Hace cinco años, Federico Bianchini se lo encontró a Fogwill en una pileta de natación y escribió El hombre que nada, una crónica a la que Juan Villoro, Julio Villanueva Chang y Juan Pablo Meneses le otorgaron el Premio Las Nuevas Plumas, organizado por la Universidad de Guadalajara y la Escuela de Periodismo Portátil. Fogwill (1941-2010) murió poco antes de que la crónica fuese elegida ganadora. Compartimos el texto completo con ustedes.

Federico Bianchini / Archivo autor

El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el brazo izquierdo. La pileta está casi vacía. En el segundo andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el costado. Llego al borde de la pileta, giro en el lugar, empujo con los pies. Son más de las nueve de la noche de un día de semana. Bajo los violentos reflectores del histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora el hombre que nada descansa. Está apoyado en la pared del sector menos profundo de la pileta. Se saca las antiparras. Agitado, resopla con fuerza. Murmura.

— Disculpe. ¿Dijo algo? —pregunto.El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el brazo izquierdo. La pileta está casi vacía. En el segundo andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el costado. Llego al borde de la pileta, giro en el lugar, empujo con los pies. Son más de las nueve de la noche de un día de semana. Bajo los violentos reflectores del histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora el hombre que nada descansa. Está apoyado en la pared del sector menos profundo de la pileta. Se saca las antiparras. Agitado, resopla con fuerza. Murmura.

— No. Hablaba solo.

— ¿Usted es Fogwill?

—Sí. Por eso hablo solo.

 

2

 

Dos años y dos meses después de nuestro encuentro casual en la pileta, vuelvo a ver a Fogwill en el comedor de su casa de Palermo. El hombre que nada tiene casi setenta años. Lo trato de usted. Nadie le dice señor. Fogwill es ya una marca. Su marca. El apellido le arrebató casi por completo el nombre. En la Argentina, si uno habla de literatura, dice “Fogwill” sin antecederlo por Rodolfo Enrique. Casi nadie recuerda su nombre de pila. De algún modo, él promovió este olvido a los cuarenta y cuatro años, días antes de publicar su séptimo libro, Pájaros de la cabeza, cuando vio la futura tapa y decidió por una cuestión estética, de diseño gráfico, truncar su firma. Desde entonces fue sólo Fogwill. Para ello, este escritor y publicista creó un personaje del que pocas veces quiso escapar. Un personaje procaz, sincero, hipersexual y polémico. Egocéntrico, aunque a veces perdedor. Despiadado pero tierno en ocasiones. “Cada escritor tiene su máscara y arma su pose. Mi pose es ésta: yo siempre aspiro a mentir con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que no valgo la pena”, dice sentado en  una silla de diseño. En el piso, a su alrededor, hay diarios, ropa, un telescopio, discos, botellas vacías y libros. De fondo, suena una ópera en alemán. A un costado, un asiento ergonómico, que es una especie de tabla sin respaldo. Delante de este asiento, la computadora. El monitor cubierto de polvo y manchas pegajosas. Junto al teclado, un par de medias. El de Fogwill es un departamento de soltero, decorado con uno, dos, tres helechos.

Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque se sabe entre los mejores.

Digresión: en la Argentina, casi nadie tiene la menor idea de quién es Fogwill. A pesar de que ganó el Premio Nacional de Literatura, de que publicó libros en casi todos los géneros –novelas, cuentos, ensayos, poemas–; de que fue traducido al francés, alemán, croata y mandarín, Fogwill sólo es popular en los círculos intelectuales. Más allá de lo prolífico del autor, salvo contadas excepciones y libros reeditados como el de sus cuentos completos, si uno va a una librería argentina y pide por Fogwill lo más probable es no que no encuentre nada. Además de ser un escritor de culto, Fogwill es, sin referirse a un estado de cansancio ni a una ausencia de ideas, un escritor agotado. El hombre que nada es lo que suele conocerse como un “escritor de culto”. ¿Qué es un escritor de culto? No tiene la menor idea. Cree que, quizá, los que así lo califican, entiendan por ese concepto a un escritor que vende poco y se admira mucho. A uno que tiene escasos lectores, pero que compran todos sus libros.

