Compartimos Punta del Este, balneario geográficamente argentino, un cuento del escritor y periodista Nicolás Mavrakis, que se publicó originalmente en Uno a uno, la antología a cargo de Diego Grillo Trubba que reunió a 19 escritores que abordaron la década del noventa desde distintas perspectivas.

Nicolás Mavrakis / Archivo de autor

A la vieja Mary Anna

no le importa el qué dirán

sino que, levantándose la enagua…

James Joyce

«Y ahora sí, por fin se va a saber que el último año antes de que llegara la barbarie de la Alianza, que el último año del uno-a-uno-amén, que el último año antes de que se acabara la fiesta por-siempre-y-para-siempre-amén, en Punta del Este, previo café en el Charly del Gordo G. sobre la Gorlero, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota no tocaron ni uno, ni dos, ni tres, ni cuatro sino diez temas más dos bises. Por fin se va a saber —al fin y de una vez por todas— que poco antes de las once de la noche del veintidós de enero de 1998, en el jardín de la casa que el Pato G. había alquilado ininterrumpidamente durante ocho años en San Ignacio, Infinit, por mucha menos guita de lo que nos habíamos imaginado y con mucha más voluntad de la que prometían, Último bondi a finisterre sonó en vivo y en exclusiva desde la garganta culposa de ese insoportable Carlos Solari, que de Indio nada más tenía el apodo, porque a la boca pedía llevarse nada más que Don Perignon y ojo, nunca con hielo, que es como se servía por tradición en Infinit y como había que tomarlo por respeto al anfitrión».

Martincho se reclina sobre la roulette. Repite lo que acaba de decir el croupier. “¡No va más! ¡No va más!”. Festeja los 32 y está de buen humor. Escupe la punta del Cohiba sobre la alfombra. El croupier lo mira con un gestito indisimulado. A Martincho no le pasa desapercibido. Entonces dice en voz alta que no lo conoce. Que este negrito es nuevo. Que no puede ser que un croupier del Conrad haya salido del Cantegril. “¿Pero de dónde carajo traen a estos negros uruguayos de mierda, Mavrakis? A las negras del Cantegril hay que cortarles los ovarios cuando nacen así no paren esta basura que después te viene a romper las pelotas mientras jugás a la ruleta”.

Martincho sonríe otra vez. Colorado el cinco. Enciende el segundo Cohiba de la noche. La primera bocanada de humo se dispara directo sobre la cara del croupier negro mal disimulador de gestos que llegó del Cantegril.

Yo prefiero mis cigarrillos Lady Slim.

«El pelado ese que vino a hacer su quilombo a la casa del Patito G. nos madrugó a todos. Había dicho quince pero después pidió diez más. Por veinticinco lucas verdes en efectivo, tocó. Y quiso la suite del Conrad para él solito. Pero no quiso cualquiera. Quiso la reservada, la que el Gordo G. tenía alquilada de diciembre a marzo de corrido. Mirá, son todas iguales, pero ésa justo tiene un ascensor privado… un… ¿Colo, cómo mierda le decían al ascensor de la suite del Gordo en el Conrad? Penthouse privado, eso, así le decían en el Conrad, pero cualquiera que haya pasado una noche en la fiesta de los yates sabe que esa habitación fue famosa y que le llamaban El Delfín. Después te cuento por qué. Con tres camisas Rigar´s arriba de la cama, se la dejó el Gordo al pelado gritón. Todo sea por Armandito, no sabés cómo le metía a los cedés de esos Redonditos de mierda en la Pathfinder. El tema era que el pelado ese no quería que lo viera nadie; es más, al resto de los que vinieron con él los tuvo engañados hasta último momento; los obligaba a quedarse adentro del hotel; había uno que se llamaba Willy y otro… ¿Cómo era Colo? El Piojo, sí, ése, ¿pero vos sabés cuánta merluza peinaron esos? ¡Todo de arriba, Mavrakis!»

Negro el veintidós. Martincho dice puta. El croupier barre con una escobilla azul todas las fichas del paño. Si eso lo gratifica, no puede permitirse el gesto. El Colo se lleva la mano a la cintura. Desenfunda un celular. No dice nada: escucha y asiente. Era Pancho, dice. “Hoy lleva sus chicas a Sioux. Pero me aclara que si queremos joda hay que ponerse”.

