Hace 25 años fallecía la actriz norteamericana Rita Hayworth. Tomás Eloy Martínez escribió sobre ella en El País, de España.

Rita Hayworth

Cada vez son más misteriosos los caminos que elige la televisión para sus revelaciones. Hace pocos meses uno de los canales de Nueva York inició un ciclo de películas de Rita Hayworth que me mantuvo desvelado varias noches. Casi todas eran desconocidas para mí. Al final del ciclo, el canal de Arte y Entretenimiento difundió una minuciosa biografía de la actriz, que muestra a Rita en sus transfiguraciones sucesivas, desde que era una púber con dos escasos dedos de frente y bailaba en Bajo la luna de las pampas (1935) hasta que ya decaída, derrotada, sin alma, asomó su fantasmal silueta en La ira de Dios, un engendro impiadoso filmado en 1972.

Ahora, en Madrid, veo a Rita resucitar en salitas de arte contiguas a la Plaza de España y en las mesas de las grandes librerías, pobladas por obras sobre efemérides redondas, como las que evocan los fusilamientos del 2 de mayo de 1808 inmortalizados por Goya. Para los 90 años de Rita faltan meses (nació en Brooklyn en octubre de 1918), pero su vitalidad actual no tiene que ver con las décadas, sino con otra forma de eternidad, la de los mitos.

Las últimas imágenes que se tomaron de Rita datan de 1981, cuando estaba recluida en un hospital de California, con la cabeza vacía, limpia de toda memoria que no fuera la de su belleza marchita. Tenía entonces 63 años. Su demencia senil correspondía, sin embargo, a la de una criatura centenaria. El único ritual que parecía interesarle era el del maquillaje. El documental la muestra levantándose al atardecer, en un cuarto donde los muros son espejos. Se pinta las uñas con morosidad, se enrula el pelo y se prueba, uno tras otro, los refulgentes saltos de cama de sus tiempos de gloria.

Rita hizo todo lo necesario para ser inolvidable: llegó más lejos que Marilyn Monroe en las insinuaciones de lujuria, se sumió en un misterio más rotundo que el de Greta Garbo, bebió más alcohol que Ava Gardner y devoró más hombres que Mae West. Su jerarquía, sin embargo, fue siempre la de un despojo, la de un sueño que no merece ser vivido.

Todo la predestinaba a la mitología. En 1932, a los trece años, compartió con su padre apariciones de escándalo en un club nocturno de Tijuana. Se llamaba entonces Margarita Carmen Dolores Cansino, y aunque parecía arrastrarse sobre las ondulaciones de la música como una gata en celo, los agentes de Hollywood se negaban a contratarla porque no le veían futuro. En primer lugar, casi no abría la boca. Se quedaba mirando a sus interlocutores con expresión embobada, como si no supiera inglés, aunque, por supuesto, lo sabía: había llegado hasta séptimo grado primario en una escuela de Jackson Heights, en Queens. Pero, sobre todo, no la querían por el pelo. La esponjosa melena pelirroja que la haría célebre no existía por entonces. La cabeza de Rita estaba perjudicada por unas ondas gruesas y negras que le nacían a dos centímetros de las cejas, como las mujeres prehistóricas que ha retratado el cine.

Las cosas cambiaron desde que aterrizó en su vida Edward C. Judson, un vendedor de autos usados de 43 años, panzón y con la calva salpicada por tenaces gotas de seborrea. Afectado por una súbita vocación de Pigmalión –o por el amor–, Judson cambió el apellido de Rita, adoptando, con una ligera variante, el de la madre, Volga Haworth. Le modificó el vestuario y resolvió el problema del pelo haciendo que extirparan uno por uno los folículos de los que le sobraban en la frente.

