Mañana, 26 de julio, se cumplen 60 años del fallecimiento de Eva Duarte de Perón. Con motivo de este importante aniversario, compartimos dos textos sobre Santa Evita que escribieron Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Los artículos se publicaron en el suplemento cultural del diario La Nación en febrero de 1996. El segundo: Santa Evita, por el autor de La gran novela Latinoamericana.
En 1943, yo vivía en la esquina de Quintana y Callao, en Buenos Aires. Acababa de cumplir quince años, pero no iba a la escuela para evitar la ideología fascista promulgada por el ministro de Educación, Martínez Zuviría (que escribía novelas con el seudónimo de Hugo Wast). Quería regresar a México, y la Argentina era un compás de espera. En vez de estudiar, me dediqué a leer a Borges, seguir a la orquesta de tangos de Aníbal Troilo, ir a los cines de la calle Lavalle y oír novelas radiofónicas.
La actriz Eva Duarte protagonizaba una serie radial sobre mujeres célebres de la historia: María Antonieta, Ia emperatriz Carlota, Aladame Dubarry… Estos programas se anunciaban en la biblia de la radiofonía argentina, Sintonía. Eran bastante atroces, y la actriz era pésima. Tomás Eloy Martínez transcribe a la perfeccion sus parlamentos en la espléndida novela que nos ocupa, Santa Evita. “¡Macksimiliano sufre, sufre, y yo me vuá vover loca!”. Las películas de Eva Duarte no eran mejores; recuerdo haber visto una adaptación de La pródiga, de Alarcón, que, como anota TEM parece filmada antes de la invención del cine. Y en la portada de la revista Antena, Eva Duarte aparecía a veces con trajes de baño de mal corte, o disfrazada de marinero.
En el edificio de departamentos donde yo vivía con mi familia todos se iban a las diez de la mañana y sólo quedábamos yo, leyendo a Borges y oyendo a Eva, y una bellísima señora europea que vivía sola en el piso superior. Una mañana fingí demencia y fui a tocar a su puerta. Ella apareció, platinada y con un lunar postizo en el pómulo. Le pedí disculpas, había perdido mi ejemplar de Sintonía y quería saber si hoy en la mañana Eva Duarte hacía, el papel de Juana de Arco.
-No -me contestó mi vecina-. Hoy hace de la Dubarry. Es menos santa, pero más entretenida.
De este modo, indirectamente le debo mi iniciacion sexual a Eva Perón. La conocí, de oídas, antes que el propio coronel Juan Domingo Perón, a la sazón ministro de Trabajo en el gabinete militar del general Edelmiro Farrel y rumorado, ya, como el poder detrás del trono. Cual no sería mi sorpresa, al regresar a México en 1945, de saber que en 1944 Perón y Eva Duarte se habían conocido y que ahora, frente a las multitudes, interpretaban su propia radionovela sin necesidad de imaginar, él, que era César, y ella, que era Cleopatra. La primera vez que los vi juntos en su balcón de la Plaza de Mayo, en el noticiero EMA, supe que de ahora en adelante Eva Duarte y Juan Peron iban a interpretar a dos personajes llamados “Eva Duarte” y “Juan Perón”, o como lo indica TEM, dejaron de distinguir entre verdad y mentira, decidieron que la realidad sería lo que ellos quisieran: actuaron como novelistas. “La duda había desaparecido de sus vidas.”
Realidad y ficción
Se ha vuelto un tópico decir que en América latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de Garcia Márquez y Roa Bastos enseguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. No era -no esposible-, en este sentido, ir más allá de El otoño del patriarca y Yo el Supremo. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos Garcia Márquez y yo a raíz de la increíble secuela de eventos recientes en México: había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana, para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; enseguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón), y finalmente para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.
“El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”, dice Oscar Wilde, citado por TEM. Y el propio autor argentino elabora: “Todo relato es, por definición, infiel. La realidad… no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo”. Y si la historia es otro de los géneros literarios, “¿por qué privarla de la imaginación, el desatino la exageración, la derrota, que son la materia prima de la literatura?”.
Por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte, nacida en el “pueblecito” de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural, muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decia “voy al dontólogo” cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad básica, Liza Doolitle de la Argentina profunda, esperando al profesor Higgins que le enseñara a pronunciar las “erres”. En vez, la llevó a Buenos Aires, a los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño, quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
Al iniciarse el ascenso de Eva Perón, la oligarquía y las elites argentinas le opusieron el desprecio más feroz. “Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita”; a los ojos de sus enemigos sociales, Eva Duarte era “una resurrección oscura de la barbarie” en un país convencido -engañado- de ser “tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado”. La derrota -mediata e inmediata- de la oligarquía argentina y sus pretensiones por “la mina barata” es una de las mejores historias de venganza política de nuestro siglo.
