Compartimos un fragmento de Oiropa, un texto que forma parte de Temas lentos, el nuevo libro de Alan Pauls publicado en junio de este año por Ediciones Universidad Diego Portales, de Chile. La selección y edición de los textos estuvieron a cargo de Leila Guerriero. Oiropa se publica por primera vez en papel, ya que fue originalmente leído el 4 de agosto de 2010 en el curso ¿Quién es Europa? Identidad e identidades europeas, en la Universidad Menéndez Pelayo, de Santander, España.

Mucho antes que un continente, que una fuente de civilización llamada Viejo Mundo, que un proyecto político pensado para contrariar el dogma bipolar, Europa fue para él un acontecimiento sonoro. Una voz que se mueve en el aire, franquea el umbral del oído y toma de sorpresa. Una inflexión para la que no se tiene defensa. Europa fue un acento.

Europa, para él, fue Oiropa. Así sonaba “Europa“ en boca de su abuela alemana, la boca de la que escucha por primera vez la palabra. Su abuela alemana y judía: la persona a la que le debe Europa. El mero hecho de que la pronunciara así —Oiropa— bastaba para delatar lo que era: una desterrada. Alguien que en el momento de nombrar su lugar no puede evitar poner en evidencia, no puede evitar traicionar la secreta razón de esa dicción idiosincrática: que ese lugar ya no es el suyo.

En efecto, su abuela ya no vivía en Berlín —de donde, como a muchos otros, la habían disuadido de quedarse Hitler y sus secuaces a fines de los años treinta— sino en Jorge Newbery y Amenábar, una esquina plácida del barrio de Colegiales, en Buenos Aires, Argentina. Que era un acento y no una simple pronunciación extranjera —la pronunciación normal, en lengua alemana, de una palabra bastante singular, aunque más no sea por el hecho de que se escribe igual en alemán y en castellano—, eso lo revelaba el modo característico en que su abuela hacía sonar la ere: no a la áspera manera alemana, palatalizándola, sino a la argentina, con ese redoble simple, suave, como endulzado por una pizca de infancia. De haber dicho Oigopa, todo habría sido más simple: una palabra alemana dicha en un contexto argentino. Su abuela habría hablado en alemán y se habría sentido de algún modo en casa, aun cuando miles de kilómetros la separaran de Berlín, donde había hablado sin acento por última vez. (De hecho, solía hablar alemán en Buenos Aires, en las reuniones, los tés danzantes y las fiestas que congregaban a los emigrados alrededor de trémulos ímpetus conspirativos. Pero ya entonces el tema de conversación —además de la situación en Oigopa— era el acento particular que, con su aquiescencia o sin ella, iba abriéndose paso en la lengua de los emigrados.) Pero su abuela no decía Oigopa. Decía Oiropa, y la incongruencia ínfima pero decisiva entre esa sílaba inicial Oi- y la ere redoblada que venía inmediatamente después era la señal inequívoca de que la palabra, por un efecto involuntario de portmanteau, era en realidad dos palabras: Hoy, Europa. O de que en la palabra, al menos, y en términos más generales, había en juego dos lenguas al mismo tiempo.

Siempre hay algo inaugural en esa clase de episodios. Se escucha una palabra por primera vez y la palabra queda afectada, marcada para siempre por los factores que intervinieron en su configuración, en su identidad sonora —factores que ya no son contingentes sino necesarios. Para él no había diferencia alguna entre la palabra Europa y el modo en que su abuela la pronunciaba. Mejor dicho: la relación entre la palabra y la pronunciación era una relación de necesidad absoluta. (Sólo la historia podía objetar a Saussure; sólo el siglo se atrevía a refutar la arbitrariedad regia del signo.) Europa era Oiropa —como para Borges El Quijote, que había leído por primera vez, a una edad impertinentemente precoz, en una edición inglesa, era y seguiría siendo para siempre una novela escrita en inglés, al punto de que cuando tuvo su primera edición española en las manos le costó mucho reconocer un texto que se sabía, sin embargo, casi de memoria. Tal vez ya en ese fósil de fonética de infancia se cifrara una cierta idea de Europa, salvaje, probablemente, y hasta mágica, pero a la vez de una pregnancia extraordinaria, tanto que es probable que al día de hoy no lo haya abandonado.

