Compartimos La eternidad inmóvil, un texto de Cynthia Eisenberg, periodista argentina que actualmente cursa el taller de crónica a cargo de Josefina Licitra en la Fundación TEM.

Cynthia Eisenberg / Foto: Archivo autora

El 27 de abril de 2009, un error médico en el parto dejó a Camila Sánchez –recién nacida- en estado vegetativo. Nunca volvió a despertar. Desde que supieron el pronóstico –irreversible- sus padres pidieron desconectar el respirador que la mantenía con vida, pero la ley se los prohibió. Esa barrera los impulsó a iniciar una campaña que transformó a Camila en un emblema de la pelea por una Ley de Muerte Digna en Argentina. Esta es la historia de esos días, de esta lucha y de la forma en que la ausencia –presente- teje su trama oscura.

Selva Herbón entró en trabajo de parto la madrugada del 27 de abril de 2009. Esperaba a su segunda hija. Esa vez, sin la ansiedad de una madre primeriza, aguardó en su casa junto a su marido –Carlos Sánchez- hasta que las contracciones fueran cada diez minutos. Recién entonces el matrimonio subió al auto y se fue a internar.

Llegaron a la Clínica Monte Grande a mediodía. Selva trataba de respirar de modo acompasado, con jadeos cortos, como le habían enseñado en el curso de preparto. Las contracciones se hacían cada vez más largas y más fuertes, pero ella se sentía tranquila: el dolor estaba en sus planes.

Lo que no estaba en sus planes era lo otro.

—Te voy a romper la bolsa.

La partera se le acercó con una aguja larga y una palangana.

—¿Por qué? –dijo Selva– Si en el parto de mi otra hija la rompí sola.

—Es que tenés ocho de dilatación.

La partera le introdujo la aguja y un líquido claro y tibio se le escurrió entre las piernas. En ese instante, la partera se alejó unos pasos de la cama, sacó el celular del bolsillo y llamó al médico. “Procedencia de cordón” alcanzó a escuchar Selva.

Lo que siguió después es una serie de recuerdos fangosos, una confusión de voces alteradas, caras con barbijo y manos que la revisaban, le inyectaban una cánula en la mano, la subían a una camilla, la llevaban en ascensor al quirófano del segundo piso.
“Procedencia de cordón “volvió a escuchar mientras la anestesia la iba hundiendo en un sueño largo y negro.

***

—Tu hija nació muerta- le dijeron cuando despertó.

Después le dijeron otras cosas. Que la habían reanimado por más de veinte minutos. Que el líquido amniótico había salido con mucha fuerza y había arrastrado el cordón umbilical. Que la cabecita de la beba había presionado el cordón. Que había dejado de llegarle oxígeno y el cerebro se había dañado para siempre. Que la partera debería haber sostenido la cabeza de su hija, pero no lo hizo. Que el médico debería haber llegado a tiempo, pero no llegó. Que el camillero tampoco llegó.

Selva no recuerda si lloró o gritó. Lo que sí recuerda son las cosas que en ese instante dejaron de importarle: el moisés de color rosa que no habían terminado, las batitas que no habían llegado a comprar, el cartel de “bienvenida hermanita” de Valentina que, en el apuro por salir, Carlos había olvidado en casa. Y todas las cosas que de pronto dejaron de existir.

Un día después del parto, Selva entró por primera vez a la sala de terapia intensiva de neonatología. Al principio le costó distinguir entre la maraña de cables y monitores el cuerpo todavía azul de Camila. Recién después de un rato largo se animó a estirar la mano y la tocó. Estaba tibia.

