Presentamos “Colombianos en Argentina: huir de la violencia” escrito por Giovanny Jaramillo Rojas en el marco de la Especialización en Periodismo Narrativo 2016. El texto se publicó en “El Observador” de Perfil.

El texto -publicado el 8 de abril de 2017- se puede leer aquí y acá abajo. 

—En Colombia no hemos sabido aprovechar la riqueza que tenemos. Eso es culpa de la guerra.

Hace nueve años que doña Blanca se vino desde Colombia a Argentina, luego del asesinato dudoso de una de sus cuatro hijas y amenazas al resto de su familia.

—Yo nací en Caldas. De joven, el amor me llevó a Tolima. Después, la violencia me arrastró a Bogotá y al final el miedo me trajo a Buenos Aires. Aquí vivo con mi esposo y dos de mis hijas (Pamela y Adriana). Otra se quedó en Colombia.

Doña Blanca vende comida típica colombiana. Tras pedirle tres tamales y un paquete de arepas, la conocí. Sus manos, robustas y trajinadas, revelaron largos años de vida y trabajo en el campo. Su cabello iba pintado de castaño. La geografía de su rostro era inexpresiva. Sus ojos esquivos y ojeras timoratas contrastaban delicadamente con los suaves hoyuelos que se formaban involuntariamente sobre sus mejillas cuando hablaba.

Después de haber estado gravemente enferma, a principios de 2009, se dio cuenta de que lo único que la hacía sentirse bien era cocinar. Entonces sus hijas le propusieron preparar comida y venderla al frente del consulado colombiano de Buenos Aires.

Así fue como empezaron a combatir la tristeza de los días y, de paso, a esquivar la necesidad.

—Aunque uno se enferma solo, todos nos salvamos acompañados.

***
Doña Blanca Giraldo llegó a Buenos Aires en julio de 2008. Tenía 57 años. Desde la ventanita del avión que aterrizaba en el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini advirtió que, además de una lluvia inclemente, también había una espesa niebla que le hizo recordar algunas mañanas de su infancia, en las que acompañaba a su padre a ordeñar las vacas de la finca familiar. Le pareció un buen augurio que la primera imagen del país que la recibía le revolviera la memoria hasta llevarla a Villamaría, su pequeño pueblo natal, ubicado entre las montañas del departamento de Caldas.

Doña Blanca agarró de las manos a Pamela y Adriana, sus dos hijas. Lo hizo porque en aquellas remotas mañanas de niebla caldense, su padre le decía que cuando las nubes estaban caídas algunas almas en pena aprovechaban para raptar a las mujeres que anduvieran por ahí sin un hombre que las cuidara. Ella era apenas una niña cuando escuchó por primera vez esa superstición y, tantos años después, no pudo encontrar una razón para estar tranquila. Nunca había viajado en avión. Por medio de un amigo, su esposo don Heriberto había conseguido desde Bogotá un extraño contacto para que ayudara a su familia a ubicarse en una vieja y oscura pensión en el barrio porteño de Barracas. La niebla sería el lugar común de aquellos meses. La niebla afuera y la niebla adentro. El destierro. El olvido que empezaba a ser.

***
Estoy con su hija Pamela en la plataforma del Ferrocarril Bartolomé Mitre, ramal José León Suárez. Nos dirigimos a Villa Ballester. Nuestra cita había sido planeada porque doña Blanca iba a preparar tamales y necesitaba las hojas de plátano para envolverlos. Le pregunto a Pamela cómo va a ser el asunto una vez lleguemos: “Fácil, caminamos unas cuadras y en un campito al lado de la vía del tren están las matas. Hay que hacerlo rápido porque parece un lugar público pero no lo es”.

En teoría robamos, pero en la práctica no. La vegetación es densa y el lugar más que público parece abandonado. Pamela hace lo suyo. Acerca hacia mí lo recogido: ahora tenemos que doblarlas. La idea es tener fuego para pasar las hojas por ahí y domesticarlas para que no se rompan. Yo sigo instrucciones. La lluvia reaparece con fuerza. Guardamos todo. Pamela dice que con lo recolectado alcanza para unos veinte o veinticinco tamales.

Caminamos hasta una parada de colectivo.