Martincho dice puta otra vez. Mordisquea la punta de su cigarro hasta convertirlo en un muñón húmedo. “¡Nos cobra ahora este tipo para fifar con esas anoréxicas pedorras! ¿Pero vos sabés, Mavrakis, vos sabés cuántos abortos le bancó mi viejo en pleno enero durante nueve temporadas a este tipo? ¿Sabés la de fetitos que se fueron por los caños de Maldonado gracias a la guita de mi viejo?”

—¿Y cuando el Jefe le hizo un macho a la odalisca del programa de Mirtha Legrand? —se entusiasma el Colo.

El croupier se levanta. Lo reemplaza otro. Uno más rubio. El pantalón le ajusta la cintura. La cintura ajusta cualquier imaginación. “Pancho tiene ese arreglo con sus pibas —cuenta Martincho con el Cohiba inconmovible en la boca—, antes las entregaba gratis a cambio de promoción, pero les daba el visto bueno para sacarse los DIU y encanutarse durante 18 años los dólares de cualquier desprevenido que quisieran”. No va más. Dos bailarinas de la comparsa itinerante del casino saludan a Martincho y al Colo. Los llaman por otros apodos, que no vale la pena repetir. Negro el diecisiete. “Pasa que claro, las boludas después terminaban fifadas por cualquier negro y se embarazaban igual y entonces Pancho tenía que pedir desesperado ayuda. ¿Y a quiénes recurría? ¿Sabés la de fetitos que se fueron por los caños de Maldonado gracias a la guita de mi viejo? ¡Y ahora nos quiere cobrar…! ¡Puta devaluación de los valores humanos, che!”

El humo del Cohiba sube hacia las luces dicroicas con una morosidad provocativa. No importa que la ceniza aterrice sobre la alfombra. El VIP tiene sus privilegios. Colorado el veintiocho.

«Martincho, contale lo de Alcides. ¡No-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-porque-te-lo-digo-yo!  ¿Te acordás cuando lo rescatamos del yate?»

Lo único que repite el Colo es que puede contar todo mientras no escriba su nombre real. Tiene 35 años. Es el hijo de una ex diputada justicialista. Una de las lícitamente consultables hasta hoy. A diferencia de Martincho, el Colo sí terminó la carrera de abogado en la Universidad Católica. El buffet de penalistas en Puerto Madero al que mamá lo hizo entrar hace dos años le viene bárbaro para pagarse las escapadas al Conrad.

«Yo le cuento lo que sea, Martincho, pero que se saque ese sombrero blanco y deje de anotar todo en esa libretita, es un ridículo, un ridículo con ese perro sentado al lado, ¿un qué? ¿un poodle? ¿desde cuándo puede venir cualquiera con un perro y sentarse en el VIP?»

Esa vez fue el humo de mi Virginia Slim el que se disparó hacia su cara en cuanto mis labios se despegaron de la boquilla de marfil.

—Mi bebé se llama Cipriano —guardé la libreta en el saco, encendí el grabador digital escondido en mi chemise—. ¿A quién rescataron de un yate…?

—A Alcides —dice Martincho, risueño. “¡Doble cero!”—. Putísima madre. Contaseló de una vez, Colo, dejate de joder.

«Eso fue… enero de 1992, sí. ¿De cuál fue que lo rescatamos? ¿No fue del barquito del Manteca Martínez? ¿Te acordás las sábanas de seda azul que se había mandado hacer con los escuditos de Boca? Dieguito Latorre andaba con la hija del Jefe. Y al Jefe lo perseguía esa mina Nequi, ¿te acordás? Lo llamaba por teléfono todo el tiempo, mi vieja me contó que el Jefe venía con una Harley por la Roosevelt, le sonó el ladrillo y por atender casi se mata. Era esa mina. Él pensó que era Yuyito, por eso atendió. ¿La Nequi se encajetó a un viejo de apellido y con el Jefe nunca más, no?»

Martincho hunde la mano izquierda en una lata de Pringles. Con la derecha baraja las últimas fichas.