***

La historia clínica de Camila Sánchez, la segunda hija de Selva Herbón y Carlos Sánchez, dice que ingresó a terapia intensiva de la Clínica Monte Grande el 27 de abril de 2009 con una edad gestacional de 39 semanas, 3,325 kg de peso y un cuadro de encefalopatía crónica no evolutiva causada por asfixia al nacer. Que fue reanimada y después de eso tuvo convulsiones, taquicardia y un electroencefalograma casi plano. Y que los riñones no le funcionaban y no respiraba ni se alimentaba por sus propios medios. Por todo esto, a los 25 días de vida el equipo médico que la atendía aconsejó que se le hiciera una traqueotomía y un botón gástrico para alimentarla. Los padres accedieron. Pensaron (les dijeron) que con esas medidas el estado de Camila iba a mejorar, aunque con secuelas. Asumieron que iban a vivir con una hija discapacitada, aunque era muy pronto para determinar cuál iba a ser el grado de esa discapacidad.

—Ahí fue que empezamos a esperar -dirán Selva y Carlos, meses después, en la sala de espera del Centro Gallego de la Ciudad de Buenos Aires, donde actualmente se aloja Camila.

Desde que ella nació, los dos pasaron muchos días y muchas noches en la sala de espera de varios centros de salud. Primero, Camila estuvo internada tres meses en la sala de terapia intensiva de la Clínica Monte Grande. Como no experimentaba ninguna evolución, la obra social le ofreció a la familia trasladarla al Alcla: un centro de rehabilitación de última tecnología en el barrio de Belgrano que se hizo famoso cuando recibió a Gustavo Cerati, víctima de un ACV que lo mantiene inconciente desde mayo de 2010. Allí, un equipo de kinesiólogos, fonoaudiólogos y especialistas iniciaron el tratamiento de la beba pero un año más tarde Camila seguía igual.

Lo que sí evolucionaba en la vida de Camila, eran los costos. En marzo de 2010 la obra social decidió que el tratamiento de la beba estaba costando demasiado y que el sinfín de terapias a las que se la había sometido en Alcla no habían dado ni darían ningún resultado. La internación en este centro representaba un gasto de 2000 pesos diarios y la ley de obras sociales los obligaba a afrontar la totalidad de ese monto.

Tal como estaban las cosas, la obra social propuso el traslado de la beba y los padres accedieron. De las opciones posibles, prefirieron la pública: quisieron llevarla a un hospital. Pero ninguno quiso admitirla.

—Nos dijeron que era una paciente crónica, que no tenía posibilidad de mejoría. Y los recursos estaban para quien la tuviera -recordará Selva en el Centro Gallego: la única institución que admitió a Camila.

En el medio de aquel traslado, en marzo de 2010, la historia clínica llegó a manos de Selva.

—Cuando la leí, vi que su diagnóstico inicial había cambiado –dirá-. Camila presentaba un estado vegetativo permanente. Eso quería decir que su estado era irreversible. Que dentro de 10, de 20 años iba a seguir igual. Nunca nos habían dicho eso.

En ese momento, Selva y Carlos decidieron que no querían esa vida para su hija. Pidieron entonces que le retiraran el respirador que la mantenía con vida y que le permitieran morir. Con ese pedido, la historia de Camila llegó a los medios de todo el país y el rostro de Selva Herbón comenzó a hacerse familiar en las pantallas argentinas. El de Camila, con los párpados inmóviles y un tubo de plástico insertado en la garganta, también.

***

Cuando Selva y Carlos pidieron en la clínica que dejaran morir a su hija, el Dr Arnoldo Grosman, director del Centro Gallego, dijo “no”. Los padres hablaban de derechos, pero el médico habló de homicidio. En el medio de la polémica Selva acudió al Comité de Bioética del Incucai para que intervinieran en su caso.

El comité está formado por dos neurólogas, una psicóloga, dos filósofos, médicos de diversas especialidades y abogados. Es un organismo nacional y fue creado para mediar entre los médicos y pacientes o familiares de pacientes en problemas relacionados con la donación de órganos. Esto significa que establecen prioridades en las lista de espera, evalúan los candidatos a un transplante y regulan la distribución de órganos. Además, son consultados por otros temas en los que la ética y la medicina entran en contacto. Como el de Camila.