Tal vez, a uno que era un chico, como todos los chicos. Un chico consentido, “no con sentido, sino consentido”, el hijo único, que escribió su primer poema a los ocho años: “A Nuestra Señora de Fátima en la Entronización de Su Imagen Divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Quilmes”. “El que produjo esta mierda que soy ahora, que se permite todos los vicios; el tabaco y el chicle, por ejemplo”, dice en el comedor de su casa de soltero, aunque trata de eludir las referencias a su niñez. Prefiere hablar de otra cosa.

En 1978, año en que la Argentina fue sede del mundial de fútbol, durante la dictadura de Videla, Fogwill, que por entonces dirigía una agencia de publicidad, editó su primer libro: los poemas de El efecto de realidad. Un año después con Mis muertos Punk ganó el premio Coca Cola que, además de plata, incluía la publicación del libro. Sin embargo, cuenta que, después de cobrar el cheque y sorprendiendo a los editores, se sentó a negociar. “Les dije: Este libro vale tanto. Ellos querían publicarlo gratis, así que decidí no cumplir las condiciones del premio, y listo”. Fogwill, su propio personaje, empezó a hacerse conocido.

Cuatro años después, durante setenta y dos horas sin dormir, con doce gramos de cocaína encima, escribió una novela —Los Pichiciegos— que figura en los programas de Letras de todas las universidades del país. La historia transcurre en las Islas Malvinas durante la guerra entre la Argentina y el Reino Unido, y retrata de forma casi premonitoria (la escribió en simultáneo con el conflicto) el clima que se vivía en el frente de batalla. El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida–, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. El miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó. Su consejo: escribir como se debe. No reprimirse. Saber contar lo que no se reprime y atreverse a llegar hasta el final, sin que importe lo que digan el portero, la novia, la vieja, los amigos o el tipo que nos pasa los tomates.

Hay quienes lo consideran el mejor escritor argentino vivo. En ningún momento, aunque escriba en prosa, Fogwill deja de ser un poeta. Es un placer leer en voz alta sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos. Después de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges lo definió como un maestro de la elipsis. “Los que le leyeron el relato, saltearon las partes pornográficas –minimiza Fogwill–. La verdad es que era un texto repugnante”.

Un amigo dice que el escritor se ocupa, con sorprendente dedicación, de que cada uno de nosotros podamos vivir nuestra propia “experiencia Fogwill” para luego tener que contarla. No es poco común que al volver de una entrevista con él, cualquier cronista encuentre en su casilla de correo un e-mail con comentarios o pensamientos sobre algún tema de la nota. Un fotógrafo dice que a las semanas de un encuentro con él Fogwill lo llamó exaltado. Necesitaba, ya, una cámara prestada: su vecina se estaba cambiando. La desnudez era inminente.

Un dato que el escritor se encarga de repetir en cada una de sus entrevistas es que siempre evitó vivir de la literatura. “Quien depende del mercado está definitivamente perdido”, me dice en su casa, sentado en su moderna silla, después de desperezarse. Él pudo conseguirlo gracias a lo que llama sus oficios. Se recibió de sociólogo y a partir de ese momento trabajó, y aún lo hace, en marketing, creación de productos, relevamiento de marcas y hábitos de consumo. “En idear estrategias para llevar a los mercados hacia el interés moralmente supremo de quien me paga”. De allí, de esa profesión, saca la plata para vivir. “Tengo un nivel de ingreso igual que un mediocre escritor de best seller, tipos que ganan el premio Alfaguara o el premio Planeta y los traducen a diez idiomas”. Para vivir como vive, no necesita vender miles de libros, acumular premios importantes, ser conocido en todo el mundo. Con ser Fogwill le alcanza.

