Compartimos aquí una de las crónicas incluidas en Ni tan héroes, ni tan locos, ni tan solitarios, de Juan Mascardi, que se presenta este viernes 28 de octubre Fundación TEM.

Las crisis te matan de a poco. El menemismo agonizaba en manos del tibio gobierno de Fernando de la Rúa quien decidió prolongar la farsa económica de sostener la convertibilidad: en Argentina un peso valía un dólar. La desocupación crecía y la indignación también. El país estaba por explotar mientras la fiebre dolarizada de viajes a Miami continuaba, ejecutada por una clase media que apaciguaba con ansiolíticos y merca la recesión de un país de mentira, de mierda. Yo era un periodista desocupado y también me iba apagando, sufriendo ataques de pánico, teniendo más terror a la muerte que a la crisis.

Dicen que las crisis generan oportunidades como si el sufrimiento valiera la pena. La crisis y el cáncer también iban matando de a poco a mi viejo, mi familia se disolvía y yo terminaba con un noviazgo eternamente adolescente. Estaba harto del periodismo sin saber que estaba harto. Mientras el miedo me paralizaba, me jugaba mi última carta en Buenos Aires, la ciudad que deglute: anotarme en un curso intensivo para obtener el flamante título de instructor de natación. ¡Venga y recíbase en un año! Esa era mi prolongación porteña. Prolongar la existencia, prolongar la mentira, prolongar una enfermedad terminal. Prolongar un presente en una instantánea. Una foto. Un pseudo narrador que  va en busca de la nada. Un narrador que nada. Que nada en la nada.

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Le digo que mire su propia foto. Le pido que se acerque al cuadro un poco más. Le sugiero que, con una mano, sostenga la medalla de plata con fuerza. Le imploro que no voltee su cabeza hacia nosotros por más que escuche ruidos de fondo. Le hablo en voz alta, bien alta: ¡Quieta! Deseo que la instantánea tenga naturalidad. Que la foto no salga movida. Que el rebote del flash en el vidrio del cuadro que enmarca su propia imagen en traje de baño que se publicó en El Gráfico no arruine mi propia foto que no se publicará en ningún lugar. Ese retrato del presente es la corroboración del encuentro. La inmortalidad, la eternidad y el punto de partida para volver a contar una historia que ya se narró mil veces. Es una certificación, un sello casi burocrático, una necesidad más mía que de ella. La nadadora de 84 años accedió a la entrevista con clase, con elegancia, con un británico Sí. Yo llegué al refinado barrio de Belgrano en el norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con desesperación, ansiedad y aires de renuncia. ¡Ahora!, le digo. Click. Flash. Luz. Rebote. ¿Ya está?, me pregunta. Sí, ya está, le contesto. La sesión fotográfica-analógica ha terminado.

Jeanette Campbell nos acompañó hasta el ascensor y nos despidió con beso en la mejilla. El encuentro duró poco más de una hora. La mujer olímpica revivió la epopeya del viaje en barco desde la Buenos Aires de la Década Infame hasta el Berlín de Adolfo Hitler. Verbalizó la hazaña con su pronunciación prolija. Poco me acuerdo de lo que dijo. Mi amigo Fernando, que me acompañó al encuentro, lo grabó todo.

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Acción. Secuencia: la nadadora que parte.

Se subió a un transatlántico. Se distinguió entre 54 hombres robustos. Se entrenó en una pileta de dimensiones diminutas sujetada a una soga. Se entusiasmó, se esforzó, se aburrió, se recuperó, se volvió a entrenar. Se bajó del barco después de tres semanas de viaje. Se deslumbró con la perfecta ingeniería en la organización de la competencia. Se preparó durante un mes antes de las carreras. Se acordó de su hermana Dorotea, la guía, la insignia, el ejemplo, la campeona. Se concentró. Se subió al pilote número 6 y esperó la orden del juez. Se zambulló de cabeza y nadó con clase, estilo, potencia. Estaba escribiendo en el agua su nombre para toda la historia. La nadadora amateur del Belgrano Athletic descolló en la prueba final de los cien metros libres. Llegó segunda a sólo cinco décimas de la holandesa Rita Mastenbroek. Fue el 10 de agosto de 1936 a las tres de la tarde bajo un sol pleno y ante veinte mil espectadores. La mujer en blanco y negro de ojos azules tenía veinte años. Jeanette Campbell, la primera mujer argentina en participar en un Juego Olímpico fue también la primera dama en conseguir una medalla.

Un ex jefe de prensa siempre decía que había que entrevistar a viejas glorias del deporte, del espectáculo o de la política porque la muerte estaba cerca. La necrológica, tener la última entrevista, eternizar la voz y los ojos y la piel y los gestos y la puta madre que los parió. ¿Qué mierda fui a buscar a la casa de Jeannette? Quiero una foto al lado de la mujer historia.