—Ya no se puede venir al Conrad, Mavrakis. Antes con dólares podías tirar la camioneta en la puerta y jugar toda la noche —mastica sus Pringles como si fueran granadas de mano—. Ahora estos uruguayos de mierda te remolcan la camioneta y te dan un tercio de las fichas para jugar. Unos grasas, son. Yo voy a hablar con Pancho. Colo, vos terminá de contarle.

«Entonces estábamos con los barcos en el puerto, tipo once de la noche empezaban las fiestas. Cincos, seis, siete barcos. Yates pero chiquitos. Champú, música, abrirse paso a braguetazos siempre y alguna sorpresa si había un cumpleaños. Líneas de merluza a rolete. Esa vez era el cumpleaños de Armandito. Tipo doce levantábamos anclas y nos íbamos en caravana para La Mansa. Te podías bajar a cagar a la Isla Gorriti y todo. No pongas esa cara, ¿sos una princesa vos? Bueh, para el cumpleaños de Armandito resulta que lo traen a Alcides, mira como se menea-como le gusta caminar-suavecito como la marea-su mirada te puede matar, ¡cambiá esa cara, rarito!, ¡el cantante!, ¿Ricky Maravilla? ¿Pocho la Pantera? ¡Alcides!, ¡el Lionel Richie argentino!, ¿sabés de qué te estoy hablando?»

—Con los Kirchner somos sucursal del Tercer Mundo —y el teléfono celular de Martincho aterriza sobre el paño verde de la roulette; el Colo se distrae—. Dice Pancho que es en dólares o en dólares. Me parece que no se acuerda de con quiénes está hablando. Es catastrófico todo así, ahora. Este Gobierno zurdo —y su dedo índice señala al croupier—, este Gobierno zurdo te hace cambiar los boxers Dolce & Gabbana importados por los Eyelit nacionales, puta madre. Pero a las minas les calienta que vos te saques el pantalón y haya un Dolce & Gabbana. ¿Vos tenés algunos in God we trust, Colo? ¿Qué hora es…?

El Colo se mira los puños de la camisa:

—Me olvidé el Tag.

«Cada yatecito salía con dos o tres espejos circulantes de merluza. A Alcides lo subieron al yate del Manteca Martínez porque era el yate más liviano, el que iba delante de todo en la caravana. Vos te podías tirar al agua con los chalecos y nadar de yate a yate, espectacular. Ramón H. se hacía traer una modelitos tanas, todas morochas como le gustan a él, todas sirenas, todas nadaban como sirenas y el juego era que si la alcanzabas en una carrera entre dos yates te la podías mangiar en el primer camarote disponible. Martincho y yo debutamos así. ¿Manteca Martínez? Un jugador de Boca, che. ¿Boca? ¡Boca Juniors, hermano! Si a Alcides lo subían al del Gordo, Armandito se iba a dar cuenta y se arruinaba la sorpresa, por eso. Dos parlantes y un micrófono. Con eso Alcides te cantaba toda la noche, mira-como-se-menea-como-le-gusta-caminar-suavecito-como-la-marea-su-mirada-te-puede-matar, cuando Armandito se dio cuenta que Alcides estaba ahí, descorchó un Don Perignon por cada año, mira-como-va-gozando-como-suena-su-cascabel-suavecito-me-está-envenenando-y-se-pierde-al-anochecer, es un juguetón calcado del padre, le tiró media botella en las tetas a María Vázquez, no-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-¿por qué?-te-lo-digo-yo-¿quién-es?-Violeta-y-se-va-sin-decir-adiós, y la boluda se puso a llorar porque se le arruinaba el animal print. Al Diego lo estuvimos esperando hasta las doce y cuarto de la noche pero no llegó, no-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-¿por qué?-te-lo-digo-yo-¿quién-es?-Violeta-y-se-va-sin-decir-adiós, ¿qué Diego va a ser? ¡Hay un solo Diego en Argentina! ¡Y un solo Carlos!». 

