Hace 50 años Julio Cortázar publicaba su célebre novela Rayuela. Hace 45 hacía su segundo viaje a la India, para oficiar como traductor en la II Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD). Un año después, en 1969, publicaría el libro Último round, donde incluiría la crónica que aquí presentamos, escrita durante aquel viaje, tras visitar la estación de trenes más grande del país, en Calcuta.
Turismo aconsejable
La niña está sentada en las losas de la plaza, jugando con otros niños que se pasan de mano en mano un trocito de cuerda, un fósforo quemado, sumando o restando misteriosos trueques. Está desnuda, tiene unos aros de oro y un adorno que pone una chispa roja en las aletas de la nariz; su sexo diminuto es como una luna naciente entre las piernas morenas. El niño acuclillado a su derecha está también desnudo, y sus nalgas puntiagudas rozan las losas mugrientas cuando se agita para celebrar algún lance de juego. Los otros son mayores, entre ocho y diez años, sus cuerpos se dibujan esqueléticos asomando entre harapos que han conocido ya tantos cuerpos. La niña se concentra en el juego, recibe y da un palito, dice una frase que los otros salmodian entre risas, el juego continúa; un tranvía pasa con un fragor de hierros viejos que hace temblar el aire y el suelo, y los niños no lo miran siquiera; las vías están apenas a medio metro de sus piernas, el tranvía corre entre ellos y otros grupos de niños y de adultos acostados o sentados en las losas de la plaza. Nadie presta la menor atención cuando cada dos o tres minutos cruzan los tranvías entre campanillazos y gritos del enjambre de pasajeros que buscan abrirse paso en las plataformas atestadas. La niña desnuda mira al niño acuclillado a su derecha, le alcanza un trocito de tela, dice la frase que hay que decir; el niño pasa la tela al siguiente, y en el grupo vecino una vieja ya sin edad ni sexo revuelve en una escudilla montada en un pequeño trípode sobre un fuego de basuras, hunde la mano para sacar un poco de pasta blanqueada y la amasa entre los dedos, la alcanza al viejo tendido de lado sobre las losas, con los pies casi rozando las vías, y lo mira sin hablar mientras el viejo revuelve la pasta en la boca sin dientes, la ablanda con las encías antes de tragarla; entonces la vieja se vuelve hacia la muchacha que amamanta a su bebé y le alcanza otra bola de pasta antes de amasar una última para ella; después con un palito, limpia pacientemente la escudilla y la pone junto al trípode, echa un poco de ceniza sobre el fuego para conservarlo. Los dos hombres acuclillados cerrando el círculo hablan entre ellos, se muestran papeles; uno señala hacia el edificio de la estación ferroviaria, en el extremo de la gran plaza, y el otro asiente, escupe en el suelo una mancha repugnante de betel, al lado del pie de la vieja. Dentro del círculo dos niños desnudos corretean, tropiezan, se enredan en las piernas del viejo o los brazos de los hombres que los contienen, sonriendo, diciéndoles alguna cosa sin impacientarse, cuidándolos para que no salgan del círculo y entren en la región de las vías. Hay treinta y cinco grados centígrados a la sombra, pero no hay sombra en la plaza.
Es muy interesante, usted llega a Calcuta en avión porque ya a nadie se le ocurre llegar en tren con ese calor y esas demoras, usted se aloja en un gran hotel del centro, los únicos preparados para recibir a un europeo o a un indio adinerado, ve resbalar sus maletas por los eslabones de una interminable cadena humana que arranca de la portezuela del taxi y termina al borde de su cama, las manos que se van pasando las maletas y siguen extendidas por debajo de una gran sonrisa ansiosa, una cadena de propinas que usted distribuye con fastidio, deseoso de quedarse solo y tomar una ducha y beber un vaso de algo helado; usted llega a Calcuta en avión y descansa un rato en el hotel antes de salir a conocer la ciudad, y en algún momento mira la guía de Murria y entre cuatro cinco cosas decide ir a conocer la estación del ferrocarril, la Howrah Station , y lo decide aunque haya llegado a Calcuta en avión y los ferrocarriles no le interesen para nada en ese país donde hace tanto calor y los horarios se cumplen cuando pueden.