La sala donde el comité se reúne todos los lunes por la tarde está rodeada de ventanales que dan a un parque, en el predio que el Servicio Nacional de Rehabilitación tiene en el barrio de Belgrano. En un rincón del cuarto hay medialunas y varios termos con café. Y en el centro, alrededor de una mesa grande y lustrosa, están sentados los miembros del comité. Beatriz Firmenich es filósofa y una de las coordinadoras. Está ubicada en la cabecera de la mesa y habla mientras revisa los archivos del día en una notebook:

—El caso de Camila fue un fracaso para nosotros -dice-. Un comité de bioética busca que haya acuerdo entre las partes y que el caso no se judicialice o, como en el caso de Selva, trascienda a los medios. Pero cuando el paciente no encuentra la respuesta que necesita, se siente expulsado y obligado a hacer su caso público.

Roxana Fontana es psicóloga y coordina las reuniones junto a Firmenich.

—En el caso de Selva hay un a exposición constante y ella no lo puede parar -dice Fontana-. El país esta juzgando qué clase de mamá es, si lo que está pidiendo la hace o no la hace una persona horrible.

En el país existen varios comités de bioética. Cada uno de los 33 hospitales públicos de la ciudad tiene uno. En la provincia de Buenos Aires sólo hay tres. Generalmente quienes consultan al comité son los médicos, porque los pacientes desconocen su existencia. Pero en el comité del Incucai es a la inversa. La mayor parte de las consultas llegan de la mano de la familia de los pacientes, especialmente de padres que acuden por sus hijos.

—Es muy fuerte -dice Ramón Exeni, nefrólogo infantil, y señala la mesa-. Los papás se sientan acá con su problema como la mamá de Camila. Todo es emoción porque son temas de vida o muerte, todos quieren salir de la lista de espera, pero todos están en la misma.

Los estados vegetativos y la muerte cerebral guardan una estrecha relación con la donación de órganos. Por eso, en las reuniones de comité ambos temas son frecuentes. Y generadores de polémica. Mirta Fernández, una de las neurólogas del equipo, explica:

—Solemos encontrarnos con patologías cerebrales que en general han sido creadas porque hemos intentado salvar al paciente, les hemos puesto respirador, hemos hecho esto y lo otro…Pero no lo salvamos y dejamos esto: un estado vegetativo permanente muy similar a la muerte encefálica. Ahí es donde la comunidad se divide: hay algunos que dicen “es mi hijo y yo quiero seguir hasta el final”, y hay otros que dicen “es mi hijo pero esa no es vida digna”. Es complicado porque los dos, en cierta manera, tienen razón.

—Un comité de bioética no daría las mismas recomendaciones para ambos grupos porque una familia sigue viendo vida y la otra, no -agrega Fontana-. Pero en los casos de muerte encefálica es distinto. Cuando en una terapia intensiva no firmás el diagnóstico de muerte y no desconectás a ese paciente que según criterios establecidos está muerto, estás utilizando recursos que son para los vivos, no para los muertos.

—Hay un punto fundamental -dice Fernández-. Así como hace 60 años pudimos establecer que una persona con determinadas características que dependía de un respirador estaba muerta, hoy hay una falta de respuesta de la comunidad médica a nivel mundial en relación a los estados vegetativos permanentes. Es necesario que nos pongamos de acuerdo y digamos claramente: “Esto es irreversible, esta persona, le hagamos lo que le hagamos, va a permanecer así hasta el día en que se muera y este reflejito que ves y que pensás que es vida no es más que eso: un reflejo. Y es lo único que esta persona va a manifestar en su vida”.

Luego de un debate como éste, el diagnóstico del comité coincidió en que Camila presentaba un estado vegetativo permanente. Esto quiere decir que, a pesar de todas las terapias que se le aplicaran, iba a seguir igual. Nunca iba a poder conectar con el medio o consigo misma, respirar, alimentarse o despertar.

