a un periodista joven e ingenuo lamentándose de que entre las siete novelas que él cargaba en ese momento bajo el brazo no había siquiera una que pudiera interesarle al muchacho: “Son libros demasiado básicos –le dijo–: ya los debes tener todos en tu biblioteca”, y se volteó sin decir más, como quien se presume derrotado al tratar de venderle hielo a los esquimales. Esa tarde, el muchacho le compró tres novelas de golpe y se sintió un miserable imberbe por no tener ni haber leído las otras cuatro. Luego, antes de despedirse, Vega le advirtió a otro periodista, amigo de toda la vida, que ya podía dar por terminada su amistad: “Ahora sólo nos une una insalvable diferencia -gritó para que todos lo oyeran-: págame lo que me debes, grandísimo hijo de puta”. Y ambos, abrazados, salieron del periódico al encuentro de un vino, unas cervezas y otras humedades de la noche limeña.

Pero Vega no es solamente un vendedor de libros de viejo y profanador de sueldos de periodistas. Él, a quien alguien apodó ‘El Sobaco Ilustrado’ por la forma como transporta sus empastados bienes, es también un lector impenitente y un amante inveterado del mar, la soledad, el tacutacu, la cerveza, los burdeles, el vino y la memoria. Nació en un callejón de La Victoria pero empezó a vivir recién en España, de la mano de Goya, Velázquez y El Bosco en el Museo del Prado. También llegó a ser reportero de calle en los tiempos en que los periodistas conversaban y bebían más pero envidiaban menos. Su primer amor de adolescencia fue una ‘putidoncella’ que lo expulsó de su cama cuando descubrió que Vega no era el ladrón prófugo y aventurero que él le había dicho, sino apenas un poeta de versos tristes y huidizos. Ahora, cuando acaba de cumplir la edad indeterminada de los profetas, Jorge Vega ‘Veguita’ pasea sus recuerdos por la playa de La Herradura y cada mañana afila una frase perversa que comparte con sus amigos por la tarde: “la bigamia y la monogamia son exactamente lo mismo: en ambos casos hay siempre una mujer demás”, dijo hoy y se fue, sin prestar atención a las risas que dejaba a sus espaldas.

Muchos han sido testigos y sin embargo muy pocos saben cuál es el verdadero oficio de Jorge Vega. Su oficio es la palabra, pero no la de letras de molde que él vende con premeditación y alevosía de librero memorioso, sino la que va regalando por ahí con la generosidad de un sofista extraviado en el otoño del siglo XX. Jorge Vega es un fraseólogo, un malabarista de las palabras:
Es un ‘palabrarista’ que se divierte con el idioma como niño en Navidad con juguete nuevo.

Interrogado sobre su impenetrable soledad, él dice que ha patentado un eslogan para el amor:

“Agítese, úsese y bótese: el amor es desechable”. Como todo ateo que se respete, ha fabricado su propio Dios a su imagen y semejanza. “Yo no puedo creer en el Dios de los católicos –asegura– porque cada vez que he buscado una virgen no la he encontrado. Y cómo estaremos los peruanos de necesitados de fe que cada vez que vemos una virgen la sacamos en procesión”. También ha inventado una frase para justificar su veterana e insobornable rebeldía: “Mi vocación por el socialismo –explica– la descubrí muy temprano: casi todas mis notas en el colegio eran rojas”. Y sobre su noble oficio de librero tiene una frase tierna y entrañable: “El librero es el albañil que proporciona los ladrillos con los cuales otros construirán edificios hermosos”.

-¿Escribes, Vega? –le pregunto a boca de jarro, aunque llevándome el jarro a la boca. Él me ha traído a uno de sus refugios de media tarde: el restaurante Costa Brava de la Herradura, cuyas especialidades son el cebiche de lenguado, la jalea de huevera, el picante de conchas y la cerveza de un litro 100. Sobre la mesa, dos platos vacíos y dos botellas ídem.

-No –responde él con esa voz rasposa y elegante de barítono en pisco sour, que jamás se atrevió a llevar a la radio–: cada vez que he escrito y he mostrado mis textos a algunos amigos, me han dicho que eso ya lo habían leído en Borges.