Usted ha decidido visitar la Howrah Station no solamente porque las guías afirman que el ambiente es pintoresco, sino porque algún amigo de Delhi o de Bombay le ha dicho que si quiere conocer la India tiene que asomarse un rato a la Howrah Station , entonces usted se pone la ropa más liviana posible, espera a que sean las diez de la mañana o las siete de la tarde, y se hace llevar en taxi a pesar de la evidente sorpresa de chofer que no comprende cómo un europeo puede salir de un hotel para ir a la Howrah Station sin llevar sus valijas y por lo tanto dejar mucho más dinero en sus manos que esperarán a partir de la portezuela del taxi y seguirán hasta el asiento numerado del tren de Benarés o de Madrás. Usted le explica al chófer que simplemente quiere ir a la Howrah Station para conocerla, y el chofer sonríe y encuentra que está muy bien puesto que no va a ganar nada tratando de comprender una cosa tan absurda. Entonces es la city, el tráfico en el que las leyes parecen desmentir todo lo que usted sabía o esperaba en materia de tráfico, el sol que a cualquier hora cae a plomo, la transpiración pegajosa que le resbala por las axilas y la frente y los muslos mientras el chofer no tiene la menor huella de humedad en su cara de fina barba negra, una carrera que parece no terminar jamás aunque su reloj pulsera hable de minutos, como si la saturación humana en las calles, el tráfico de carricoches y tranvías y camiones, los mercados desbordados desde vagos recintos sombríos hasta las aceras hormigueantes y la misma calzada donde todo se mezcla entre gritos, protestas y carcajadas, se fueron tendiendo a lo largo de un tiempo diferente del suyo, una interminable suspensión fascinadora y exasperante, hasta que en algún momento es la zona del río, los olores de depósitos y fábricas, una curva en una avenida y de golpe, asomando como un monstruo antediluviano por sobre el diluvio de tejados, tenderetes, postes telegráficos, por encima de ese aprovechamiento maníaco de cada rincón del espacio disponible, se ve surgir el puente de Howrah con su gigantesca fealdad de hierros y cables carcomidos, el enorme costillar de un monstruo caído sobre el río, y el chofer se vuelve para indicar que al otro lado está la estación, que no hay más que atravesar el puente para llegar a la estación, y si el sa’hb quisiera después ir a los templos o al jardín botánico todo el día en el taxi excelente paseo barato, en su taxi todo el día, si el sa’hb quisiera. Abajo ya es el agua, si es agua esa brea pardusca de donde brota una niebla de calor y putrefacción y el humo de las chalanas, la entrada al puente es una asalto a toda velocidad entre tranvías y camiones que se precipitan con la misma furia para llegar antes que los otros a la zona donde el puente se estrecha y hay que seguir lentamente en fila, sintiendo junto a la ventanilla el peso de los ojos de los que avanzan a pie, la serpiente multicolor entre el petril y la calzada, los hombres que se precipitan a la menor detención del tráfico para pedir la limosna golpeando la ventanilla que usted ha subido prudentemente, ofreciéndole frutos o calabazas como si un europeo vestido de blanco pudiera comprar una cosa así en mitad de un puente, proponiendo tráficos en una lengua tras de la cual, mezclada con aluviones de palabras incomprensibles, surgen las voces inevitables, rupee, me very poor, please sa’hb, bakshish please, rupee sa’hb, y el chofer arranca otra vez sin el menor aviso, una mano de niño se engancha un segundo en la portezuela, un cuerpo es rechazado con violencia, detrás se oyen risas y quizá insultos, el puente avanza como si el dinosaurio estuviera deglutiendo una masa pegajosa en la que su taxi, los camiones y los tranvías son el elemento sólido flotando entre la marea de hombres y mujeres y niños que llenan el puente a ambos lados y cruzan entre los vehículos en un zigzag interminable, hasta que la digestión termina alguna vez, el ano del monstruo lo expulsa en una avenida repleta de todos los detritos del puente y eso es la plaza de la Howrah Station, usted ha llegado al término del viaje, sa’hb.
