El escritor Haroldo Conti cumplía años el día 25 de mayo. Lo recordamos con este artículo que Tomás Eloy Martínez escribió en 1981, y que forma parte del Archivo TEM.

La última vez que vi a Haroldo Conti fue en el invierno de 1974. Sentado junto a la ventana de un café que se abría a la llovizna de Buenos Aires, corregía dos páginas de reflexiones sobre el oficio de escritor, que debía publicar en la revista “Crisis”. La ciudad estaba entonces enferma de sordidez y no se hablaba sino de los muertos que amanecían por decenas en los baldíos de los arrabales.

Conti era de los pocos argentinos que mantenía el entusiasmo en pie, respirando los últimos brotes de felicidad que iluminaban en aire. No era, por cierto, un optimista ciego, ni mucho menos un ingenuo desorientado ante las leves señales de la realidad. Una larga historia de adversidades le había enseñado, más bien, que la alegría es la expresión más certera del coraje y que nada desconcierta tanto a los represores como un hombre de fe.

La vida no le había negado ninguna experiencia. En 1938, tras un aprendizaje como leñador en los bosques del Chaco, la escritura de una novela mística (que jamás terminaría) lo indujo a entrar en el Seminario Conciliar, del que saldrá sólo cuando otra inconclusa novela mística le reveló que había errado el camino. Los sentimientos de Conti se transformaban fatalmente en actos: cada vez que algún fuego se despertaba en su corazón, necesitaba caminar hasta él para quemarse. De él aprendí que las verdades de afuera son frágiles cuando no se corresponden con las verdades de adentro; que el pensamiento de la pasión cuenta tanto como el apasionamiento.

Desde 1947 ejerció los oficios más inclementes. Fue empleado de banco, camionero, piloto civil, animador de cine clubes. Una década más tarde supo que su vocación era navegar, y vendió lo poco que poseía para comprar una casa casi menesterosa en las islas del Delta, donde aprendió el lenguaje de los pescadores, de los marineros desilusionados y de los mercaderes apátridas que buscaban en la soledad de los ríos argentinos el pasado que habían olvidado en otra parte. Conti se propuso dar testimonio de esas desventuras en relatos que escribía sobre cuadernos siempre desgajados, a bordo de los lanchones y veleros, con una caligrafía abierta y estrepitosa como él mismo.

La fama lo visitó por sorpresa. En 1960, su cuento “La causa” ganó uno de los premios de la revista “Life”. Tardó más de un mes en enterarse, porque en esa época estaba refugiado en una encrucijada de islas que lleva el nombre de Punto Muerto, escribiendo otra novela, Sudeste, y reparando sus redes de pescador.

En los trece años que siguieron completaría los cuentos de Todos los veranos y dos novelas más, Alrededor de la jaula y Mascaró, el cazador americano: su lenguaje estaba limpio de retórica, desierto de solemnidades, y tenía esa envidiable grandeza que permite dibujar a un personaje con una sola frase rotunda. La escritura le deparó una gloria que trataba de olvidar porque ningún destino le parecía más intolerable que el del artista convertido en espectáculo. Se aferraba a la casa de las islas como a un cuento de la infancia, donde no soplaban otras palabras que las de la imaginación y la libertad.

El 4 de mayo de 1976 desapareció en alguno de los campos de muerte que infaman a la Argentina. Algún sobreviviente dijo que lo había visto y había recibido de él palabras de consuelo; otro aseguró que había sido testigo de las torturas que le infligieron. Nadie, en todo caso, tenía ya esperanzas de volver a encontrarlo. Ahora, en un artículo publicado por El Espectador de Bogotá, Gabriel García Márquez acaba de revelar que Conti ha muerto, y que la noticia estaba en manos de periodistas españoles desde octubre pasado. El novelista colombiano elogia el coraje civil de un hombre que prefirió quedarse en su patria, encogiéndose de hombros ante las amenazas de muerte y “viviendo sin precauciones de ninguna clase”.

Aquella tarde de invierno, en 1974, Conti deslizó, entre los saltos de una conversación casual y (hasta donde recuerdo) breve, una frase que suele volver a mí con el mismo ronco y entusiasta timbre con que fue pronunciada: “¿Qué van a hacerme? Yo soy de los que siguen creyendo en la vida”.

Hacías bien, Haroldo Conti. Hasta la muerte te sigue dando la razón.

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