El Colo recoge las fichas. Dice que la roulette siempre lo aburrió. Prefiere los tragamonedas. “En la que está allá una vez me gané mil quinientos dólares jugando con Miguel del Sel. No me preguntes ahora quién es porque te meto a Cipriano en el culo”. La risa del Colo hace temblar las teclas del Steinway & Son en la entrada del casino. Mami te va a compensar esta pesadilla, le susurro a Cipriano, mientras cierro la puertita del transporte.

—¿Te gusta el piano? —me sorprende—. Al que lo toca lo conozco. Se clavó varios Pluna con nosotros. Es de San Isidro, no es uruguayo. ¿Qué querés escuchar?

—Cualquier polonesa de Chopin.

—¿Eh? Algo que sea a color.

—Mmm… La Cuban Overture, de Gershwin.

Esperame acá, dice el Colo, rascándose la barbilla, y camina hasta el pianista. A los dos minutos vuelve hacia mi lado, camino a los tragamonedas. El piano destila un sonido que no podría describir, un allegretto entre primitivo y…

—Alcides. Eso que escuchás es Alcides —me revela el Colo—. ¿Ahora lo ubicás? Martincho debe estar cambiando sus fichas por dólares.

Inserta una ficha en una máquina y baja la palanca.

Cereza. Uva. Manzana. Banana

—Qué lo parió. ¿Sabés vos quién tenía suerte en esto siempre? El Tula…

Manzana. Cereza. Uva. Banana.

—A ver —propone el Colo, levantándose del pequeño banquito delante del aparato—, tirá de la palanca y probá.

Tomo la palanca con mi pañuelo. Empujo.

Banana. Banana. Banana. Cereza.

Suena una alarma y caen fichas.

—¡Muy bueno! ¡Muy bueno! —grita el Colo.

Cipriano festeja con tres ladridos.

—Te las ganaste, así que son tuyas. Seguí tirando ahora porque…

—No. Yo me gané el final de la historia —y tiro fastidiado esas fichas aceitosas a sus manos—. Te escucho.

«Resulta que el Manteca guardaba las bengalas en tres latas de Caprice. Pero eso no se lo había dicho a nadie antes de tirarse del suyo al yate de Armandito. Alcides seguía cantando paradito como un duque, baila -como-un-terremoto-su-cintura-me-hace-temblar-tiene-un-filin-que-me-vuelve-loco-yo-no-me-puedo-controlar, moviéndose con el paso del robot acelerado y con un traje rosado, moñito rojo impecable, mira -como-sube-y-baja-como-si-se-fuera-a-romper-me-corre-un-giro-por-la-espalda-yo-no-sé-lo-que-voy-a-hacer, habíamos tirado todas las anclas entre la orilla y La Mansa, cada uno con su reflector encendido y en círculo; teníamos luz propia, Mavrakis, vos podías tirarte al agua y nadar con los ojos abiertos; Martincho ni eso, de peinar tantas líneas de merluza no podía ni caminar, estaba con dos chichis de Pancho desde hacía una hora y no se le paraba, muy limado, ¿y qué hace el tipo? ¡Se tira al agua y se manda para el yate con Alcides!, no-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-¿por qué?-te-lo-digo-yo-¿quién-es?-Violeta-y-se-va-sin-decir- adiós, caza de una el timón, destapa las latas de Caprice y encuentra las bengalas; no, pará, no fue él, fue Armandito, claro: Martincho las encontró y Armandito empezó a dispararlas gritando feliz cumpleaños, no-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-¿por qué?-te-lo-digo-yo-¿quién-es?-Violeta-y-se-va-sin-decir-adiós, pobre Alcides no entendía nada y seguía cantando como un duque. Alcides es un duque, Mavrakis, un señor. De los otros yates aplaudían, bailaban, seguían descorchando; ¿quiénes? ¿cómo que quiénes? Alberto K. y señora, los hijos de María Julia A., mira-cómo-va-gozando-cómo-suena-su-cascabel-suavecito-me-está-envenenando-y-se-pierde-al-anochecer, ¿sabés quién se calentaba mucho a solas viendo nadar a los demás? Amalia L. de F. Nadie se dio cuenta de la bengala que Armandito tiró para adentro del camarote del Manteca Martínez hasta que empezó a salir humo de todos lados, no-la-dejes-ir-no-la-dejes-ir-¿por qué?-te-lo-digo-yo-¿quién-es?-Violeta-y-se-va-sin-decir-adiós, todos se cagaban de risa, igual, todos menos Alcides, que no sabía nadar, ¿y qué hace Armandito antes de tirarse al agua? ¡levanta el ancla!, baila-baila-como-un-terremoto-baila-baila-como-un-terremoto-tiene-un-filin-que-me-vuelve-loco-tiene-un-filin-que-me-vuelve-loco, ¡salta al agua con el chaleco y lo deja a Alcides arriba del yate en llamas, con la marea arrastrándolo mar adentro!».