Él: hablamos de un niño todo oídos, algo asustadizo y malhablado, de tres, cuatro, cinco años, que pasa los fines de semana estipulados por el rudimentario derecho de familia de la época en lo de su abuela alemana, una de esas casitas bajas, de paredes combadas y ventanas de estilo náutico, versión pobre pero decorosa del racionalismo europeo que los ingenieros civiles construían y firmaban con veleidad de artistas en los barrios más inesperados de Buenos Aires. La casa en la que su padre, también alemán, ha buscado asilo luego de una estadía intensa pero poco sustentable en el país del matrimonio. Para él, para el niño que es él, Europa es una palabra que se dice así, que obliga a pronunciarse así, que impone a quien quiera pronunciarla esa dicción bífida, ambivalente, negociada, donde una lengua original se mide con una lengua segunda en una suerte de diálogo amable, tolerante, civilizado, pero no exento de tensiones.

No debe haber casi argentino de su generación que no haya nacido y crecido envuelto en esa clase de paisajes sonoros, sorprendido y atraído por el efecto de disonancia que las lenguas de Europa —el alemán en el caso de su familia paterna, en otros el italiano, el polaco, el francés, incluso el español de España— producían al encontrarse, frotarse y por fin rendirse, no sin resistencia, no sin forcejear con ella desde adentro, a la lengua local. Son paisajes peculiares. Difícil distinguir, en ellos, dónde terminan la dificultad, el esfuerzo, la torpeza, y dónde empiezan el hallazgo, la invención inspirada, incluso cierto virtuosismo oral. Alemana y judía en Buenos Aires, su abuela es para él —con quien no puede usar su lengua materna para hablar sino, a lo sumo, y esto recién unos años más tarde, y con resultados ligeramente inesperados, para intentar enseñársela— una combinación bastante irresistible de oradora primitiva balbuceante, siempre afligida por la desproporción inhumana que hay entre todo lo que piensa y lo poco que es capaz de decir, y una máquina de emitir juegos de palabras, retruécanos, homofonías ingeniosas, gemas improvisadas que es fácil apreciar (entre otras cosas por la luz irónica que arrojan sobre los usos verbales argentinos) pero muy difícil atribuir, ya que no resultan de una intención conciente sino de la diferencia insalvable, a menudo tragicómica, entre la intención y la imposibilidad lingüística de ejecutarla, y todavía más difícil localizar, puesto que no nacen de la lengua alemana ni de la española sino de otra, una tercera, lengua ni huésped ni anfitriona, lengua squatter, si se quiere, que no figura en manual alguno, que carece de definición y de gramática y hasta de ser, porque es la lengua que su abuela inventa sobre la marcha, a medida que la habla, en función del miedo, la vergüenza o el arrojo, la distancia o la confianza que ve o cree instalarse entre ella y sus interlocutores, el interés, la perplejidad o el entusiasmo risueño que lee que su colección de tropos súbitos despiertan en el rostro de quien la escucha.

Renga, lírica, a medio camino entre el lapsus y la hipercorrección, esa tercera lengua se crea sobre la marcha y crea a su abuela como hablante, le inventa una identidad lingüística nueva, extremadamente específica, impredecible. Pero también inventa otra cosa, lo único que puede asegurarle supervivencia, vitalidad, reproducción: un oído nuevo. El oído capaz de escucharla como lengua, facultado para seguir sus torsiones y gozar, o malentender gozando, de sus pasos de comedia. Al mismo tiempo que se inventa a sí misma, esa lengua del acento inventa un modo de percibir, un tipo de atención, una disponibilidad —potencias todas nacidas para consagrarse a ella, la lengua del acento, pero que después, con el tiempo, se emancipan hasta convertirse en instrumentos de una sensibilidad general; es decir: en una manera de escuchar el mundo. O mejor: una manera de escuchar los dos mundos —los dos por lo menos— que hay en todo mundo. Hoy, cuando él se confiesa todo lo que le debe a su abuela (y es algo que se sorprende confesándose cada vez más a menudo, cada vez más convencido), no piensa tanto en aquello que su abuela le dio, en el capital doméstico que le transfirió, como en aquello en lo que lo convirtió. Le debe, en más de un sentido, su formación como destinatario.

