Compartimos un fragmento de Las poseídas, la última novela de la escritora argentina Betina González. El libro obtuvo el premio Tusquets de Novela 2012. La autora de Arte menor (Premio Clarín 2006) dictará durante junio y julio el taller de nouvelle en la sede de la Fundación TEM.

El colegio primero había sido un orfanato fundado por las Hermanas de la Caridad y después simplemente una escuela para chicas pobres que las monjas educaban «en la virtud para el servicio». Nunca había sido un convento de clarisas. Por qué las Hermanas habían elegido el nombre de la santa italiana que predicaba la pobreza para una institución destinada a chicas que ya la sufrían, era para nosotras un misterio menos interesante que las historias de fantasmas que repetíamos de generación en generación. De las monjas que lo habían fundado a principios de siglo no quedaba en el colegio más que el retrato de su madre superiora, colgado al final del corredor que llevaba de la rectoría al salón de actos. El obispado, a cargo de la escuela desde los años treinta, había conservado el nombre pero había reemplazado a las Hermanas de la Caridad por las Hijas de la Inmaculada Concepción y por profesoras laicas, con las que igual seguíamos reflexionando sobre la pobreza —especialmente en el himno a la santa patrona— por una alta cuota mensual.

Del predio del Santa Clara —que incluía hasta un pequeño bosque con un lago— sólo habían sobrevivido tres manzanas rodeadas por una pared continua donde los chicos del barrio pintaban distintos tipos de groserías (un día, el nombre de Marisol apareció acompañado por una gran boca que se tragaba tres penes desmesurados). Se decía que la reputación de las chicas del Santa Clara, alguna vez, perfectas sirvientas u operarias para una ciudad que no dejaba de crecer, ahora llegaba hasta la quinta de Olivos, otro gran paredón no muy lejos de la escuela. Toda clase de historias de perversiones circulaban a nuestro alrededor. Los padres y madres de las nuevas clarisas seguían asistiendo a las ceremonias de comunión y confirmación sin enterarse de nada. Aunque no todas merecíamos la reputación, no dejaba de tener cierto atractivo ser parte de esas mitologías. Había algunas que aprenderíamos a usarlas a nuestro favor.

Alguien escribió alguna vez que el único gesto de honestidad que le queda a un hombre maduro es el de esperar a las niñas a la salida de los liceos con los bolsillos llenos de chocolatines. Esa ingenuidad al final de una frase que quiere ser provocadora siempre me ha dado risa. Igual que los disfraces de colegiala que se venden en los sex shops. ¡Chocolatines! ¿Hace falta aclarar que con chocolates los hombres maduros no llegan a ninguna parte?

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*Betina González se recibió de magíster en Escritura Creativa en el Programa de Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso, una maestría única en el mundo, ya que fomenta la práctica y la formación docente en  diversos géneros literarios y el trabajo a dos lenguas (inglés-español). Betina es, además, doctora en Literatura Latinoamericana (Universidad de Pittsburgh) y profesora en la Universidad de Buenos Aires, en donde participa de distintos proyectos de investigación. Ha publicado Arte menor (Premio Clarín Novela 2006) y Juegos de playa (Segundo Premio Fondo Nacional de las Artes en la Categoría Libro de Cuentos, 2006). Más información en: http://www.betinagonzalez.com

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