Judson completó su inversión casándose con Rita en Las Vegas, el día en que ella cumplió 18 años. Para entonces había filmado ya media docena de películas atroces y tropezaría con otras cinco más, hasta que el obsesivo marido consiguió llamar la atención de Howard Hawks e incluirla en el elenco de Sólo los ángeles tienen alas (1939). Hay que verla de nuevo en aquellas fugaces imágenes que la televisión ha repetido para advertir que las llamaradas de su cuerpo no estaban quemando a nadie: sólo brillaban.

En 1942, al fin, la diosa logró salir de su crisálida y levantar vuelo al separarse del pobre Judson y casarse con un genio precoz que se llamaba Orson Welles. Se solía decir que Rita destruyó a Welles y que lo convirtió a la mediocridad y a la gordura. Los documentales revelan, en cambio, que las cosas sucedieron al revés: “No pueden darse una idea de cuánto me aburría con Rita”, se oye comentar a Welles mientras está filmando esa gran película que se titula, apropiadamente, Sed de mal. “Las mujeres son idiotas en general, pero ella era la más idiota de todas.”

A Rita se la ve defenderse, entre lágrimas, durante el juicio de divorcio (1947), con argumentos que ahora tal vez parezcan insulsos pero que entonces conmovían las fibras más hondas de la clase media norteamericana: “No saben ustedes cuánto me esforcé por formar un hogar con el señor Welles. Pero a él no le interesaba el hogar. Todas las noches me decía que deseaba ser un hombre libre”.

Tres años más tarde se convirtió al islamismo y se casó con Alí Khan. Su reino de las mil y una noches no duró ni siquiera trescientas, y la befa, la oscuridad, la vergüenza la poseyeron con tanta saña como ella había poseído el sueño de los hombres. Cuando le preguntaron a Alí Khan por qué se había separado, dijo: “Aunque ustedes no lo crean, me estaba muriendo de aburrimiento”.

En el documental de la televisión, Rita evoca esas historias entre sollozos. “Nadie, nunca, estuvo en verdad enamorado de mí –balbucea–. Los hombres que creyeron amarme estaban enamorados de Gilda, y se iban a la cama con ella. Pero a la mañana siguiente se despertaban conmigo. Yo soy yo, y no puedo cambiar lo que soy.”

En casi todas las últimas películas que filmó encarna a mujeres derrumbadas y vencidas: lo que ella era por entonces. Verla desde lejos, en sus últimos días, paseándose por los jardines de una clínica sin nombre, perdidos el cuerpo, el fuego, la memoria, es una ceremonia de congoja. Rita vacía, abrazada a una muñeca de trapo, alisándose las arrugas de su vestido de enferma.

Mientras ella sucumbía, su mito cobraba vida. Manuel Puig, que la veneraba, se hacía llamar Rita y en las fiestas de su casa de Cuernavaca representaba la danza de Gilda para que se le pegara –como él decía– “algo del hechizo divino”. Cuando los periodistas lo enloquecieron después del éxito de El beso de la mujer araña, la película de Héctor Babenco, Puig les pidió a dos de sus amigos que los ahuyentaran fingiendo ser sus hijas. Les dijo que se presentaran como Yasmine y Rebecca, nombres reales de las hijas que Rita tuvo con Alí Khan y con Orson Welles.

El juego llegó tan lejos que en el obituario que The New York Times dedicó a Manuel se lee: “Lo sobreviven su madre, un hermano y dos hijas, Rebecca y Yasmine”. De esa manera, Rita partió con Puig al más allá, como él hubiera querido.

Quizá Rita Hayworth haya existido sólo en el cine. El mayor atributo mitológico que dejó es la semejanza con Dorian Gray que cierra su biografía televisada: el retrato de una mujer irresistible y eterna que está detrás de un telón. De pronto, el telón se descorre, y deja al descubierto una imagen de lastimosa decrepitud.

La televisión y los videos o DVD que resucitan el pasado son perversos y no quiero volver a las salitas de la Plaza de España para no amargarme con la visión de Rita hundiéndose en el apocalipsis.

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