El arma histórica de la vendetta de Evita fue una sola: no perdonar, no perdonar a nadie que la humilló. la insultó, la golpeó. Pero su arma mítica fue mucho más poderosa: Eva Duarte creía en los milagros de las radionovelas. “Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos.” Esto es lo que ella sabía. Esto es lo que ignoraban sus enemigos. Evita era una Cenicienta armada. La Argentina no era un Olimpo europeo de la América latina.
La Cenicienta en el poder
Por sórdida y naturalista que sea la historia de los orígenes y el ascenso de Eva Duarte, la acompaña desde un principio otra historia, mítica, mágica, hiperbólica. Los enemigos de Evita no vieron más que la novela naturalista, a lo Zola: Evita Naná. Ella se propuso vivir la novela novelada, a lo Dumas: Cenicienta Montecristo. Pero ni ella ni sus enemigos veían más allá de la Argentina culta, parisiense, cartesiana, que las elites porteñas,con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo. ¿Pues no vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en medio de tiros errados, aullidos y sangre? “Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos.” Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas, culminando con el reino del “Brujo” López Rega, eminencia gris de la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón, en 1944, empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu de albinos mudos escapados de los cottolengos. Se los presenta a Perón. Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los maizales ¿Realidad o ficción? Respuesta: la realidad es ficción.
TEM lo admite: las fuerzas de su novela son dudosas, pero sólo en el sentido de que también lo son la realidad y el lenguaje. Se filtran deslices de la memoria, verdades impuras. “A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sólo relatos.”
Eva Perón, la Cenicienta en el poder, lo ejerció como la madrina de un cuento de hadas. Como un Robin Hood con faldas, lo daba todo, atendía a las inmensas colas de gente necesitada de un mueble, un traje de novia, un hospital. La Argentina se convirtió en su “ínsula barataria”, sólo que el Quijote era ella, y Sancho Panza su marido realista, jornalero, chato, sin el carisma que ella le dio, el mito que ella le inventó y que él acabó por aceptar e interpretar. Mítica. Eva Perón podía ser, sin embargo, tan dura como cualquier general o político. Pero esto era secundario al hecho central: Cenicienta no tenía que hacer malas películas y actuar en malas radionovelas. Cenicienta podía actuar en la historia y, lo que es más, verse en la historia: TEM narra un maravilloso episodio en el que Eva en la platea ve a Eva en la pantalla visitando al papa Pío XII. La actriz frustrada va repitiendo en voz baja el diálogo silencioso entre la primera dama y el Santo Padre. Ya no es necesario actuar en los foros despreciados de Argentina Sono Film. Ahora el escenario es nada menos que el Vaticano, el mundo… y el cielo. La historia perfecta, después de todo, sólo puede escribirla Dios. Pero imitar la imaginación de Dios es acceder, en la Tierra, a su reino virtual. Santa Evita lo fue en vida: en 1951. una niña de 16 años, Evelina, le envía dos mil cartas a Evita, a razón de cinco o seis por día. Todas con el mismo texto, como se le reza a las santas. Evita ya era en vida, como dice Ricardo Garibay de nuestra santa patrona mexicana, la Virgen de Guadalumpen.
¿Cómo iba a soportar ese cuerpo, esa imagen, la enfermedad y la muerte? “Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza”, dice Eva Perón cuando su cáncer se vuelve terminal. A los treinta y tres años, la mujer poderosa, bella, adorada , caprichosa, filantrópica, la esposa de Perón pero también la amante de los descamisados, la madre de los grasitas, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva… Y la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su mayordomo Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda, inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Esta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante
El doctor Ara, verdadero Frankenstein criollo, se va a encargar de darle vida inmortal al cadáver embalsamado de Eva Perón. “Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años… Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda… una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo.” El toque final de la teatralidad del doctor Ara es poner a la muerta flotando en el aire puro, sostenida por hilos invisibles: “Los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados”.
Al caer Perón, en 1955, los nuevos militares decidieron desaparecer el cadáver de Evita. Pero no lo incineraron, con lo fácil que hubiera sido quemar esos tejidos rebosantes de químicos: volaría en cuanto le acercasen un fósforo. El presidente en funciones ordena, en cambio, que sólo se le dé cristiana sepultura. Es un cuerpo “más grande que el país”, en el que los argentinos han ido metiendo todos “la mierda, el odio las ganas de matarlo de nuevo”. Y el llanto de la gente. Quizá, dándole cristiana sepultura, caerá en el olvido.