Flash back. Nació en Europa dos décadas previas al momento cumbre de la medalla. Fue en 1916 en Bayona durante la Primera Guerra Mundial. Sus padres estaban de viaje cuando estalló la guerra. Decidieron refugiarse de las bombas y de las balas en el sur de Francia esperando el momento para volver. La espera duró más de dos años. En ese interín nació la futura nadadora. La familia Campbell regresó al país en 1918, desde Barcelona, y residieron siempre en el barrio Belgrano. Jeanette siguió los pasos de su hermana Dorotea, quien fuera campeona argentina de los cien metros libres en 1928. De muy pequeña empezó a nadar a una cuadra de su casa, en el Belgrano Athletic, hasta que se despidió de la práctica deportiva cuando se oficializó la suspensión de los Juegos Olímpicos de 1940 que se iban a realizar en Helsinki, Finlandia.

En la historia de la deportista no hay ni moralejas ni finales con perdices sino experiencias de un siglo que asomaba con épicas mujeres y que se dividía entre guerras mundiales. La medallista también conserva de Alemania otro premio: fue elegida la Reina de los Juegos Olímpicos. Fernando, mi amigo y colega que me acompañó pregunta más que yo. Yo miro o creo haber mirado con desinterés cada secuencia. Yo debía rendir un examen para mi nueva carrera: instructor de natación.

—¿Cuándo dejó de nadar?

—Después del 39 en Guayaquil dejé de competir. Luego sólo nadé por placer.

—¿Y ahora?

—No, no me gusta verme en traje de baño.

En el departamento hay un mueble con tres estantes pequeños que sostienen una veintena de preseas que consiguió durante toda su carrera, una foto en sepia de Jeanette joven, una campana de porcelana y un par de placas de reconocimiento con los anillos olímpicos. La primera medalla la ganó con sólo dieciséis años cuando se consagró campeona en los cien metros libres en el Sudamericano de Río de Janeiro. Esa actuación fue la llave para participar en los Olímpicos de Berlín.

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Nos recibió como a nietos pero yo no quería tener otra abuela. Yo quería que mi viejo no se muriera, quería irme de Buenos Aires y mandar todo a la puta madre que los parió pero no me animaba a una frustración cuando aún no había despegado. El pánico me asfixiaba y me hacía creer que era un muerto en vida. Pero aún así, este encuentro prolongaba la agonía. La agonía de mi crisis interna, la mía, la que no tenía consuelo. Ella nos habló de sus ausencias, de sus progenitores, de su esposo. “Tenía dos hermanas y mi esposo Roberto Peper que, lamentablemente, se han ido. También tengo un hijo y dos hijas que me dieron diez nietos y una bisnieta. Nuestra hija Susy era pechista y compitió en los Juegos Olímpicos de Tokio en el 64. Yo viajé con la delegación y además me nombraron abanderada. Ésa fue una de las mayores alegrías que tuve, poder desfilar con la bandera de mi país, junto a mi hija que estaba en la delegación”.

La entrevista fue a mediados del año 2000. La mujer dejó de ser un dato, un número estadístico en el medallero olímpico nacional, no fue la protagonista de un capítulo de la fotocopia sobre “historia de la natación argentina” que leí en la Escuela de Natación donde realizaba el curso corto para recibirme de Instructor. Jeannette fue una abuelita sin lobo, sin Hitler, sin crisis y yo no ejercí mi profesión. Yo no era un periodista en ejercicio.

—¿Qué recuerdo tiene de aquella carrera?

—Un poco de lástima, pero por suerte mi memoria se acuerda de todo lo lindo de esa medalla. Nosotras, las mujeres, vivíamos en un circuito cerrado donde estaban todas las pistas y las piletas. Como habíamos llegado con tanta anticipación, nos pusieron una casa donde convivíamos 25 mujeres y allí nos hicimos muy amigas, entre ellas Perth, mi amiga de Australia. En ese lugar nos atendían y nos cuidaban como a reinas.

Cuando Jeanette habla de “lástima” no se trata de una mirada exigente del recuerdo de la prueba sino que se refiere a lo cerca que estuvo de la medalla oro. La carrera fue muy pareja. Ella llegó primera en girar a los cincuenta metros. Hasta ese momento Campbell iba brazada a brazada contra la alemana Gisela Arendt, que estaba en el andarivel siete. Faltando veinte metros la argentina se alejó de la nadadora local pero en la recta final la holandesa HendrikaMastenbrock tuvo una recuperación asombrosa, multiplicó sus brazadas, su potencia y superó por dos décimas a Jeanette. Mientras redacto este perfil tardío encuentro el video de la prueba en YouTube. Tiene apenas 43 visitas.

—¿Cómo la trataron en el viaje?

—A la ida no me querían dejar demasiado con los muchachos. Entonces, cuando almorzábamos y cenábamos me pusieron en una mesa con los delegados. Los pobres tenían tantos problemas que todo el tiempo discutían, así que eso no era muy lindo. A la vuelta me senté con los amigos, de los cuales dos eran del Belgrano Athletic. Fue sensacional.

—¿Había una especie de rechazo porque era mujer?

—Sí. Era la primera vez que una mujer viajaba a unos juegos olímpicos y no tenían mucha simpatía. Además, algo que no supe hasta hace muy poco es que era la segunda vez que practicaban las mujeres en unos juegos, ya que la primera había sido en 1932 en Los Ángeles.