***

El Centro Gallego de la Ciudad de Buenos Aires ocupa media manzana en la calle Belgrano al 2100. La puerta de ingreso de madera y los escudos grabados en las paredes de piedra le dan un aire de fortaleza medieval.

La isla de enfermería del tercer piso, en el sector pediatría, está decorada con dibujos de personajes de Disney pintados con marcador. Dos enfermeras se inclinan sobre una mesita y clasifican pastillas de colores como si fueran confites. Desde una de las habitaciones se escucha música de dibujitos animados. En otra, sin pausa, llora un bebé.

En el fondo del pasillo una puerta de vidrio separa el sector común del área de cuidados prolongados. Ése es el límite. Desde que el caso se hizo público, la prensa no es bien recibida en la clínica. Pero Selva accede a que vaya a ver a su hija y sugiere que me haga pasar por una amiga suya. Acepto.

Sin embargo, a medida que avanzo por el pasillo la decisión de entrar a la habitación de Camila se hace confusa. Ahora sé que no voy a poder pasar esa puerta y ver lo que Selva está dispuesta a mostrar. Saco, entonces, la única defensa que tengo: un cuaderno de notas. Al verlo, una enfermera me intercepta:

—Sos periodista.

—Sí.

—Entonces te quedás acá.

Frente a esa escena, Selva y una amiga hablan y se ríen en voz muy alta.

—No sabés mentir -me reta Selva. Carlos viene unos pasos atrás. Lleva un atado de ropa con dibujos de color rosa. Todos se quedan conmigo en la sala de espera. Acá hay tres sillas, pero somos cuatro. Carlos apoya el atado de ropa y se sienta en el piso. Dice:

—Cuando entras a la sala de terapia infantil, la hombría se te va al cuerno.

Habla poco. Habla lento.

-A Cami se le secaron las córneas porque nunca parpadeó. Tiene los párpados pegados con cinta adhesiva. Queríamos donar sus órganos y ni siquiera eso, ya no sirven, por lo deteriorados que están.

La amiga de Selva –morocha, bajita- afirma con la cabeza y me muestra en el celular las fotos que le sacó a Camila hace sólo unos minutos.

—Está toda hinchada, pobrecita. Hace unos días le bajó la temperatura y para que no hiciera un paro intentaron calentarla. Le quemaron las piernas. Los monitores mostraron que cuando la quemaron se le aceleró el corazón.

La mujer se llama Silvia y perdió a su nieto por un error médico en el parto. Ni ella ni su hija pudieron tenerlo en brazos porque los médicos no querían desconectar el respirador que lo había mantenido con vida sólo unas horas. Desde que Selva salió a contar su historia, mucha gente como Silvia visita a Camila. También vienen políticos en campaña, médicos y actores a dar su opinión o su apoyo. Pero las que más vienen son las madres.

Una de ellas es Flavia y llega aquí, ahora. Flavia es alta y delgada, tiene un vestido azul que no le llega a las rodillas y zapatos de taco alto. Es la madre de Martín, un chico discapacitado de 18 años. Dice que no sabe muy bien por qué vino, pero que quería contarle a Selva su historia. Trae con ella un folleto de oraciones y un cd con música que ella llama “de sanación “para que le pongan a Camila y para que Selva lo escuche.

—Martín reconoce el sonido de mi voz. Cuando me escucha se tuerce todo en su sillita como para ver donde estoy. Y se ríe, se ríe tanto….

Flavia cuenta que se llevó a Martín a su casa al año y medio de vida, con un diagnóstico del 98% de discapacidad. Desde ese día y hasta hace unos meses, cuando consiguió que el Estado le pague una enfermera nocturna, durmió al lado de Martín para mojarle los labios, moverlo de posición y vigilar su respiración. Martín es ciego y se alimenta por un botón gástrico. No usa respirador, pero necesita conectarse a un tanque de oxígeno. A veces se ahoga con sus propias secreciones y entonces Flavia le introduce una cánula en la garganta y lo aspira. Vive adosado a una silla ortopédica y no puede hablar ni tragar ni mover el cuerpo.