No es casual que las primeras cartas que recibe en su vida —tan tempranas, incluso, que necesita ayuda para leerlas— las reciba de su abuela alemana. Otra subrepticia lección europea: hasta entonces, a ninguno de los viajeros ocasionales de su familia se le ha ocurrido articular de ese modo escritura y distancia. Es como si ellos, argentinos, dieran por sentado que la distancia es un obstáculo transitorio y se desentendieran de todo lo que pudiera consolarla o engañarla; y es como si su abuela, europea, sólo diera por sentado exactamente lo contrario: que nadie sabe nunca cuánto tiempo estarán lejos, separadas, dos personas que se adoran y están lejos. Es en esas tarjetas postales —y no en los registros de la institución escolar— donde él ve por primera vez su propio nombre en forma escrita, estilizado por esa letra de imprenta apenas peinada hacia la derecha que desconoce las minúsculas, remata con serifas las eses y las ces y transcribe el asombro o el escándalo en largas colas de apretujados signos de entonación. (Para las viejas escuelas europeas de caligrafía, la mano no era sino una prolongación carnal de la máquina.)

Escribe muchas tarjetas postales. Escribe con la regularidad responsable, casi reglamentaria de los emigrados, y también con su fuerza acuciante, su urgencia, su incurable ansiedad, apremios que toma por virtudes y espera con intransigencia que también cultiven con ella todos sus corresponsales. Cualquiera sea el tema y el destinatario, son todas cartas de amor: cartas de abandonada. (Una tarde de mediados de los cincuenta, su marido anuncia en voz alarmantemente alta que va al kiosco a comprar cigarrillos y no vuelve. Dos años después, una carta con matasellos de la Costa del Sol pretende explicarlo todo: se ha juntado con una mujer llamada Rosa y regentea un pequeño restaurante para turistas en Torremolinos, donde al parecer no escasea su marca de tabaco preferida.) En todas las cartas el amor fatalmente termina disipándose, como una cortina de humo, y deja filtrar la energía ciega que las ha animado en secreto: pedidos de auxilio, exigencia de alguna retribución postergada, ultimátums de toda clase. Son cartas de amor porque giran siempre alrededor de una promesa. Son cartas de emigrada porque a todas las desvela el mismo fantasma: no recibir lo prometido. La menor vacación, el viaje más corto, un par de días lejos y su abuela pone manos a la obra. Es como si esperara en secreto la ocasión de alejarse sólo para poder escribir. Quizá la distancia sea la razón de ser por excelencia del escribir, su condición de posibilidad, su tema: todo. Las redacta desde Villa Gesell, el tosco balneario de la costa atlántica adonde huye a pasar los tres meses de verano, atraída por los techos a dos aguas, la sachertorte, los modales prusianos del fundador del lugar, don Carlos Gesell, él también alemán, y demás alardes de color local bávaro con que la localidad se empecina en refundar la Selva Negra en plena playa sudamericana, con treinta y cinco grados a la sombra. También las envía desde Cape Cod o Nueva York, donde cada tanto visita a su hermana, la montajista de cine, única esquirla de la familia que la Noche de los Cristales Rotos eyectó hacia el hemisferio norte de América.

Todas las cartas empiezan igual: “Mein süss“, “Mi dulce“, una expresión que su abuela también usa a menudo con él en la vida cotidiana, es decir en la vida oral, sólo que actuándola, envolviéndola en ese terciopelo infantilizado al que suelen recurrir los adultos para ganarse la adhesión de los niños. Se las dirige a él; él es mein süss. Pero ya entonces, a los cuatro o cinco años, edad en que los niños no suelen tener más remedio que ser eso y sólo eso que los demás deciden que sean, objeto sublime pero objeto al fin, ya entonces, analfabeto, como según Borges eran los argentinos en el siglo XIX si no sabían inglés o francés, incapaz de leer pero no de reconocer las dos fuerzas en pugna que se ponen en escena cada vez que escucha de boca de su abuela alemana la palabra Oiropa, ya entonces él es cualquier cosa menos un dulce. Tal vez —como se le ocurre mucho después, ahora, cuando lo escribe— mein süss no sea una expresión constativa sino performativa. Tal vez no describa lo que él es para el amor de su abuela sino lo que el amor de su abuela quiere hacer con él, de él. Tal vez su abuela, llamándolo mein süss, busque endulzar algo a lo que a priori parece faltarle un poco de azúcar. Algo que ella misma ha despertado en él y que es más bien áspero, díscolo, filoso. Un cierto estado de alerta. (…)

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