Cuando ganó la beca Guggenheim, usó la plata del premio para cambiar el auto y comprarles computadoras a sus hijos. “Agarré la guita y la rrrrrrrreventé”, casi grita, y abre enormes los ojos aceitunados. “Si hoy me dan otra, la reviento igual. Uno hace un proyecto y lo tiene que cumplir. Pero si no lo cumple, no lo van a retar. No hay que rendirle cuentas a nadie”. El proyecto que Fogwill presentó para ganarla fue la renovación de su página web (“un laburo que se podía hacer en un día”) y la corrección de dos libros: “Que después publiqué con un cartelito que decía: corregidos con la beca”. Pelo grisáceo, mirada profunda, bigote prolijo, Fogwill, el hombre que nada, se pregunta: “¿Qué otra cosa iba a hacer?”. Cuando habla, se apasiona: gesticula, enfatiza sus palabras, mueve las cejas histriónico.

El escritor, que admite su pose de engañar que vale la pena diciendo que no vale la pena, me dice que de toda su producción sólo rescata dos o tres poemas buenos. “En un país donde debe haber miles y miles de poetas publicando, ser uno de los diez que publica cobrando ya es un logro”. Hay tres o cuatro poemas que, sabe, no va a poder superar en lo que le queda de vida. Versiones sobre el mar, Antes de los monstruitos y Tras el cristal de la pistola de acuario. “Es una cagadita, pero bueno, es lo que pude –dice Fogwill–. Yo no sé si Borges, al cabo de su vida, pudo estar satisfecho con cinco poemas de él. De él, que sabía leer, ¿no? Por ahí la culpa es mía y me sobrevaloro por tener una deficiente lectura. Él leía mejor que yo, pero yo veo mejor que él. Por ahora”, me sonríe con malicia.

Sí: Fogwill no está ciego.

Y no está muerto.

 

3

 

Meses después de la guerra de Malvinas, el hombre que nada se enteró de que un amigo suyo, hijo de un capitán de marina mercante, estaba preso. Buscó poemas que se refirieran al mar. Los coleccionó y se los fue mandando por carta, uno a uno. Baudelaire, Mallarmé, Valéry, entre otros. Cientos de cartas. Cientos de poemas que, según dice, se transformaron, luego, en el origen de su poema Versiones sobre el mar. Compactación de todo lo que había leído y sentido, puesto al servicio de una ideología.

El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento -¿su amor?- y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. Mar: abundancia de sinsentido humano.

(Fragmentos del poema Versiones sobre el mar)

 

4

 

Dos años y cuatro días después del primer encuentro, el hombre que nada lleva algo más que la mallita negra que tenía en la pileta, aunque sigue respirando con dificultad, como si durante la última media hora hubiera nadado sin detenerse. Estamos en un bar del barrio de Palermo. Antes, Fogwill fue a la pescadería. Pidió nueves filetes de merluza, pidió pan y, luego de piropear a la vendedora, también pidió si no le podían guardar un rato la compra. Cuando la mujer le preguntó un nombre para escribir sobre el envoltorio de papel, Fogwill dijo “Quique”. Luego, cruzó la calle hacia la verdulería, compró dos tomates grandes, una cabeza de ajo, dos plantas de lechuga, cuatro bananas y un kilo de naranjas para jugo que, según comentó el empleado del lugar, estarían muy sabrosas. Al igual que en el local anterior, el escritor, consciente de lo incómodo de sostener los paquetes durante el transcurso de nuestra conversación, pidió si le podrían cuidar un rato la bolsa con las frutas y verduras.

–Tengo que salir con una mina –mintió.

Dos veces por semana, Fogwill, que como buen soltero cocina lo que come, hace asado. Una vez por semana, pescado; todos los días: fideos. Al mediodía y a la noche. No se cansa de las pastas. Sin embargo, lejos de pensar en el menú de la cena, en este bar de Palermo, a lo largo de nuestra conversación que durará cerca de dos horas, Fogwill interrumpirá sus dichos para comentar las piernas de la mujer que acaba de pasar. Me indicará que observe a aquella increíble adolescente de la esquina o se quedará callado con la mirada fija en una colegiala junto al semáforo como si mentalmente quisiera sumergirse debajo de la pollera a cuadros.