Pero Eva Perón, al fin dueña de su destino, se niega a desaparecer. Magistralmente, Tomás Eloy Martínez nos va develando la manera como Evita sigue viviendo, asegura su inmortalidad, porque su cuerpo se convierte en objeto de placer incluso para quienes la odian, incluso para sus guardianes… El fetichismo, indica Freud, es una alteración del objeto sexual. Provoca una satisfacción sustituta -satisfacción, pero también frustración-. Los guardianes del cadáver de Evita no sólo sustituyen el imposible amor sexual con la diosa o hetaira nacionales. Aseguran la supervivencia del cadáver, asistidos por el doctor Ara, que, por supuesto, se aferra a que su obra maestra perdure. Triplican el cadáver: uno real y dos copias, el real señalado por marcas ocultas en la oreja, en el sexo. Mueven el cadáver -los cadáveres- para despistar, para deshonrarlo y para seguirlo honrando, para monopolizar la posesión de Evita Perón en su errancia fúnebre, de desván a sala de proyecciones, a cárceles de la Patagonia, a camiones del ejército, a buques transatlánticos, pasando por áticos familiares. La llaman la Difunta. ED. EM. (Esa Mujer). La llaman Persona.
Persona: la lengua francesa carece de nuestro rotundo “nadie”, del “nessuno” italiano, del “nobody” inglés. Le da a nadie su persona: persona es respuesta negativa, elipsis de la inexistencia, sustantivo abstracto… De esa persona que no es nadie se enamoran sus sucesivos carceleros. El coronel Moori Koenig, encargado del secreto del cadáver, está a punto de destruirlo a base de zangoloteos, una Evita nómada que va y viene por la ciudad porque no hay ningún lugar seguro para ella -salvo, a la postre, la obsesión del propio coronel-. La odia. La necesita. La extraña. Ordena a sus oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el sacro recinto de la muerta. Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos y como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El embalsamador lo supo siempre: “Muerta, puede ser infinita”. Es el doctor Ara el que se encarga, muerta Evita, de contestar las cartas que le siguen dirigiendo sus fieles, pidiendo trajes de novias, muebles, empleos. “Te beso desde el cielo”, contesta la muerta. “Todos los días hablo con Dios.” Los carceleros del cadáver son, ellos mismos, prisioneros del fantasma de Persona, la Difunta, Esa Mujer. “Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo.” El cuerpo de Eva Perón se muere, pero no deja detrás su destino. El arte del embalsamador es semejante al del biógrafo. Consiste en paralizar una vida o un cuerpo, dice TEM, “en la pose en que debe recordarlos la eternidad”. Pero el de Evita es un destino incompleto. Necesita un destino último, “pero para llegar a él habrá que atravesar quién sabe cuantos otros”. Enloquecido por Eva, el coronel Moori Koenig cree asistir al destino de Persona cuando ve el alunizaje de los astronautas norteamericanos. Cuando Armstrong empieza a cavar para recoger piedras lunares, el coronel grita: “¡La están enterrando en la Luna!” Yo me quedo, más bien, con este otro clímax: el capitán de artillería Milton Galarza acompaña el cadáver de Persona a Génova en el Contessino Biancamano. El cuerpo embalsamado viaja en un féretro inmenso, zarandeado, relleno de periódicos, de ladrillos. La única diversión de Galarza durante la travesía es bajar a la bodega y conversar todas las noches con Persona. Eva Peron, su cadáver, “es un sol líquido”.
El último enamorado
El formalista ruso Víctor Schklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. Don Quijote y Tristram Shandy son dos ejemplos ilustres de este “desnudar del método”; Rayuela, un gran ejemplo contemporáneo. Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane, de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana lbarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido -segunda película-, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver.
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. “Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.” Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia: “Si pudiéramos vernos dentro de la historia -dice TEM-, sentiríamos terror. No habría historia porque nadie querría moverse”. Para superar ese terror, el novelista nos ofrece, no vida, sólo relatos.
“A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado.” El novelista sabe que “la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se reinventa a si misma en las novelas”.
Pero a partir de este credo, el novelista está condenado a vivir con el fantasma de su creación, con el sueño que inventa el pasado, con la ficción que se inserta entre mito e historia… “Así voy avanzando, día tras día. por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.”
Tomás Eloy Martínez es el último guardián de la Difunta, el último enamorado de Persona, el último historiador de Esa Mujer.
Redención de Benjamin
Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, dolido de su amnesia porque debió recordar que también era el país de Facundo, de Rosas y de Arlt, tan brutalmente salvaje como sus militares torturadores, asesinos, destructores de familias, generaciones, profesiones enteras de argentinos.
Como la América latina invade a la República Argentina, como los cabecitas negras van rodeando a la urbe parisiense del Plata, asi invadió Eva Duarte el corazón, la cabeza, las tripas, los sueños, las pesadillas de la Argentina.
Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours Santa Evita es todo eso y algo más.
Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.