El ex general Jorge Rafael Videla acaba de morir en el penal de Marcos Paz, donde cumplía condena por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar argentina. Hace doce años, Tomás Eloy Martínez escribía este texto sobre las cuentas pendientes del dictador, y también de la Argentina con su propia historia.

Veinticinco años después del golpe militar que cambió la historia de la Argentina, un vasto coro de voces oficiales insiste en que es preciso “reconciliar los espíritus” para disipar los desencuentros del pasado y avanzar hacia una comunidad nueva y mejor. Pero no hay reconciliación posible si antes no se entiende por qué le pasó al país lo que le pasó, qué clase de comunidad éramos en 1976 y qué residuos de aquella comunidad sobreviven en la de ahoraCasi todos los debates librados durante la democracia pusieron en acento en la indignidad y enormidad de los crímenes cometidos por el Estado dictatorial de 1976-1983. Con menos frecuencia se ha subrayado que esos crímenes no podrían haberse cometido sin el consentimiento y hasta la aprobación entusiasta de casi toda la sociedad. Los debates han disimulado o soslayado el hecho de que en la Argentina cotidiana había algo perverso, enfermo, y que esa perversión puede seguir ahora, larvada bajo otros signos.

Si todavía siguen discutiéndose con encono la dictadura de Juan Manuel de Rosas, la conquista del desierto que decidió el exterminio de miles de indígenas, los bombardeos a la Plaza de Mayo y los incendios de iglesias en junio de 1955, ¿por qué habría de esperarse una reconciliación obligatoria sobre lo que sucedió hace apenas un cuarto de siglo? Los crímenes de 1976-1983 afectaron demasiadas vidas, desbarataron demasiados principios morales, corrompieron a la sociedad pero, sobre todo, hicieron de la Argentina un país peor. Los males de ese pasado son, en buena medida, causa de los males de este presente. Quedan todavía demasiadas cosas por aclarar y por discutir antes de alcanzar la reconciliación. Nadie niega que sea necesaria, pero sin un franco debate previo, es prematura.

Algunos de los defensores de la reconciliación señalan que la “guerra sucia” –como la bautizó uno de sus protagonistas, el ex general Jorge Rafael Videla– fue desencadenada por la agresión previa de la guerrilla contra las instituciones del Estado. Ciertos adversarios de las leyes de obediencia debida, punto final y amnistía –gracias a las cuales cientos de saqueadores, criminales y torturadores se salvaron de la cárcel– señalan que la guerrilla nació de las injusticias creadas por un poder ilegal. Ambas posiciones parecen no tomar en cuenta que también esas violencias fueron consentidas por una mayoría de la población: que había una caudalosa simpatía por los Montoneros y todo lo que ellos simbolizaban entre marzo y junio de 1973, durante la transición entre los gobiernos de Alejandro Lanusse y Raúl Lastiri; que el país celebró como héroes a los generales grises que asaltaron el Estado en 1966 y 1976, y que no reaccionó, por pasividad o por temor, contra los abusos y las ridiculeces del siniestro José López Rega, que ejerció un poder casi absoluto durante las presidencias consecutivas de Juan Perón y de su viuda, Isabel.

La celebración del autoritarismo –aun por dos de los intelectuales más ilustres de la Argentina: Jorge Luis Borges en 1956 y 1976, y Ernesto Sabato en 1966–, los signos de intolerancia y de resentimiento que se multiplicaron desde 1930, y la sumisión ciega a poderes tan perversos como extremos, todas esas cualidades que estaban en “el espíritu de la comunidad” argentina, son las que abrieron paso a las aberraciones cometidas por Videla, Massera y sus cómplices. Aunque a escala menor, y dentro de un contexto menos explosivo, la sociedad argentina de 1976 no difería demasiado de la sociedad alemana de 1933, el año en que surgió el nazismo.

Si la Alemania del siglo XXI ha empezado a reconstruirse como una comunidad moderna y diversa es, precisamente, porque allí se libra todos los días, y en todos los tonos, un debate sobre el pasado autoritario. Desde la ex comunista Christa Wolf hasta el escéptico Gunther Grass –un incrédulo de la unificación–, nadie se calla la boca. La reconciliación se construye a partir de la discusión, y no al revés. Aun así, los alemanes están todavía lejos de haberse reconciliado. En un libro ya clásico, Los verdugos voluntarios de Hitler, el historiador norteamericano D.J. Goldhagen conjeturó que los fermentos antisemitas instalados en la conciencia de toda Alemania desde hace siglos fueron el inequívoco origen de los abusos del nazismo. En una obra más reciente, The Third Reich: A New History, el académico inglés Michael Burleigh supone que la intolerancia y el odio crecieron lentamente, alimentados a la vez por un poder mesiánico y por un pueblo frustrado, ávido de un poder providencial que le devolviera el orgullo. Esa interpretación me parece más correcta y se asemeja, creo, a lo que le sucedió a los argentinos.

Soldado hasta la exageración, hasta los extremos más obtusos, celoso de los reglamentos y de la misión redentora del ejército, Jorge Rafael Videla sin embargo violó esos modelos al mentirle al Supremo Tribunal Militar que lo interrogó en 1984. Dijo que no sabía de la existencia de campos clandestinos de concentración e insistió en que, cuando se detenía a una persona durante su gobierno, se la ponía a disposición de los jueces. Mintió muchas otras veces, antes y después.

En una reciente biografía sobre el dictador, dos historias definen al personaje y también a su época. Una de ellas es asombrosa. Videla conocía a las monjas Alice Domon y Léonie Duquet, porque ambas habían cuidado con extrema solicitud y ternura a su tercer hijo, Alejandro, que tuvo el infortunio de nacer con deficiencias mentales. Cuando ambas monjas fueron secuestradas por un comando conjunto del Ejército y la Marina, vejadas, torturadas y asesinadas, Videla no hizo nada para impedirlo. Nada. Vivía en el perpetuo presente de los reglamentos, o en el limbo del Fin Mayor que justifica cualquier medio.

La otra es la obsesión de Videla por la disciplina y los límites, lo que también indica poca fe en su buen juicio. Según el propio hijo del dictador, “es el tipo de persona al que, si se le prohíbe salir fuera del hogar, por las dudas no va a salir ni al balcón; más aún, va a dejar una franja sin pisar, varios centímetros antes de la puerta, para no incurrir en el riesgo de incumplimiento”.

Durante décadas, la Argentina sucumbió a la seducción de seres sin imaginación alguna: Onganía gobernaba a través de organigramas escrupulosos; Isabel Perón, cuando no sabía qué hacer, tenía ataques de histeria; Videla, impasible, siguió los dictámenes de terror que otros declaraban imprescindibles y que él mismo, en nombre de la disciplina, aprobaba y encabezaba. Como los grises ejecutores del Holocausto, como Himmler, como Eichmann, como Hoess, Videla forma parte de esa estirpe que ha revelado la mediocridad del Mal y ha demostrado que el demonio puede encarnarse en un hombre cualquiera.

Mientras no se entiendan las razones por cuales la mayoría de los argentinos vivió con los ojos cerrados el terror cotidiano, como si fuera algo natural y necesario, la reconciliación es una empresa de fracaso. No hay futuro sin una comprensión clara y franca del pasado. En La vida de la razón, George Santayana escribió, hacia 1905, una frase que ahora es un lugar común: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Después del nazismo, después de las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, después de Videla, la sentencia podría formularse de otra manera: cerrar para siempre el libro del pasado es condenarse a abrirlo de nuevo, todos los días.

La Nación, marzo 2001.
Publicado en Requiem por un país perdido, Aguilar, 2003.

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