Nunca la misma historia (Nueve nuevos cronistas) reúne los trabajos seleccionados del Primer Premio de Crónica Fundación TEM para Estudiantes de Periodismo. Compartimos aquí el prólogo, escrito por Josefina Licitra. 

Desde hace algunos años me pregunto por qué un estudiante de periodismo o un periodista recién egresado de la carrera de Comunicación –alguien muy joven, en cualquier caso: alguien que uno podría considerar “de este tiempo”– querría escribir una crónica. Vivimos acosados por voces agoreras que hablan del “fin del periodismo”, del “fin del papel” y de la supremacía de las imágenes por sobre cualquier tipo de texto. Nos informamos por Twitter, vamos a los diarios online para leer los cotilleos de la farándula –que tienen mucho más tráfico que una noticia política– y eventualmente compramos publicaciones que enarbolan la búsqueda de excelencia, pero que en los hechos desalientan buena parte de las producciones de calidad: en esos medios es posible trabajar una historia de fondo, pero es sabido que no habrá una remuneración acorde a los días invertidos y que jamás se tendrá el espacio necesario para explotar el tema en su totalidad.

Por qué, entonces, ante un escenario en cierto modo hostil, en una época donde importa la imagen pero no importa la solidez estética de las palabras –porque se supone que nadie las lee: que escribir bien es como vestir a una mona de seda– un periodista en ciernes querría dedicarse a esto. Frente a esta pregunta, la respuesta que encuentro es la más elemental de todas: porque los estudiantes leyeron crónicas en los últimos años de carrera, y porque eso que leyeron les gustó y los impulsó a pensar el oficio en términos románticos. Es posible hacer periodismo gráfico –intuyen– sin quedar exclusivamente sometidos a la expoliación de las empresas de medios. Sólo es cuestión de saber buscar espacios y de golpear por primera vez esas puertas.

En el año 2015, la Fundación Tomás Eloy Martínez supo leer esta voluntad y decidió acompañarla, abriendo un concurso que alentaba la producción narrativa por parte de los estudiantes de periodismo. Había que presentar una crónica que sería evaluada por un jurado integrado por Ezequiel Martínez, presidente de la Fundación Tomás Eloy Martínez, Silvia Ramírez Gelbes, directora de la Maestría de Periodismo de la Universidad de San Andrés, y Horacio Convertini, editor de la Revista Viva del diario Clarín. Y los autores de los diez mejores trabajos tendrían la posibilidad de trabajar el material entregado a lo largo de cuatro encuentros coordinados por mí, con el aliciente de que la mejor de esas crónicas sería publicada por la revista Viva.

La convocatoria fue exitosa. Se presentaron más de 140 textos de más de quince universidades de todo el país, y los diez mejores, finalmente, fueron supervisados en el espacio de la Fundación. De ellos, uno cayó en el camino (y dio la primera lección de todas: la crónica es, principalmente, un ejercicio de perseverancia) y nueve evolucionaron hasta convertirse en esto: la señal de vida –y de voluntad de trabajo– de una generación que recién se está abriendo al universo de la narrativa periodística.

A lo largo de estas páginas, Luciana Garbarino traza las principales coordenadas de la economía de China –potencia mundial y segundo socio comercial de Argentina– a través de una recorrida por el Barrio Chino de la Ciudad de Buenos Aires. Magdalena Pardo problematiza los alcances, los logros y las imposturas del llamado “arte contemporáneo”, mediante una experiencia personal como parte de una performance hecha en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Juan Ignacio Parente González narra sus vivencias dentro de una sesión de “constelación familiar”, una excéntrica terapia de moda entre las clases acomodadas porteñas. Camila Giacchino cena a oscuras en el Teatro Ciego del Abasto y habla de la vida sin uno de los cinco sentidos que nos conectan con el mundo. Emiliano Pérez Pasquier pasea por su pago chico, Berisso, considerado “el kilómetro cero del peronismo”, y a lo largo de esa caminata desentrama la identidad y las oscilaciones de un movimiento político que marcó a fuego la idiosincrasia argentina. Laura San José cuenta el pasado y los días de Flor Cabral, una carnicera que se adentra, sin buscarlo, en las complejidades de género que supone ejercer un oficio normalmente atribuido a los varones. El colombiano Juan Carlos Figueroa escribe sobre el Capitol, que fuera el principal cine porno de Cartagena de Indias —su ciudad natal—, y a través de la historia de su principal empleado cuenta el auge y la caída del negocio del triple equis en pantalla gigante. Imanol Subiela perfila a Daniela Ruiz, militante transexual que creó una cooperativa artística que intenta sacar compañeras de la prostitución y llevarlas a interpretar obras de teatro clásico. Y Rochi Grimaldi recorre –y cuenta– el Casino Flotante de la ciudad de Buenos Aires.

Más allá de los alcances y logros de cada texto, estos nueve trabajos conforman un cuerpo que puede leerse como una carta de intención: hay, acá, un deseo de periodismo y de escritura. Y es nuestra tarea, como docentes, como colegas, como institución y como editorial, acompañarlo y ayudarlo a crecer.

Josefina Licitra, Buenos Aires, marzo de 2016

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