“In God we trust”, dice Martincho. Se refresca la cara con un abanico de dólares. El Colo lo mira con ojos iluminados. Uva. Manzana. Manzana. Banana.

—¿Aquel está tocando Movidito o me parece?

—Le pedí que la tocara para ilustrarlo a tu amigo, Martincho.

—¿Todavía estás acá, Mavrakis?

Quiere que le termine de contar cuando rescatamos a Alcides del yate y se va, le repite el Colo a su amigo. Martincho dice no me importa, hablé con Pancho y arreglamos algo por mil cuatrocientos dólares: hoy vas a festejar tu cumpleaños como correponde, Colo.

—¿Mil cuatrocientos? ¿Qué pasa con Panchito? ¿Ahora que lleva minas a todas las fiestas en Santa Cruz no cree en la inflación oficial del Indec? Ya no hay códigos.

Habitación 701, se resigna Martincho; yo voy subiendo, las minas te van a venir a buscar a vos acá, deciles que tienen que ir a la 701.

Sube a un ascensor y se va.

—Antes se ocupaba el conserje —protesta el Colo. Uva. Manzana. Manzana. Banana—. La devaluación te arranca calidad de vida.

«Alcides estaba tan aterrado que ni desafinaba cuando gritaba auxilio, el Gordo todavía no le había pagado y tenía miedo de perder el cachet, watanegui-consup-iubi-babi-iubi-babi-Wuli wani-wanaga-watanegui-consup, a Ricky Maravilla ya se lo habían hecho una vez, lo tuvieron cantando toda una noche en Infinit y como se dejó sacar una foto por una revista de progres de Buenos Aires no le pagaron un centavo, watabuinegui-consup-watabuinegui-wanaga-Watabuinegui-consup-watabuinegui-wanaga-si-tú-quieres-bailar-sopa-de-caracol, y con eso no se jodía, ¿eh?, ¿vos te acordás de Mario Coquibus?, ése no jodió más con la camarita indiscreta; entonces Alcides tosía el humo pero con armonía, seguía con el paso robot desesperado aunque cuidando que el ritmo de su desesperación no desentonara con la cumbia, con-la-cintura-muévela-con-la-cadera-muévela-si-lo-que-quieres-es-bailar-si-lo-que-quieres-es-gozar-si-tú-quieres-bailar-sopa-de-caracol, ¡obviamente que desde la orilla nos cagaban a flashes!, ¡ni el último fotógrafo en Punta del Este se perdió una foto de eso!, ¿pero vos sabés cómo hubo que repartir sobres para tapar eso después?, watanegui-consup-iubi-babi-iubi-babi, ¿tenés una idea?, ¡la de negativos que hubo que comprar!, llamados a todas las editoriales, a todas; te digo que ahí más de uno de esos se salvó para siempre y se hizo menemista de por vida, fijate que por suerte esa noche el Jefe estaba en La Rioja, watabuinegui-consup-watabuinegui-wanaga-Watabuinegui-consup-watabuinegui-wanaga, porque el yate del Manteca Martínez era una hoguera y Alcides no pudo más y se tiró al agua, Armandito quiso nadar hacia él pero la corriente lo llevó hasta la Isla Gorriti, estaba tan sacado que a las chichis les pedía la nave espacial para llegar a la estratosfera y llegar en una hora y media a Japón, ¡y claro que en los otros barcos la fiesta seguía!, ¿saben-quién-llegó?-¡Asswipe!-Ricki-tiki-¡Afloja-la-cadera!-¡Cadera-eh!, ¡si se rompía un yate se compraba otro, si se moría un cantante se traía otro!, ¿pero vos dónde estás parado?, si-lo-que-quieres-es-bailar-si-lo-que-quieres-es-gozar-si-tú-quieres-pedir-sopa-de-caracol, y cuando por fin lo manoteamos a Alcides el pobre dice que se hundía porque los anillos que tenía lo hacían más pesado, entonces Martincho se empieza a reír y lo suelta de nuevo, dame-un-beso-damelo-ya-que-me-muero-si-no-me-lo-das, el yate del Pato G. se nos puso al lado y las minas de Panchito nos empiezan a tirar botellas llenas de Don Perignon, cada una tenía la nariz más empolvada que la otra, las geishas anoréxicas no te perdonaban una y esa noche en Uruguay se aspiró más merluza que nunca, Mavrakis, dame-un-beso-damelo-ya-que-me-muero-si-no-me-lo-das, yo lo manoteo a Alcides otra vez y se empieza a sacar los anillos, “éste es de la fiesta de Bauzá”, pum, al fondo de La Mansa, “este es del cumpleaños de los Macri”, pum, al fondo de La Mansa, enamorado-estoy-no-sé-lo-que-me-pasa-que-cuando-te-miro-mi-boca-se-calla, ¿sabés quién le hizo dos maniobras de respiración juntas cuando llegamos a la orilla?, el juez Julio Nazareno, que todavía se acordaba los primeros auxilios de cuando había sido comisario en La Rioja, eres-tú-la-chica-de-mi-corazón-y-si-tú-te-ofendes-te-pido-perdón, ésas eran fiestas, Mavrakis, auténticos eneros noventistas en Punta del Este, eres-tú-la-chica-de-mi-corazón-y-si-tú-te-ofendes-mami-te pido perdón, el balneario geográficamente argentino».