-O sea que, en el fondo, sí escribes. ¿O escribías?

-Quizá me anime a escribir mis memorias. Pero más que eso, sueño con publicar crónicas o retratos de personas fundamentales que he conocido y que me gustaría salvar de la infamia del olvido.

Los que tal vez no se salven del olvido son los versos que, al cabo de cuarenta años de peregrinaje por las palabras, Jorge Vega ha ido acumulando en un cajón de llave esquiva. Sus versos son circulares, tan igual como sus frases malignas: “No ser si no en el tiempo la nada que te sueña”. Pero alguien se encargó de decirle que la poesía está hecha de poemas, no de versos, y Vega se ha refugiado por ahora en el silencio. Mientras tanto no deja de leer. Como Borges, imagina la eternidad como una biblioteca infinita cuyos límites se pierdan en la noche de lo invisible. ‘Veguita’ lee hasta cuando está dormido: es la maldición de la soberbia de su memoria.
Puede recitar párrafos íntegros de El Quijote y acostarse leyendo un libro, memorizarlo durante el sueño, levantarse con el libro abierto sobre la frente y seguir leyendo. “El mejor lugar para leer –aclara sin embargo– es el baño: lo que no sirve ahí mismo lo echas al water del olvido”.

Una vez, hace ya casi dos décadas, Jorge Vega recibió, la llamada de una señora que hacía una semana había enviudado de un conocido jurista e intelectual limeño. La mujer lo invitó a su casa:

“Tengo algo que puede interesarle”, le dijo. Vega, famoso en esos tiempos por su prodigiosa voracidad con las mujeres, se vistió con su mejor tenida, aquella que aun hoy utiliza en las fiestas de gala a las que lo invitan sus amigos periodistas y escritores: saco de un color, pantalón de otro, polo con cuello, corbata y zapatos de suela de goma. Sin embargo, apenas entró en la sala Vega comprendió que la viuda había heredado una biblioteca de aproximadamente cinco mil tomos, cada cual más rebuscado y valioso, y que estaba dispuesta a vendérsela ahí mismo, sin regateos. “Me los llevo todos”, exclamó Vega, pero al instante se arrepintió por tan delatora manifestación de epifanía libresca. “Aunque no todos juntos –corrigió–: hoy me llevo unos cuantos, la próxima semana otros y así, cada semana vendré hasta haber completado el lote”. La respuesta de la señora, sin embargo, lo dejó perplejo: no, señor –contestó ella, enérgica– . Ahora mismo se los lleva todos o nada. Se los regalo. Aun más, aquí tiene dinero para que en este momento llame al camión de la mudanza”. Vega dudó, temiendo que otros herederos del finado bibliómano pudieran demandarlo por semejante sacrilegio. Sin embargo, había una explicación: como en todos los crímenes pasionales –y Vega sabía que deshacerse de la biblioteca lo era– se trataba de una venganza. El esposo, en vida, le había dedicado más tiempo, más dinero y más espacio a sus libros que a la mujer y a sus dos hijas.

Con el dinero que consiguió de la venta de esos libros –unos veinte mil dólares de ese tiempo– ‘Veguita’ no dudó en regalarse aquello que venía posponiendo desde la infancia por falta de dinero, de trabajo estable, de visas y de influencias, entre otras causas intrascendentes para él: su soñado viaje a Europa. Le alcanzó para vivir cinco meses de buenos vinos y mejores museos en las principales ciudades de España, Francia e Italia, su idolatrado Mediterráneo. Una noche, ebrio y pendulante como un buque que ha partido del Callao, conoció a un locuaz y derrochador comerciante árabe en un concierto de música sinfónica. Entonces Vega, con esa fácil y sincera camaradería que desarrollan los frecuentadores de cantinas, lo llevó a cenar y después a una antigua bodega de vinos en las afueras de Barcelona que él sólo conocía de oídas.