—Martín estuvo como Camila hasta los diez años. Después se despertó. Vos tenés que hacer como hice yo y llevarte a la nena a tu casa. ¿Sabés que el Estado te paga las enfermeras y no tenés que poner un peso?

Selva le agradece a Flavia la visita, le agradece el CD, el folleto; le agradece la iniciativa. Pero se pone tensa.

—Yo no voy a llevarme a Camila a mi casa. De ninguna manera. Yo tengo otra hija que ya sufrió bastante. Cuando suene la chicharra avisando que se murió la hermana ¿como le explico a Valentina? ¿Como remonta semejante recuerdo? No voy a arruinarle la vida.

Flavia pide que la dejen sentar, se alisa el vestido azul y suspira.

-Martín estuvo al borde de la muerte tantas veces, y mirá: 18 años y todavía está conmigo…

-El caso de mi hija no es como el de tu hijo- dice Selva-. Él tuvo respuestas. Camila tiene las células de su cerebro muertas. Ella es solamente un cuerpo oxigenado y yo ya me cansé de esperar milagros.

Por un rato las dos mujeres guardan silencio. Después intentan, con dificultad, seguir conversando. Comparan diagnósticos. Usan términos médicos, los que aprendieron a fuerza de pasarse media vida entre historias clínicas, ambulancias y salas de terapia intensiva.

Después, a modo de tregua, Selva invita a Flavia a conocer a Camila.

Cuando se van, habla Carlos:

—Todos hablan. Todos opinan. Nadie piensa que detrás de cada uno de estos casos hay una familia que sufre. Nosotros hemos sufrido mucho, especialmente Valentina. Cuando Selva decidió salir en los medios le pregunté si estaba segura, porque le iban a dar con todo, la iban a apedrear como a María Magdalena. Y así fue.

***

Antes de Selva hubo otra mujer. Se trata de Susana Bustamante, la madre de Melina González, una chica de 19 años víctima de una enfermedad degenerativa terminal. Susana apareció fugazmente en los medios pidiendo a los legisladores que le permitieran a su hija morir dignamente. No lo logró.

Susana es menuda y rubia y aparenta menos edad de la que tiene. Nos encontramos un martes en un bar del centro porteño nueve meses después de la muerte de su hija. Hace tiempo que Susana no trabaja. Antes, porque tenía que ocuparse de Melina. Después, porque pasaba –y pasa- los días yendo al Congreso, dando entrevistas en los medios y asistiendo a todas las reuniones a las que la invitan para contar su historia.

—Melina fue la precursora -explica-. Ella me hizo prometerle que cuando muriera yo no iba a dejar de luchar, que su caso iba a sentar precedentes y que iba a conseguir que se sancionara una ley nacional de muerte digna.

Susana evoca paso a paso la agonía de Melina, no olvida una fecha ni se equivoca un horario. De a ratos se quiebra y tiene que hacer una pausa para poder seguir contando.

-Melina pesaba 16 kilos cuando murió. Tenía la mayor parte del cuerpo paralizado y lo poco que sentía le dolía. Yo no podía besar a mi hija ni abrazarla por el dolor que sentía.

Melina González nació con neurofibromatosis, una enfermedad degenerativa del sistema nervioso que fue deformando su cuerpo poco a poco y le provocó un tumor en la espalda. En febrero de 2010, antes de que le extirparan el tumor firmó un testamento vital, un documento con el valor de una escritura por el cual dejaba asentada su voluntad de no prolongar su vida con medios mecánicos. Pero esto no alcanzó para que pudiera morir como deseaba.

—Melina estaba agonizando y pidió la sedación profunda para transitar sus últimos días sin sentir dolor -continúa Susana-, pero el comité de bioética del Hospital Garraham se lo negó, alegando que el dolor que sentía no la dejaba pensar con claridad. La mantuvieron 45 días sufriendo. Recién cinco días antes de morir accedieron a dormirla.

