Se cumplen 10 años del fallecimiento del creador incansable que supo destacarse en todos los ámbitos que transitó. Por Daniel Gigena.

Como pasa en las obras de Roberto Arlt, Rodolfo Walsh y Sara Gallardo, entre otros, el periodismo y la literatura se entrecruzan en el camino intelectual del tucumano Tomás Eloy Martínez (1934- 2010). Realidad y ficción se espejan, se transforman y se enriquecen en sus escritos, que dio a conocer muy pronto, cuando aún era un adolescente, en su ciudad natal. A diez años de su muerte, que tuvo lugar en Buenos Aires un 31 de enero, su figura sigue creciendo. Aunque la política no estaba entre sus principales intereses cuando se inició como cronista, se impuso por la fuerza de los hechos históricos al entrevistar nada menos que a Juan Domingo Perón en su exilio en Madrid, en 1970. Antes, Martínez había sido corrector de pruebas, cronista cinematográfico, crítico literario, guionista de cine a la sombra de Augusto Roa Bastos, uno de los factótums de Primera Plana y el creador del noticiero televisivo Telenoche, en 1966.

Después los célebres reportajes a Perón, que operaron como fuentes de primera mano para libros como La novela de Perón (1985) y Las memorias del General (1996, reeditado en 2004 como Las vidas del General), dirigió la revista Panorama, de la que fue despedido, acusado de difundir información falsa, al poner en tapa la noticia de la masacre de Trelew, en 1972. Ese episodio trágico y oscuramente premonitorio del terrorismo del Estado en la Argentina se convirtió en un emblema de su tarea como periodista. Nadie que quiera capturar la esquiva verdad de los hechos y entender el modo en que una investigación guiada por el compromiso puede develar las tramas falsas del poder de turno debe dejar de leer La pasión según Trelew (1973, reeditada y corregida en años sucesivos). Como símbolo del poder de ese libro, cabe consignar que la tercera edición fue quemada en la plaza del III Cuerpo de Ejército, en Córdoba, durante la dictadura militar. En ese entonces, Tomás Eloy Martínez estaba exiliado en Caracas, luego de que él y su familia recibieran amenazas de la Triple A. Allí desarrolló proyectos periodísticos y, en 1979, publicó los relatos de Lugar común la muerte. En su regreso al país, colaboró en distintos medios gráficos y televisivos, hasta que, a comienzos del siglo XXI, se instaló por varios años en Nueva Jersey. A mediados del año pasado, se supo que la casa donde escribió sus últimas novelas se había vendido.

Con el fuego sagrado de la profesión.

“Cuando cerca de sus cuarenta años escribió La pasión según Trelew, eslabón ineludible de las investigaciones sobre el terrorismo de Estado en la Argentina, Tomás Eloy Martínez era ya un emergente singular de las redacciones de los años sesenta, esas que cambiaron el periodismo y en las que cohabitaron apellidos que, vistos a la distancia, resultan de imposible convivencia –dice el periodista y exdirector del Buenos Aires Herald Sebastián Lacunza-. Tres décadas después de Trelew, Eloy Martínez publicó la ficción El vuelo de la reina. Entre tanto, habían pasado Venezuela, best sellers, diarios y las clases en Nueva Jersey. En esa novela (que en 2002 ganó el premio Internacional Alfaguara de Novela) reapareció el cronista cabal que dio cuenta de una redacción atravesada por la corrupción, la desidia y el supuestamente inextinguible fuego sagrado de la profesión. Con el nacimiento del siglo XXI, la muerte de la periodista y escritora Susana Rotker (su tercera pareja) y, una década más tarde, la del propio escritor nos privaron de su mirada profunda sobre otro ‘nuevo periodismo’, al parecer, tan extraño a aquel de los años sesenta y setenta”. Según Lacunza, los avatares políticos, la corrosividad de Twitter, la figura del cronista gratuito, el smartphone “bajaron del pedestal” a varias generaciones de periodistas. “Acaso la singular experiencia de Eloy Martínez lo habría llevado a tender puentes entre paradigmas periodísticos y a pensar mejor el futuro, y lo habría alejado de la propensión a la ofensa y el autohomenaje”, agrega Lacunza. En tiempos de crisis de recursos y valores, el recorrido de Tomás Eloy Martínez sigue siendo un modelo.

Porque para el escritor tucumano, la verdadera ética de la profesión estaba íntimamente asociada al lenguaje. “Siempre he pensado (y este es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta, el lenguaje, y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribados con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó”, escribió en abril de 1999.

A partir de la década de 1990, sin abandonar el periodismo, se dedicó a escribir sus grandes novelas. La primera gran obra de esa época es La mano del amo, de 1991, donde una grieta real y no figurada divide dos mundos irreconciliables. En 1995, se publica el best seller indiscutido Santa Evita, que llegó a ser comparado con el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento por su modo audaz de fusionar mito, historia y ficción. Días atrás se anunció que Rodrigo García Barcha (hijo de Gabriel García Márquez) y Alejandro Maci dirigirán una miniserie basada en la novela de Martínez, protagonizada por Natalia Oreiro y Darío Grandinetti, y con Diego Velázquez en el papel del periodista, suerte de álter ego del autor. Luego de El vuelo de la reina, Tomás Eloy publicó su “novela porteña”, El cantor de tango, en 2004, y la estremecedora Purgatorio, en 2008. Toda la obra del escritor tucumano está publicada por el sello Alfaguara, que anticipó que entre marzo y mayo se reeditarán El cantor de tango, Santa Evita y La novela de Perón.

Contra el olvido

En sus últimos días, Tomás Eloy había vuelto con pasión a uno de sus primeros amores: el cine. “A él le gustaban mucho las películas del Gordo y el Flaco, porque las veía de chico –cuenta Blas Eloy Martínez, hijo del escritor y director cinematográfico-. Tenía mucha fijación con las películas que lo habían impactado de chico, como las de Esther Williams, en especial, Escuela de sirenas. Antes de morir, se le dio por hacer retrospectivas que lo decepcionaron mucho: Ingmar Bergman, por ejemplo. Orson Welles, en cambio, le encantaba. Siempre recordaba haber visto Sed de mal en un cine de mala muerte y que le pareciera una obra maestra”. La relación entre Tomás Eloy Martínez y el cine es tarea pendiente de investigadores.

No sin dificultades, la Fundación Tomás Eloy Martínez preserva el legado y la memoria del escritor. Años atrás funcionaba en el primer piso de la Biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo, y se convirtió en un centro cultural muy activo. “Todo el mundo pasó por ahí y todo el mundo quería hacer cosas ahí –dice Ezequiel Martínez, periodista e hijo del escritor-. Luego se creó en ese lugar el Espacio Borges y tuvimos que mudarnos a la avenida Córdoba 1556. Esa mudanza más las penurias económicas que sufrimos todos, provocaron que en los dos últimos años no lográramos el apoyo necesario para mantener ese intenso ritmo de actividades. Está pendiente el debate sobre cómo apoyar desde el Estado aquellos patrimonios intelectuales que por falta de recursos terminan vendiéndose a universidades extranjeras, o quedan juntando polvo y resignados al olvido. Sí hemos seguido atendiendo las consultas por el archivo y nos dedicamos, gracias a un subsidio de la Fundación Williams, a digitalizar todo ese material y a catalogar los más de diez mil volúmenes de su biblioteca, para que alguna vez puedan estar también a disposición del público. En ese punto estamos hoy”.

Perfil, 31 de enero de 2020

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