—Antes de viajar a Berlín, ¿pensaba que podía ganar la medalla de plata?

—Mire, estuve tan chocha [alegre] cuando gané la medalla… Cuando fui no tenía idea de que podía ganar. Sólo quería nadar. Por suerte gané la serie, después la semifinal y en la final terminé segunda. Estuve muy cerca del oro.

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Campbell relata el resumen de su vida de forma sintética. Todo está a la vuelta de la esquina, el club, la pileta donde nadó toda su vida, el lugar exacto donde conoció a su esposo Roberto, quien fue también su entrenador. De nombre francés, de sangre escocesa y de procedencia europea, el micromundo de Jeanette es el refinado barrio de Belgrano. “Mi papá era escocés y mi mamá era argentina, hija de Mary Gorman, una de las primera maestras que Sarmiento trajo al país. Mi mamá se casó con John Campbell que había venido de Escocia y vivía en Pigué. Después se fueron en un viajecito a Escocia y cuando iban a volver estalló la Primera Guerra Mundial, así que se fueron al sur de Francia esperando volver. Allí nací yo. Por eso me llamo Jeanette”, enumera la nadadora y resume tres generaciones en tres renglones.

El dato de Mary Gorman es excepcional. Ensayo posibles títulos: “La nieta de la primera maestra del sistema educativo argentino es la primera mujer olímpica”. Mary Elizabeth Gorman, oriunda de Estados Unidos, hija de un clérigo bautista, tenía 25 años cuando arribó a Buenos Aires para rubricar el proyecto pedagógico de Domingo Faustino Sarmiento. Él quería que Mary fuera la directora de la escuela de San Juan, pero ella no se animó a cruzar campos, malones y potenciales degüellos. El viaje duraba quince días en diligencia y Mary se negó. ¿Qué fue de la vida de Mary? ¿Tu madre te contó la historia de Mary? ¿Es cierto que Sarmiento se ofendió con tu abuela porque se negó ir a San Juan? ¿Y de la fiebre amarilla? ¿Murieron casi todos quienes vivían con Mary en la mansión porteña? ¿Qué rasgos hay de tu abuela en tus agallas viajeras? Nada de esto le pregunté. Un cronista improvisado con poco olfato. Un ex periodista con ansias de nadador. La mujer de 84 años soltó el dato, lo extraño, lo curioso, su herencia de sangre universal, su perfil de ciudadana del mundo. Yo me anclé en su universo cotidiano: Belgrano, su cuadra.

De aquel encuentro me quedaron varias fotos tomadas con una cámara analógica, una desgrabación de la entrevista, una apostilla extremadamente barroca que escribí para el diario de Colón —la ciudad donde nací—, algunos recuerdos muy vagos y confusos, una pila enorme de repreguntas que no hice, apuntes que jamás anoté, sensaciones que magnifiqué en su momento y detalles que se me escaparon, que los dejé ir, que los abandoné. Hacía pocos días que me había alejado del periodismo. El telegrama de renuncia al canal de noticias donde trabajaba fue la rúbrica jurídica para mi abandono profesional luego de casi cuatro años de trabajo como productor de primicias. Ya no creía en el “último momento”, en el impacto como herramienta imprescindible de la tele, en las historias bañadas de sangre y lugares comunes. Aún no había leído a Gay Talese y su mirada sobre el escepticismo como valor del periodista: “Un periodista tiene que estar harto, enfadado con la situación y reaccionar. No pueden ser tan pasivos”. Yo estaba harto, sufría el escepticismo pero no reaccionaba. No quería ser más periodista. Quería que mi viejo no se muera. Y temblaba de pánico.

Había comenzado un nuevo siglo y el universo no se había terminado. Yo buscaba nuevos horizontes en el curso corto: “Sea Instructor en Natación en un año con rápida salida laboral”, cambiar la nada por nadar hasta que me topé con la historia de Jeannette Campbell, la dama que sobrepasó la estadística.

¿Por qué fui a verla? Una posibilidad: sentí la terrible necesidad de ir a conocerla antes de repetir como un loro en el examen final de Historia de la Natación los datos que hoy están en la web. La más probable: estaba desocupado y no sabía qué hacer, pensar un plan, una salida para evitar el bajón post-renuncia, no suicidarme, huir del pánico y le propuse a mi amigo y periodista del diario La Capital de Rosario, Fernando Gabrich, ir a visitar a la abuela heroína Jeanette Campbell. ¿Vamos? Sí, claro, me dijo. Y fuimos.

Jeanette Campbell murió el 15 de enero de 2003 en su casa del barrio de Belgrano. Fernando Gabrich publicó la entrevista en el diario La Capital. Yo abandoné el curso de instructor de natación dos meses después del encuentro y jamás rendí Historia de la Natación. Regresé al periodismo el 14 de marzo del 2001 cuatro días después de la muerte de mi viejo, nueve meses antes que el país estallara en el diciembre más trágico de Argentina, el diciembre que terminó con el menemismo prolongado en el gobierno del tibio De la Rúa.

Y espero cada 15 de enero para encontrar un medio que quiera publicar esta necrológica que no habla de una muerte sino de muchas.

 

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