Pero eso será más adelante: ahora me dice que nunca decidió ser escritor. Que habría preferido ser rico, pero intentó y no le salió y que cuando acumuló un poco de obra lo calificaron de escritor. A los veinticinco años, escribía doce horas por día. Informes, campañas de publicidad, guiones de cine y discursos políticos. Luego, siguió con poesía y ficción. Una de las claves para poder escribir bien, dice, es poder mentirse y mentir a los otros.

—Hay gente que escribe pero no puede desdoblarse. No puede producir una voz que no sea la suya. Escribir no es un acto de habla natural, sino un acto de simulación —dice, y corre la mano para que el mozo apoye el cortado y el café con leche sobre la mesa—. Si no tenés un personaje, no podés escribir. Porque lo hacés en un registro monocorde y no sería tolerable. En la actuación es igual.

Y Fogwill tiene su personaje. Un personaje que desaparece cuando el escritor habla de literatura. Allí, se pone serio, fija la vista, mueve la taza del café, medita unos segundos y, sólo entonces, opina. Como si durante esos instantes toda su libido estuviese puesta en eso que rodea al hecho literario. Basta que su interlocutor deje de mirarlo o se distraiga un momento para que él vuelva y suelte una frase que hace que uno, inevitablemente, ría a carcajadas.

A pesar de que disfruta escribiendo, “como disfrutaría diseñando autos”, Fogwill piensa que la de los escritores es una carrera de fracaso. “Miremos el siglo XX, tomemos a diez que nos parezcan los mejores. Pensá dónde terminaron Vargas Llosa y García “Marketing”, por ejemplo. Vargas Llosa está en la plenitud de sus facultades pero no le salen libros como antes. Y él escribió aquellos libros —hablo de La ciudad y los perros o Conversación en la catedral, que eran realmente obras maestras— creyendo que siempre iba a ser tan innovador, tan genial. Nadie lo es. Uno agota su fuente. Cuanto más triunfa un escritor, más fracasa en tanto productor de sí mismo”. Es su propia derrota, asumida, pero transformada en herramienta de promoción. Fogwill no va a hacer una obra maestra. Lo acepta. Ni quiere.

Lo sabe: ya las hizo.

 

5

 

Si bien tuvo épocas de introspección (durante doce años no dio entrevistas porque le daba asco el sistema de medios), alguna vez se definió como “una máquina de hacerse prensa”. Siempre que puede, y puede bastante, lanza un comentario provocador, una chicana, un desafío a ver si alguien levanta el guante y se produce un debate que lo coloque en el centro de la escena o, al menos, en la columna de algún suplemento cultural. Fogwill es su propio personaje. “Aplico el carácter teatral en todo lo que es la participación del artista (el escritor en mi caso) en la comunicación”, dice antes de darle un sorbo a su cortado. Con su estrategia, piensa, aprovecha una época en la que la comunicación se subordina al consumo, al intercambio económico. “En el caso de los imbéciles, los efectos de esta subordinación producen mucha más hipocresía. Porque hay escritores que se creen importantes por viajar, por ganar una beca o ser jurados de un concurso”. A corto plazo, dice el escritor, esto rinde muchos beneficios. “Pero, como alguien decía en un blog: son gente que se cree arriba de un caballo, sin darse cuenta de que está sentada sobre un pony con sueño”. Habla con ternura, piensa, repite: sobre un pony con sueño. Y sonríe.

Fogwill lee blogs. Y no sólo eso. Tiene un ejercicio matutino que consiste en entrar a internet, ir a la página de Google, tipear su apellido y verificar el número de menciones. Después, abre los links que cree interesantes. Hoy, Fogwill aparece unas sesenta veces. “Es muchísimo”, dice sin ganas. En ocasiones contesta, pero no siempre. Solamente cuando le entran ganas de burlarse de los que lo nombraron.

 

6

 

—Disculpe. ¿Me dijo algo?

— No. Hablaba solo.

— ¿Usted es Fogwill?

—Sí. Por eso hablo solo.

Fogwill se sumerge y nada, lento, hacia el otro extremo de la pileta.

Al rato, ambos descansamos en la parte menos profunda.

— ¿Comiste un caramelo rojo? — dice.

— ¿Eh?

— No importa…

—Comí un caramelo de frutilla a la mañana—digo, sin entender cómo se habrá dado cuenta.