Cuando sus propias carcajadas se apagan, el Colo vuelve a revisarse los puños de la camisa:

—Carajo, no tengo el Tag.

Empuja la palanca del juego por última vez.

Uva. Manzana. Banana. Uva.

—Ya van a llegar las chichis. Martincho tiene razón: mejor me voy a poner los Dolce & Gabbana. Haceme la gauchada: le aviso al conserje y cuando lleguen las minas que te pregunten a vos. Supongo que todavía no dejan que entren ridículos con poodles más allá del casino. A la habitación 701, hay que mandarlas. Gracias che.

Y el Colo desaparece detrás de las puertas doradas de un ascensor. Al fin, puedo caminar hacia la salida del Conrad.

Atravieso el lobby y una quinceañera me toma del brazo:

—¿Vos nos decís a qué habitación subir? —murmura tímida.

—¡Degenerada! —grito ofendido.

Cada huésped, mozo y croupier cercano al lobby gira para mirarnos.

—¡Degenerada, suélteme! —me desespero.

Uno de los conserjes se acerca a la quinceañera y la echa de mala manera. La acompañan otras dos, demasiado pálidas para hacer algo más que salir corriendo.

Cipriano mueve la colita entusiasmado.

El vuelo a Buenos Aires despega exactamente en una hora.¨

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*Nicolás Mavrakis nació en 1982. Fue crítico literario del suplemento Cultura del diario Perfil y redactor de la revista de humor, variedades y política Noticias. También ha colaborado en suplementos culturales como Ñ (Clarín), ADN (La Nación) y Cultura (Tiempo Argentino) y en revistas como Crisis y Joy. Es autor de cuentos para las antologías Buenos Aires Escala 1:1 (Entropía), Uno a Uno (Random House Mondadori) y Vienen bajando (Ediciones CEC). También publicó los ensayos de #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital (Ediciones CEC) y el libro de cuentos No alimenten al troll (Tamarisco). En el Centro de Estudios Contemporáneos ha dictado talleres sobre literatura argentina en general y sobre la obra de Michel Houellebecq, Jorge Asís y el género crónica en particular, entre otros. Escribe sobre literatura, política y tecnología en diferentes medios gráficos y sitios web. En Amphibia escribe sobre cibercultura.

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