En 1980, en Caracas, Tomás Eloy Martínez tipeó la primera versión del cuento “Vida de genio”. Mucho tiempo después, el 4 de abril de 2006, lo publicó en el diario La Nación. El texto fue incluido en su libro póstumo, Tinieblas para mirar, publicado por Alfaguara en 2014 y lo compartimos aquí. Además, a través de una galería de imágenes damos a conocer la versión mecanografiada, donde se aprecian correcciones manuscritas hechas por TEM. 

      Cierta mañana, antes de cumplir tres años, Abraham Rivera abrió un libro de cuentos y leyó en voz alta la primera página sin equivocarse.
¿Dónde aprendiste a leer?, preguntó la madre con azoramiento.
Aquí, respondió Abraham, señalando el cielo vagamente.
La madre dictaminó que era un genio y propaló la noticia entre sus amistades. Acudieron las vecinas a oírlo leer, y algunas le propusieron páginas complicadas, con paleogramas y trabalenguas. Abraham salió siempre airoso. Ya que era un genio, la madre quiso que viviera como tal. Le vedó las revistas de historietas, la televisión, la radio y los partidos de fútbol. Le dio a leer poemas clásicos y novelas edificantes.
A los seis años, Abraham recitó el Quijote de memoria en un festival para ciegos y demostró que había madurado más rápido que Mozart. A los ocho vendió a una editorial francesa su traducción de Finnegans Wake, luego de haber establecido que traducir ese libro al español era imposible. A los diez escribió su primera novela: un texto crispado que narraba la batalla de un genio con el lenguaje. La tituló Abran a Brahma el abra de Abraham. La única vocal que usaba en las doscientas páginas del libro era la a. La crítica destacó los infinitos sentidos que se desprendían de cada frase y sancionó, unánime, la genialidad del autor.
A los quince años Abraham había terminado ya otras dos novelas pero sintió recelo ante ellas. Las dos reflejaban a la perfección sus puntos de vista –geniales– sobre la literatura, pero no lo reflejaban a él. Él, se dijo Abraham, quizá fuera otra cosa.

Los pocos amigos de que disponía le aconsejaron que se rebelara contra la madre. La obedeces tanto que se te asfixia el genio, le dijeron. Estás escribiendo no con tus palabras sino con las ambiciones de tu madre. Abraham pensó que la observación no estaba mal, y la discutió, como era su costumbre, con la madre.
Esos inútiles te envidian, le dijo ella. Aquí, conmigo, estás libre. Ya ves cómo los críticos te aplauden.
Abraham se apartó de los amigos y siguió escribiendo bajo la guía de la madre quien, a su vez, no daba un paso sin el consentimiento de los críticos. Ella leía todos los textos, y cuando los encontraba limpios de complejidades no vacilaba en quemarlos.
Cierta vez, a escondidas, Abraham terminó una novela de amor. No era de amor en verdad, sino de un vago sentimiento de sacrificio que él confundía con el amor. La madre sorprendió el manuscrito una mañana de lluvia, y aprovechando que vivían en un vigésimo piso, arrojó la novela por la ventana. El muchacho bajó desesperado a rescatar las hojas. Encontró unas pocas, pero estaban borradas.
El incidente lo enfermó. Acudieron en su ayuda varios médicos, que lo examinaban siempre bajo el ojo censor de la madre. Un joven cirujano, compadecido de Abraham, logró hablar con él a solas.
Tenés que irte, le aconsejó. La docilidad te está destruyendo el genio. No permitas que te destruya también a vos.
El muchacho no estuvo de acuerdo. Yo y mi genialidad somos inseparables, dijo. Mi madre es el único ser en la tierra que se preocupa por mí. Seguiré viviendo con ella, pero la apartaré de mis asuntos.

La madre se resignó a no leer nunca más un texto de Abraham. En compensación, daba casi a diario comidas para los críticos y aceptaba entrevistas en los diarios sobre la obra del hijo. Era una mujer estudiosa, y algunas de sus propuestas teóricas sobre la educación de los genios fueron analizadas con respeto en las revistas académicas.
A los veinte años, Abraham publicó una gran novela incomprensible. En seiscientas páginas, resolvió ecuaciones semánticas con el método algorítmico de Naremdra Karmarkar, intercaló palíndromos que se dibujaban como la fórmula química del tetrafluoretileno, y escribió cinco largos capítulos en los que no usó sino las cuatro letras del alfabeto genético. Los críticos admitieron que el genio de Abraham era inalcanzable, salvo para unos pocos de ellos. En ese momento de gloria, la madre murió.
En su homenaje, Abraham renunció al amor, a la felicidad y rechazó a los amigos que volvieron a acercársele.
Como jamás había vivido solo, no sabía cómo debía ser en ese caso el comportamiento más adecuado para un genio. Optó por imitar a los que admiraba. Escribió de pie como Balzac y como Hemingway hasta que las várices lo atormentaron. Se masturbó con frenesí como Flaubert. Agotó los abismos de la cocaína como Truman Capote, bebió dos botellas de bourbon al día como Faulkner y Onetti, leyó proclamas fascistas por la radio como Pound y Yukio Mishima, y por último renunció a escribir, como lo habían hecho Rimbaud y Juan Rulfo.
A los veintiocho años, era una ruina. Intuyó, genialmente, que su mejor novela sería morir. Fue al cementerio, y abrazado al ataúd de la madre, se prendió fuego.
Los críticos escribieron largos responsos que evocaban los laberintos polisémicos donde todos ellos se habían extraviado. El gobierno le concedió el Premio Nacional de Letras, categoría póstuma.

Poco tiempo después, cuando se estaban apagando las alabanzas, triunfó la moda de las novelas absolutas. Toda novela, para ser considerada grande, debía ser paródica, u objetivista, o de non-fiction, o gnoseológica como las de Herman Broch, o recitativas como las de Thomas Bernhard. Como las de Abraham no se ajustaban a esas categorías, se les fue prestando cada vez menos atención en los suplementos de los diarios y en los congresos de literatura. Pronto, no se habló más de ellas.
La madre tuvo una posteridad más persistente. Con frecuencia se le dedican monografías en El Monitor de la Educación Común, y sus métodos pedagógicos han empezado a aplicarse en las escuelas.

(El texto y las imágenes son patrimonio del Archivo Tomás Eloy Martínez)

 

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