—En el aire hay olor a acidulante de frutilla, o de frambuesa –me dice–.  Debe ser tu transpiración.

Fogwill se sumerge de nuevo. Nada unos largos y sale de la pileta.

Vuelvo a encontrarlo en el vestuario.

El hombre que nada canta a gritos una ópera en italiano.

Un pelado que se seca con una toalla rosa lo mira con desconfianza. Hay olor a encierro, a cloro, a humedad. Ruido del agua de las duchas. El tipo que guarda los bolsos detrás de un mostrador lo ignora. Seguro debe conocerlo. Fogwill me ve y comienza el soliloquio.

—Estaba pensando en algo que me hiciste acordar. Por lo de los olores. El otro día me estaba cogiendo una mina. Una flaca, azafata. Le estaba chupando la concha.

El pelado de la toalla rosa nos mira. El que guarda los bolsos, ahora, también presta atención aunque discreto, haciéndose el que no escucha.

—En un momento, en medio del acto, le pregunto: ¿comiste cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el cilantro. Me dice que no había cenado. Que por ir y venir, por los viajes, sólo había estado picando boludeces y un arroz con gusto raro, unas hojitas verdes arriba. Vos sabés lo que es el cilantro, ¿no?

No espera mi respuesta.

Empiezo a reírme, y el pelado de la toalla rosa también se ríe, y el tipo que guarda los bolsos detrás del mostrador no puede disimular la sonrisa.

Fogwill, en estado puro.

— ¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte qué comió el día anterior.

El hombre que nada disfruta su propio espectáculo.

Días después, releo su cuento La chica de tul de la mesa de enfrente: descubro los personajes, el hincapié en los olores. El fragmento: Beso largo. Tierno y sensual, sabor a pepinos, café, torta de ciruela. Su perfume era delicado: fue necesario el beso para percibirlo a fondo. Y todavía lo recuerdo.

 

7

 

Sentado en la silla del bar Delicity, junto a la ventana que da a la calle, Fogwill respira por la boca. Da grandes bocanadas, igual que los peces cuando los sacan del agua. En el bolsillo derecho del pantalón lleva un broncodilatador. Tiene un enfisema pulmonar y, por eso, respira con dificultad. Por eso, también, necesita nadar dos kilómetros por día. Setenta y dos horas sin ir a la pileta le destrozan el sistema respiratorio. Si no va, dice, hasta pierde el olfato.

En el gimnasio, el hombre que nada prefiere caminar en la cinta. Para no aburrirse lleva el Ipod, y mientras hace ejercicio escucha poemas. De Eliot, Pessoa y de Borges leídos por él mismo. Y los sonetos de Shakespeare. Al nadar, Fogwill se concentra en el sonido del agua. Escucha y se da cuenta de si está salpicando. Su objetivo es hacer el largo en dieciocho brazadas. A veces no puede. Suele haber dos causas: le falta el aire o no le responde el corazón.

El corazón no es lo único que a veces falla. Con la edad, Fogwill también perdió la memoria espacial de corto plazo. Si está sentado frente a una mesa y pone el salero a la derecha y, luego cierra los ojos y quiere agarrarlo, estira la mano hacia la izquierda. “El adelante se vuelve atrás. La derecha se vuelve izquierda. Es degradación neurológica”, dice. Y, serio, no descarta que la nicotina y la droga hayan lesionado esa zona.

Se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, del tabaquismo. También de las horas perdidas. “Si pudiera volver atrás, ni probaría la cocaína. Pero, quién sabe, no sería tal como soy, así que por las dudas no vuelvo”. Fogwill, quizá, producto de las drogas. Fogwill, sobre todo, producto de sí mismo.

Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína fue su anestesia para escapar al horror. Había sido trotskista y temía que lo hicieran desaparecer. Durante meses, los militares tuvieron secuestrado a un vecino suyo a quien confundieron con él. “Vivía como anestesiado. Y además, la droga fue un estimulante para la hiperactividad que tenía: gastaba miles de dólares mensuales en viajes de trabajo”. Lo dice con la voz neutra, como si todo esto le hubiese sucedido a otra persona.

