El viernes 13 de abril comienza el taller de Juan Terranova en la Fundación TEM. Por ese motivo, el autor de Mi nombre es Rufus escribió un texto sobre el arte de reseñar libros especialmente para la ocasión.

Juan Terranova / Foto: Eterna Cadencia

Sin afectaciones, me gustaría centrar mi atención en un género menor. Y digo: si una forma se puede canonizar y representar la lengua de un Estado o una Nación, no debe ser entendida como menor. Hoy, la literatura de Kafka no es menor. Y todo lo que escribió se lee dentro de géneros mayores, cuentos y novelas, pero también sus diarios. Esto no invalida, en su totalidad, Kafka, por una literatura menor de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Sí lo complejiza. La reseña –como la anécdota o la sinopsis– me parece hoy un género menor. Una firma reconocible tensiona esa pertenencia. Una reseña de Nabokov, Ballard, Borges, Joyce o Vila-Matas, vale más por quién la escribe que por su forma y su contenido. Muerto Roberto Bolaño, sus reseñas fueron compiladas y editadas en un libro. La operación editorial es común. Pero no debemos dudar: se trata de un nombre, de los papeles de un muerto célebre. Y así lo entienden los editores que muchas veces mezclan reseñas, entrevistas, cartas personales, artículos y otros géneros recortados del escritorio abandonado del autor.

Como género, la reseña es muy limitada, pero sus bordes pueden ser elásticos. Para empezar su análisis habría que decir que pertenece a dos mundos. Por un lado, la ineludible materialidad de su publicación la liga indefectiblemente al periodismo. También la ata a ese oficio la novedad. Una reseña es un texto informativo sobre algo que sucedió hace poco. Un libro se publica, se reedita, se actualiza, y recibe su reseña. Nadie reseña libros viejos, perdidos, olvidados, sin contradecir el género. (Hay excepciones que se ofrecen como tales. Aunque parezca raro, un libro olvidado –si está lo suficientemente olvidado- y rescatado –por una coyuntura, por un autor– también puede ser noticia.) Por otra parte, un ensayo extenso, una monografía, una ponencia, pueden esperar años su publicación, mientras la reseña se escribe contra reloj, con un tiempo determinado, con una cantidad de caracteres determinada. Las reseñas son, por otra parte y generalmente, textos breves, o incluso muy breves.

Luego, las herramientas que demanda hacer una reseña –como texto sobre texto, como texto segundo que es– implican a la crítica literaria. Una buena reseña deberá convencer al lector de que el libro que se reseña ha sido leído, interrogado y comprendido. La información que puede ser desglosada de la tapa, la solapa, la contratapa, el título y otros paratextos, enumerados y organizados no conforman una reseña. O al menos no una satisfactoria.

Esta doble condición, de periodismo y crítica, esta doble necesidad, esta doble aspiración, hacen de la reseña de libros un género híbrido, que vuela por abajo del radar. Al mismo tiempo, todos –todos– los autores valoran las reseñas de sus libros. Incluso si son en contra. O más bien las valoran sobre todo si son en contra. Lo que nos lleva al tema de la valoración. La reseña es la valoración de una parte, de un pedazo ínfimo o vital de mundo.

No quiero sobreestimar el valor de las reseñas, lo cual ya es algo difícil de hacer. Sin embargo, como crítico me interesa ese espacio, en el que confluyen las largas ambiciones del novelista, las refutaciones del ensayista arrogante, la relativización del poeta, reducidas a dos mil caracteres. Un espacio de poder breve, acotado y veloz, entonces, la reseña. Un espacio donde la lectura, actividad privada e íntima, se hace social. El momento –fatal, sórdido, patético o iluminador– en que se empieza a compartir un libro.

Hoy en Buenos Aires circulan miles de títulos por año. Hay más autores que críticos, más editoriales que espacios para reseñas y comentarios. Se suele decir que todas las polémicas literarias empiezan con una reseña en contra. ¿Y si aceptáramos esta exagerada afirmación y revalorizáramos la reseña como instrumento de diálogo, de interrogación, de disenso? Oscar Wilde soñó alguna vez con una Nación de críticos. William Burroughs, con un Estado paranoico donde todos eran espías y escritores. Con humildad, me gustaría hacer explícito mi deseo de que todo libro que se edite tenga una reseña. No porque la merezca, tampoco porque esa rutina nos haría mejores lectores, ni siquiera lectores más informados de lo que está pasando a nuestro alrededor. ¿Entonces? ¿Para qué? ¿De dónde surgen esas ganas de que cada libro sea reseñado? No tengo una respuesta más allá de mi neurosis y mis obsesiones personales. Pero quizás, y solo quizás, esté consignada ahí la necesidad de cerrar el círculo social del libro, hacer real y palpable, terrenal, el acto siempre vaporoso de la lectura. Generar un documento, realizar una muesca, mínima pero visible, atestigua nuestra existencia en este momento de la historia, en esta parte del mundo, confirma que no existimos solos o de forma solipsista. Eso, y no otra cosa, es –o debería ser– la crítica literaria y tal vez la escritura toda.

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