Para lograr que le permitieran cumplir el deseo de Melina, Susana acudió a los medios. Entonces empezaron los llamados anónimos. Entre otras cosas, le ofrecieron internar a Melina en una clínica donde por 5000 dólares le daban una inyección letal.

—Me di cuenta de que la muerte digna existe, pero para quien pueda pagarla. Por ejemplo, el testamento vital hay que pagarlo como una escritura. Por otro lado la industria farmacológica mueve millones por mantener un cuerpo con vida. Hay muchos intereses creados. El vacío legal en el que se encuentran los pacientes como Camila o Melina responde a una cuestión económica.

Melina Gonzalez murió el 1 de marzo de 2011, el mismo día que se abrieron las sesiones del Congreso. Durante el discurso de apertura de sesiones, mientras la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández, enumeró los logros del pasado año y destacó la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, miembros de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina) le gritaron que no se olvidara de Melina González. Eran las 17 horas. En ese instante, en la sala de terapia intensiva del hospital Garrahan, Melina dejaba de respirar.

—Cuando se enteró de la historia de Meli, Selva despertó. Me contactó unos meses después de que mi hija murió y fui a conocer a Camila. Desde entonces las dos vamos a todos lados, a las reuniones con legisladores, a las sesiones del Congreso, a los programas de televisión. Yo le prometí a Meli que su sufrimiento no iba a ser en vano. Selva quiere que su hija pueda morir dignamente. Las dos vamos cumplir.

***

Es 30 de noviembre. El Congreso Nacional lleva a cabo su última sesión ordinaria del año. Los legisladores planean tratar tres proyectos de ley que a las doce de la noche de ese día perderán estado parlamentario: la ley de Fertilización Asistida, que obliga al Estado a hacerse cargo de los tratamientos de infertilidad, la ley de Identidad de Género, que garantiza que cada quien tenga el DNI con la identidad de género que elija, y la ley de Muerte Digna: una norma que, de ser aprobada, eliminará la obligación de los médicos de prolongar la vida por medios artificiales en los casos terminales o irreversibles, y permitirá a los pacientes o a sus familiares rechazar los procedimientos que extiendan su sufrimiento y pedir el retiro del soporte vital.

A las tres de la tarde, una hora después del inicio de sesiones, una multitud se amontona en el portón que da a la calle Rivadavia. En el medio de la comunidad trans, de los chicos con banderas de colores y de los activistas por la diversidad sexual está, ojerosa, Selva. Espera. Está más flaca que la última vez que la vi. Parece enojada.

—No me dejan pasar. Dicen que si no es con un diputado, no entro.

Un grupo de guardias custodia la puerta. Piden credenciales a la prensa y revisan una lista de invitados que no me incluye. Quedo afuera. Pero Selva encuentra algún salvoconducto y en algún momento, sin que me de cuenta, pasa.

Lo que sigue es lo esperable. A las nueve de la noche de ese mismo día, 30 de noviembre de 2011, la Cámara de Diputados da media sanción al proyecto con 142 votos a favor y sólo 6 en contra. Todos se abrazan y hablan de triunfo.

—Mi deseo es que todos podamos vivir y morir dignamente. Que nada ni nadie tome atributos que son sólo de Dios.

Eso dice Selva. Meses después, el 1 de marzo de 2012, la presidenta de la Nación dará inicio a las sesiones ordinarias del Congreso Nacional con un discurso de tres horas en el que no habrá siquiera una mención a la ley de Muerte Digna. Pero ahora, 30 de noviembre, Selva agradece a Dios, a los medios y a la clase política desde las cámaras inquietas –incluso alegres- de todo el país.

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*Cynthia Eisenberg es artista plástica y periodista. Desde 2006 es colaboradora de Artemisa Noticias, un portal de noticias especializado en temas de género. En la actualidad participa en el taller de crónicas de Josefina Licitra en la Fundación TEM.

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