“Destápenos cinco botellas –dijo Vega al llegar, dirigiéndose al dueño y demostrando que era víctima de su propia trampa de nuevo rico– del mejor vino que tenga”. El catalán le respondió que eso era imposible. “El mejor vino que tengo es uno del que sólo hay trece botellas en todo el mundo. Cada una cuesta alrededor de cinco mil dólares, aunque eso es sólo por ahora, pues ese precio vale apenas para la primera botella. Una vez abierta ya solamente quedarán doce botellas y el precio será considerablemente mayor. Además –remató–, yo sólo tengo dos”. Después de oír esto, Vega y el árabe cerraron la boca y optaron por diez botellas de 500 dólares cada una. Y el árabe fue el que pagó.

-Creo que en esos cinco meses –dice ahora Vega envuelto en el humo de la nostalgia– todas las mujeres malas fueron mías. En el fondo, las buenas mujeres no me interesan: tienen un criterio de la moral que no colinda con la realidad.

Jorge Vega ‘Veguita’ es también un visitador irreprimible de burdeles y otros recintos ligeros de ropa. Muy joven inició su carrera prostibularia debido a una desviación profesional, pues sin haber culminado sus estudios secundarios, a los 16 años le fue inoculado el virus del periodismo. Eran los tiempos en que casi todas las salas de redacción se trasladaban íntegras a los laberintos lujuriosos de Huatica, en La Victoria, luego de haber cerrado las ediciones entre copas de pisco y otros líquidos de probada efectividad para neutralizar la incertidumbre que trae la noche. Vega, aun menor de edad, no quería perderse ese aprendizaje vital que era el único que no encontraba en los libros que ya por entonces él devoraba corno polilla de iglesia. Cuando caía la policía y le pedía los documentos que él –mocoso flaco y cara de niño bien– jamás iba a poder mostrar, ‘Veguita’ entregaba su carné de periodista y se excusaba afirmando que se encontraba allí cumpliendo estrictamente su labor informativa.

Dice él que en esa época todavía se podía caminar de madrugada por las calles jamás coronadas de Lima sin la menor noción de lo que podía ser un atraco. “Hasta los delincuentes te saludaban con un buenas noches –asegura–, lo cual es la mayor prueba de que en esta ciudad se han perdido para siempre las buenas costumbres”. De aquellos tiempos a Vega le ha quedado una teoría de los enamorados que, para él, no admite detractores. Dice que los amantes no se enamoran de una persona sino de las cualidades que interesadamente le han atribuido a esa persona. Entonces, cuando el amante descubre que esa persona ideal no existe sino que ha sido presa de su propia imaginación, llega irremediablemente la fatiga del amor. “Que en el amor es la única certeza”, remata con perversidad de solitario sempiterno.

-¿Y ahora, Vega? Ahora que no existe Huatica, ¿cómo haces?

-Ahora todo el Perú –asegura– se ha convertido en un enorme prostíbulo. La vez pasada estaba en un restaurante comiendo un lomo montado y una preciosa dama se acercó a pedirme que le invitara un plato igual. En fin, puedo asegurar que esa noche la señorita comió lomo.

Así es este Jorge Vega ‘Veguita’, vendedor de libros de viejo, lector insomne y amante convicto del mar, la cerveza, el tiempo y las palabras. Así eres, Vega: así de diverso, así de pendenciero.

Alfonso Tealdo, ese maestro periodista que en vida fue su compañero de vinos y mujeres, ya lo había advertido: mientras algunos avanzan por la vida embriagados de alcohol y sabiduría, otros cruzan el mismo camino sin mirarlos, tratando de defender su triste derecho a ser abstemios.

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*Toño Ángulo Daneri nació en Lima en 1970. Estudió periodismo en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fue cronista de los diarios El Mundo, La República y El Comercio. Ha escrito guiones para cortometrajes de ficción y reportajes documentales, y también libros por encargo. Fue profesor universitario y editor general de Etiqueta Negra. Ha publicado los libros de crónicas Llámalo amor, si quieres y Nada que declarar. Actualmente es jefe de redacción de Eñe. Su cuenta de Twitter es @angulodaneri

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