Jorge Luis Borges por Sara Facio
Jorge Luis Borges por Sara Facio

A mediados de 1947, Jorge Luis Borges publicó, en una revista uruguaya de circulación escasa, uno de sus textos más enigmáticos: “Elogio de la censura”. Excluido de todos los libros y antologías que recogieron luego los fragmentos dispersos de su obra, aquellas reflexiones acabaron por asumir un carácter místico: se las suele citar con la misma desmesura con que no se las lee.

En aquella época, Borges había sido denigrado por un funcionario subalterno del gobierno peronista a la categoría de inspector de aves y huevos, apartándolo de las modestas funciones de bibliotecario que cumplía en un suburbio de Buenos Aires. “Elogio de la censura” era también un elogio a sus verdugos. Borges les agradecía que le permitieran aludir a la realidad en vez de nombrarla, y exponerla a través de metáforas, no de libelos. “Así pude evitar muchas páginas prescindibles”, diría años después, cuando fue reivindicado.

Aquellas opiniones de 1947 fueron evocadas por Borges hace un mes, cuando un incidente trivial hizo que su historia personal (ya que no su obra) coincidiera con la censura en una misma encrucijada. Cierto cómico argentino, Mario Sapag, alcanzó resonancia pública imitando a Borges en un programa de televisión. Sus parodias fueron vetadas por un general de apellido Feroglio, con el argumento de que eran “un atentado al patrimonio cultural de Argentina”.

Pero el escritor no piensa lo mismo. Con la ironía que él suele disfrazar de compasión (para acentuar sus corrosiones), ha sugerido que “debemos disculpar a esos funcionarios. Si a una persona le dan trabajo como censor, tiene que censurara algo. De lo contrario lo echan a la calle. Si usted, por ejemplo, perteneciera a la Inquisición, tendría que hacer lo posible para que alguien fuera quemado, ¿no?”

La conmiseración por los amanuenses obligados a desempeñar un papel punitivo, permite a Borges enderezar su ira, de modo frontal, contra el amo que los guía: “El problema consiste en que el Estado, aquí y en el resto del mundo, está creciendo demasiado”, ha dicho. “Invade intimidades, se mete en todo y con todos. Somos víctimas de un Estado arbitrario que limita severamente la libertad del hombre”.

El Borges de 1947 y el de 1981 no difieren: para ambos, la opresión del Estado censor puede sumir al hombre en la servidumbre, pero –en compensación- estimula su inteligencia, enciende sus metáforas, abre infinitas vías de escape a su palabra. La censura, así, se convierte en un delta: cuanto más se cierra el cauce central del río, tantos más afluentes y nervaduras brotan para recoger las aguas.

 Tomás Eloy Martínez.
El Nacional, Caracas, 1981.

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