El periodista Javier Sinay acaba de publicar por Tusquets su segundo libro, Los crímenes de Moisés Ville, una historia que, según cuenta, comenzó con una revelación familiar. Se enteró, hace poco más de cuatro años, de que su bisabuelo -periodista como él- había investigado una espeluznante matanza de inmigrantes judíos perpetrada por gauchos criollos, entre 1889 y principios del siglo XX. Y lo que para Sinay fue primero una indagación sobre el trabajo de su bisabuelo, se convirtió después en una investigación sobre los propios crímenes y finalmente en una historia sobre la gran inmigración que recibió Argentina a partir de 1890.
Hoy compartimos con ustedes un fragmento de este libro de 300 páginas que ya se perfila como una de las grandes investigaciones periodísticas publicadas este año en nuestro país.
“Una huella marcada sobre la tierra —un sendero ancho entre los juncos— lleva hacia los confines de Moisés Ville, más allá de las casas y de los alambrados, hacia donde a lo lejos se adivina una casa grande, blanca, con techo de chapa. A la distancia se ve que tiene antena de televisión. De cerca también cobran forma una escalera de mano, una bicicleta que duerme contra la pared y una motosierra entre los pastos. Tres perros (el oscuro, el castaño y el claro) salen al encuentro, pero no muestran los dientes.
La casa grande, blanca, es en realidad lo que queda de la estación mayor de Moisés Ville —que no es la de Palacios, donde se asentaron los pioneros de 1889, pero que se parece—. En otras épocas, el tren solía detenerse aquí antes de seguir hacia las ciudades. Pero hace años que ninguna locomotora silba: sospecho que las vías se encuentran bajo los arbustos tupidos, pero no lo sé. La vegetación es tan alta que ni siquiera veo qué esconde y lo único que asoma es una pelota pinchada.
¿Fue en estos suelos donde el asesino abandonó el cadáver de Miriam Aliksenitzer? Así se leyó en los diarios. Hoy nada queda. Nadie recuerda.
Avanzo hacia el viejo andén con curiosidad. Se ha convertido en una suerte de baldío donde veo un ciclomotor y algunos cachivaches. Hago ruido con mis palmas, pero nadie responde. ¿Dónde está la familia que habita la estación?
Sí, es un escenario adecuado para abandonar un cadáver.
O al menos para ocultar una memoria.
Una línea de camisas colgadas, puestas a secar entre una columnata del porche del andén y un árbol, atraviesa el espacio que ayer vio la marcha potente del tren. Hoy este camino es inútil: ni siquiera queda ya el cartel de la estación.
Si los periódicos judíos de Buenos Aires competían, ya desde el Viderkol y Die Volks Stimme, por diseñar la narración de una época (y así, por demarcar el campo de historias a relatar: la pregunta por el qué), la siguiente cuestión era la de la forma, la del modo de encajar una pieza discordante en un relato que ya ha comenzado a escribirse con la música de otro género: la pregunta por el cómo.
Entre el secreto y la revelación va la muerte espantosa, que navega los días del siglo y obliga a los que quedan vivos a aceptar la inquietante novedad de que en la tierra prometida de la Argentina también existe el horror. ¿Con qué argumentos justificar entonces la empresa de cruzar el mundo, de viajar desde Kamenetz-Podolsk hasta Santa Fe, en busca de un tiempo de paz?
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