—¿Siempre vienes sola?
—No, a veces vengo con Adriana, mi hermana.
—¿A qué se dedica ella?
—A nada, mi papá no la deja hacer nada. Después de lo que pasó con Blanca María, mi otra hermana, él quedó mal, dice que si a ella no se le hubiera metido en la cabeza eso de irse a estudiar a Bogotá nada de lo que pasó habría pasado.
—¿Y tú qué piensas de eso?
—Pues no estoy de acuerdo. Es que cuando Blanca María entró a trabajar, tenía que viajar (de Bogotá) a Yacopí y en uno de esos viajes escuchó cosas de unas víctimas que echaban la culpa de unas muertes a una gente dueña de mucha tierra. Ella no dejó de ir y como no hizo caso a las amenazas, entonces la mataron.
—¿Y ustedes por qué fueron a Bogotá?
—En 2004 nosotros nos fuimos con Blanca María. Pues familia es familia. Igual mis papás creían que volver (a Chaparral) era cuestión de tiempo, hasta que un día mi papá llamó a unos amigos y ellos le preguntaron si había vendido la tierra y él dijo que no, que eso estaba todo bajo llave y le respondieron que muy raro porque la casa ya estaba habitada.
—Háblame más de tu otra hermana, Adriana.
—Ella cambió mucho después del atentado. Los mismos que mataron a Blanca María creían que nosotros sabíamos cosas por lo del trabajo de ella y que al venir de Chaparral estábamos conectados con gente de la guerrilla. Imagínese, si ellos fueron los que nos sacaron de allá. A Adriana no querían matarla, sólo querían intimidarnos para que nos fuéramos de Bogotá. Nosotros pedimos asilo en lugares y nada. Siempre nos faltaban papeles o nos sacaban excusas. No nos querían ayudar porque somos pobres. Y todo siguió así, con el miedo común: llamadas, panfletos, insultos, advertencias. Hasta que una noche llamaron y era que Adriana estaba en el hospital. Le habían disparado en las piernas. Si hubieran querido matarla lo habrían hecho, pero lo que querían era espantarnos.
—¿En qué trabajaba Adriana?
—Atendía un internet.
—¿Y tu papá cómo es?
—Mi papá es bueno, pero es muy machista, no me gusta hablar de él. El ha sufrido mucho: cuando niño le mataron al papá y desde ahí empezó a trabajar, después estuvo en el ejército, tuvo muchos problemas y después todo esto.
—¿A qué se dedicaba él?
—Pues en Chaparral era jornalero en fincas de ganado, pero ya a lo último estuvo con una gente que apoyaba a Uribe cuando quería ser presidente, y como a él nunca le gustó la guerrilla y eso por allá es lo que hay y Uribe decía que iba a acabarla, él se metió en eso.
—¿Y por qué los desplazaron?
—Por todo esto que le digo, Uribe quedó presidente y todo se jodió, la guerrilla no se iba a quedar quieta y menos con la gente que había apoyado que los acabaran; empezaron a amenazarnos, que si contábamos a la policía nos iba a ir mal, nos pedían plata, nos seguían, escribían cosas en nuestra casa, nos rompían puertas, ventanas, lo que fuera, nadie quería contratar a mi papá para no ganarse problemas con ellos y un día cualquiera nos dieron una semana para que nos fuéramos o si no empezarían por la más chiquita de la familia.

***
Doña Blanca y su familia ahora alquilan un monoblock en Parque Patricios. La acompaño a repartir comida por la Ciudad.

—Doña Blanca, ¿qué es lo que más extraña de Colombia?
—Mi casa, porque era mía. Nada era arrendado ni prestado, sembraba mis cosas y cuidaba mis animales.
—¿Y por qué Argentina?
—Eso sólo lo sabe mi marido. El cuadró el viaje, porque intentamos hacerlo todo con el gobierno y con ONGs, pero no salió nada.
—¿O sea que su esposo un día le dijo “nos vamos a Argentina”?
—No, él ya nos había dicho de ir a otros países pero sin ayuda de nadie.
—¿Qué países?
—Suecia o Suiza, siempre me confundo, y Argentina, y pues yo pregunté que qué era más cerca y me dijeron que Argentina, y que qué idioma se hablaba y me dijeron que español, entonces yo dije que Argentina, porque imagínese ir lejos y con otro idioma. Eso me daba más miedo que quedarme en Colombia.
Seguimos hasta Rivadavia en busca del subte A.
—¿En qué trabaja su marido?
—En un taller de carros.
Tomamos el subte A hasta Acoyte.
—¿Le gusta Buenos Aires?
—Sí, la ciudad es bonita y organizada. Todo es rápido y la gente acá es buena, aunque son como fríos. A mí nunca se me pasó por la cabeza salir de Colombia. Pero bueno, cuando uno va a otro lado como que se da cuenta de que todo es diferente y eso está bien porque uno aprende. Mire que hay algo de Blanca María que nunca se me olvidará: un día me dijo que cuando fuera grande quería vivir en otro país, y pues yo qué le iba a decir, que sí, m’hija, que todo en la vida se puede lograr con la ayuda de Dios y con el esfuerzo propio. Pero pues eso yo lo veía imposible, mucha plata, y mire ahora, todos, menos Catalina, resultamos viviendo el sueño de ella. Es injusto. Ella trabajó mucho en una tienda de ropa en Chaparral y ahorraba porque quería conocer el mar o irse a estudiar psicología a Bogotá. Cuando pasó, no podía de la felicidad. A mí me duele todo, todo, cada vez que recuerdo.

Salimos a Parque Rivadavia. Doña Blanca ve a unas personas tomando mate y me dice: “No sé cómo pueden tomar esa vaina toda insípida, sin sabor”. La última entrega debemos despacharla en la intersección de Rosario y Beauchef. Arepas y buñuelos. La transacción es rápida. Reconozco inmediatamente la formalidad casi amarga y muy distante de los bogotanos. Buenas tardes, cómo le va, sí, señora, muchas gracias, que esté muy bien…n

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