Compartimos en el ciclo de textos de los lunes, el prólogo que escribió Pepe Ribas a Carcelona, el libro que recopila breves crónicas del director Marc Caellas, que actualmente lleva adelante la puesta escénica Entrevistas breves con escritores repulsivos.
Por Pepe Ribas*
Me llega el manuscrito valiente y esmerado de un colega con un título inquietante: Carcelona. Algunas de las fábulas que lo componen me han resultado familiares por haberlas leído en un blog sugerente en los meses que se cocía la indignación. Azar y destino, a través de un editor comprometido y obsesionado con los contenidos duros, han transformado los comentarios reelaborados por su autor en los reflejos de un espejo urbano que estremece.
Las crónicas breves de Marc Caellas relatan sensaciones padecidas por un nativo en el ecuador de la treintena que, tras vivir una década en las ciudades más populosas de Latinoamérica, vuelve a pisar las calles del “balneario impoluto” o “del parque temático infantil”, como el autor define a la ciudad tras dos años de sabio pateo. Las calles apenas guardan memoria de los secretos de anteriores etapas, gracias a la remodelación y al diseño que envuelve con glamour de nuevo rico, por ejemplo, los sucedáneos de cocina catalana y española de los restaurantes del centro a excesivos euros el cubierto.
El autor, atrapado por la marca Carcelona, que como Meca ideal tan bien promociona el Patronato de Turismo, había regresado, sin pelos en la lengua, con ilusión y ganas, en busca de la felicidad promocionada además de reencontrar amigos. ¿Y con qué se topa? Con su generación descolocada, con la normativa cívica impuesta: “multas a los internos que no recojan la caca de perro, a los internos que orinen o escupan en el pavimento, mientras las ratas voladoras, las palomas, lo ponen todo perdido.” Por no hablar de las amonestaciones que soportamos los sufridos nativos que, huyendo de la invasión turística y de la tele basura, nos sentamos en terrazas de los barrios populares o del Eixample a charlar con los amigos, además de disfrutar de las brisas veraniegas de una ciudad mediterránea tras la caída de la tarde. A las doce en punto, medianoche, hay que abandonarlas a la carrera porque incumplir la normativa implicaría una multa atroz al emigrante que te atiende.
Sentimientos, frustraciones, sensaciones estrechamente vinculadas con la fiebre normativa y las tácticas de los carceleros de la izquierda oficial que se apoderaron de la Transición. “La cultura en Carcelona se convirtió en un departamento del Ayuntamiento cuya principal misión era detectar cualquier atisbo de rebeldía para, una vez localizado, seducirlo y comprarlo asumiéndolo como propio, convirtiendo a los agitadores, a los innovadores, a los provocadores en pseudo-funcionarios anestesiados con un buen sueldo a fin de mes.” Y ahora, para su desgracia, esos blandengues odian el goce del otro y aman el sopor de lo estéril. La infelicidad hecha carne. ¡Una lástima!
Las breves crónicas de Caellas destilan un ironía fina, esmerada, sin miedo a la represalia por meter el dedo en el ojo, con cero resentimiento. Nadie tiene la culpa de que la fiesta de la patrona de Carcelona coincida con la de las instituciones penitenciarias, ni de que la fiesta de los presos sean más chistosa que los carísimos anuncios publicitarios de Woody Allen. La elegancia en la prosa de Marc Caellas no es forma hueca o vendida, es fondo que obliga a la reflexión sobre la libertad amañada. Nacen de un hecho intrascendente, una experiencia personal o un sentimiento que inmediatamente incita a la reflexión inteligente, elaborada por quien ha bebido las fuentes adecuadas y no vacila en denunciar la falsedad histórica de los falsos defensores de la patria, es decir los especuladores que imponen su canon y desdibujan el paisaje que ha ido configurando la identidad.
Fuentes adecuadas. Caellas sabe digerir con paciencia de orfebre cuantas lecturas ha cosechado. Descubro algunas influencias locales bien digeridas: el blog de Manuel Delgado o los crucigramas de Isabel Nuñez; percibo al gran escritor nacido en mi amada Buenos Aires, Rodrigo García, de David Foster Wallace, de Manuel Chaves Nogales, de Bolaño, de Vila-Matas.
¿Y que decir de la prensa de la ciudad y de sus opinadotes o maestros en el autoengaño? Como desvela Carcelona, ellos buscan convertirnos en nuestros propios carceleros. Por lo demás, los personajes que agreden en la narración no tienen nombre; unos son metáforas de comportamientos mata-espíritu con mentalidad de funcionario, otros especialistas en acaparar subvenciones con las que convierten el teatro en algo ridículo y provinciano, y la obra de arte en estafa antisistema. También nos habla de la gestión cultural de Berlín, en las antípodas de la jerarquía estalinista que gestiona la de aquí, o deseos imposibles para un nuevo teatro en Carcelona.
Pero toda sumisión tiene remedio, la rosa de los fuegos nunca apaga su brasa y las nuevas generaciones toman al relevo de quienes tratamos de mantener vivo el conflicto desde que tenemos la razón y la sensibilidad en marcha, sin temor al ostracismo ni a que el poder nos aplaste la moral; el conflicto es la vida misma.
Carcelona es algo más que un antioxidante, es el revulsivo contra la farsa que da asco. La pequeña pieza de un indignado que mantiene la espada en alto con talento. El talento es nocivo para los mediocres y no se compra con dinero. Carcelona puede ayudar a colocar el punto y aparte a la decadencia de una ciudad estado que merece unos gobernantes menos corruptos, una prensa atrevida y unos ciudadanos más despiertos. Y sino a las plazas, que nos pertenecen, como el dinero público y la cultura que nos place.
*Pepe Ribas nació en Barcelona. Acabó el bachillerato en los jesuitas de Sarría y estudió Derecho en la Universidad de Barcelona. En 1973, con 20 años, fundó la revista libertaria Ajoblanco, que en 1977 llegó a vender 100.000 ejemplares. En 1979 dejó la revista. A principios de los ochenta publicó De que van las Comunas, Kavafis y la novela El Rostro Perdido. En 1987, consolida su labor como agitador independiente desligado de cualquier institución, fundando el segundo Ajoblanco, de la que fue su director hasta 2000. Ha colaborado en la prensa española y latinoamericana hasta febrero de 2000, cuando decidió rescatar las voces de los años setenta entre viajes a Latinoamérica. Su último libro es Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad.

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