En ese estado, Fogwill escribía. Tiene textos, relatos, pedazos de novelas redactados bajo los efectos de la droga que, me dice, son más o menos iguales a los que producía sobrio. “Lo que pasa es que con la cocaína yo podía estar cuarenta y ocho horas sin dormir. Durante ese tiempo uno conserva la memoria del espacio en el que está concentrado y no le importa absolutamente nada”. Fogwill se refiere a permanecer a salvo de los peligros de afuera, como el teléfono y lo demás. Y a esa acumulación de concentración que, según él, puede ser muy útil, aunque a veces también puede llevarlo a uno a perder el sentido crítico.

Ahora al hombre que nada le cuesta concentrarse. Nunca tiene más de una hora y media para escribir. Por los horarios del club, los horarios del trabajo, los de la cocina, los de sus hijos: tiene cinco cuyas edades van de los diez a los cuarenta años. No es igual la relación con los más chicos, que se la pasan sacándole plata, que con el mayor, que es rico, y al que, según Fogwill, él le saca plata.

A pesar de sus problemas físicos, Fogwill no le tiene miedo a la muerte: a su muerte. Me explica lo que se siente durante un broncoespasmo. Simula: abre grande los ojos y la boca. Deja de respirar. Se le empieza a enrojecer la cara y me dice en voz baja: “El aire se vuelve vidrio. Lo sentís como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por hacer fuerza con los brazos, o piernas, cualquier consumo de energía, incluso el angustiarte, te aumenta el ritmo cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas a morir”. Le pasa dos o tres veces por año. La única solución sería un transplante de pulmón. Pero no es su estilo. “No soportaría un cadáver adentro. Ni el de Eva Perón. Ni el de una chica de catorce años en la cama entibiada —dice con mirada cómplice—. No. Cadáveres no. Por una cuestión ética”. El hombre que nada se pone serio.

— Si aceptamos los trasplantes, vamos a terminar aceptando los trasplantes involuntarios. Elegir el tipo justo para tener su corazón, sus pulmones o su hígado.

– ¿Usted moriría por ética?

— Creo que sí. Sí. “La ética es la estética del porvenir”, decía Lenin.

Se queda pensando unos segundos. Luego, sonríe, señala a una adolescente rubia que, en la esquina, está por cruzar la calle y dice:

— ¿Estética? Eso es estética.

 

8

 

Un viernes a la noche, dos años y cinco meses después del primer encuentro en la pileta, entro al natatorio: Fogwill sumergido en el segundo andarivel. Estilo mariposa. Amplia brazada, inmersión, amplia brazada. Lleva antiparras. La malla negra. Debe estar concentrado en si salpica, en el sonido del agua. Como si recrease el poema de Héctor Viel Témperley, uno de sus poetas preferidos, una y otra vez, con sus brazadas.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.

Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas

aguas de los arroyos

se sostiene vibrante,

como en medio del aire.

(…)

Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.

Gracias doy a tus aguas porque en ellas

mis brazos todavía

hacen ruido de alas.

Fue la última vez que lo vi.

En el borde de la pileta, Fogwill, tratando de conseguir aire, resoplaba.

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*Hace cinco años, Federico Bianchini se cruzó a Fogwill en la pileta del Sport Club de Almagro. Los dos nadaban. ¿Es él?, se preguntó. ¿Es el de la solapa de “Restos diurnos”? Y era. Lo volvió a ver dos años después en la misma pileta y se le pegó durante un tiempo hasta que tuvo terminado el perfil del escritor argentino. Con esa crónica ganó el premio Las Nuevas Plumas.

Entonces siguió con los nadadores: entrevistó a María Inés Mato (la nadadora a la que le falta una pierna), Damián Blaum (que nada 7 horas seguidas en aguas abiertas) y Matías Ola (quiere dar la vuelta al mundo a puro nado) y publicó sus historias en revistas como Brando, Gatopardo, Etiqueta Negra y Don Juan. Y, luego, para la revista Anfibia de la que es subeditor, perfiló a Zaffaroni, el juez que nada dos o tres kilómetros por día.

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