La niña desnuda, cualquiera de las incontables niñas desnudas de la plaza o de las galerías de la estación, se ha acercado a su madre que se afana atando o desatando un hato de ropas y de trapos, y ha tomado en sus brazos al hermanito menor que llora de espaldas contra el suelo. Llevándolo penosamente, ayudándose con la cintura en la que calzan las piernitas del niño desnudo, se acerca a pedir limosna a un grupo que baja del tranvía, pero para acercarse tiene que abrirse paso en el interminable laberinto de las familias arracimadas en el suelo, los fuegos de las ollas del arroz, los pedazos de esteras mugrientas y que señalan una posesión, un territorio, y donde se amontonan cacerolas, peines, pedazos de espejos, latas con clavos o alambres, a veces bruscamente una flor encontrada en la calle y puesta allí porque es hermosa o sagrada o simplemente una flor. Usted ha bajado del taxi antes de llegar a la entrada de la estación y se ha librado del chofer que se obstinaba en esperarlo, en seguirlo, en explicarle cualquier cosa; ahora va a cruzar la plaza observando a la gente, las costumbres locales de Calcuta, hasta llegar a la estación y visitarla por dentro. Esa mujer de pelo blanco y rostro hundido, que duerme de espaldas junto a un poste de alumbrado, a dos metros escasos de las vías, parece muerta; desde luego no lo está, aunque debe dormir profundamente porque las moscas le andan en la cara y hasta se diría que le entran en los ojos entornados. Los niños que juegan en torno, arrojándose cáscaras de mango o de papaya, trozos de materia podrida que atajan con las manos o el cuerpo entre risas y carreras, no parecen inquietos por la vieja, de manera que no hay razón para detenerse más de la cuenta, y además la mera intención de observar alguna cosa despierta instantáneamente la atención de los que andan cerca o están sentados o tirados en las losas de las plazas, y ya no hay manera de evitar el cerco, los dedos de niños que alcanzan apenas a las rodillas, que sujetan el pantalón tímidamente mientras repiten su bakshish sa’hb, bakshish sa’hb en tanto que otros niños se golpean el estómago con una mano o la tienden suplicante como una diminuta escudilla vacía. Usted no ha desviado a tiempo los ojos de ese cuerpo tendido boca arriba, no ha seguido caminando como si no viera nada, única manera de que los otros lo vean un poco menos; a usted le ha parecido extraño que una mujer pueda dormir con los ojos entornados mientras el sol y las moscas le andan en plena cara, y se ha detenido un instante para cerciorarse de que solamente está durmiendo; entonces le han sujetado el borde de los pantalones, una mujer harapienta le muestra su bebé desnudo con la boca cubierta de pústulas, un vendedor con una cesta de baratijas le explica volublemente las ventajas de la mercancía, un chico de unos diez años roza una y otra vez la correa de su Contaflex y usted le retira la mano con un gesto que quiere ser amable, busca monedas en los bolsillos, las da a los más pequeños para que le suelten los pantalones, consigue zafarse del cerco y meterse más adentro de la plaza; tal vez sólo en ese momento se da plena cuenta de que esos miles de familias, que esa multitud andando o en el suelo, no está en la plaza como usted y cualquier otro pueden estar en una plaza de su país, sino que viven en la plaza, son la población de la plaza, viven y duermen y comen y se enferman y se mueren en la plaza, bajo ese cielo indiferente sin una nube, bajo ese tiempo donde no hay futuro porque allí no cabe la esperanza. Usted ha entrado en el infierno por nada más que cinco rupias, ahora sospecha que esa mujer estaba muerta y que los niños que jugaban tirándose los pedazos de mango sabían que esa mujer estaba muerta, y que más tarde vendrá un camión de la municipalidad a llevársela cuando alguien se moleste en avisarle al policía que dirige el tráfico en la entrada de la plaza. La guía de Murria tiene mucha razón: el espectáculo es pintoresco.
La madre que amamantaba al más pequeño de sus cinco hijos ha empezado a cortar en trocitos la legumbre que encontró su marido entre dos vagones del puerto. La niña desnuda regresa con su hermanito en brazos y lo pone en el suelo junto a la madre; está cansada, quisiera comer y dormir, no trae monedas, sabe que su madre no le dirá nada porque sólo de cuando en cuando se consigue una limosna, y pronto la distraen los juegos de sus hermanos, lo que pasa en los otros círculos, en torno a las otras ollas y a los otros fuegos. Los círculos de las familias sólo se quiebran parcialmente cuando alguien se marcha para traficar o mendigar o cumplir quizá algún trabajo asalariado, pero los otros se quedan, siempre hay alguien que cuida el lugar de la plaza donde vive la familia porque si lo abandonaran apenas un minuto lo perderían para siempre, otro círculo se desdoblaría, una pareja joven con sus hijos se apartaría de los padres para ganar ese nuevo territorio e instalar presurosamente su hato de ropas, los cacharros. Y así los menos privilegiados tienen que conformarse con vivir al lado de las vías por donde pasa la muerte cada tres minutos, o en el perímetro de la plaza donde corre el tráfico que va y viene del puente, al borde de la calzada llena de camiones y de carros. Usted ha tratado de calcular el número de personas que viven sentadas o tendidas en la plaza de Howrah, pero es difícil con ese calor que le nubla los ojos y esos niños que siguen llegando de todas partes para pedir limosna. Es mejor sortear los grupos más densos, sonriendo vagamente a algún niño panzón que alza sus enormes ojos negros en busca de la limosna, y llegar por fin a una de las entradas de la Howrah Station huyendo del sol para perderse en el vasto vestíbulo sombrío; sólo cuando su zapato está a punto de aplastar una mano de mujer se dará cuenta de que nada ha cambiado, que el vestíbulo continúa el mundo de la plaza y que el suelo está ocupado por una muchedumbre silenciosa o vociferante pero aún más densa que la de fuera, con incontables hombres y mujeres llevando valijas o bultos de ropas, circulando entre las gentes sentadas o tendidas sin que jamás pueda saberse quiénes son los viajeros que esperan los trenes y quiénes, en ese otro círculo privilegiado del infierno, protegido del sol de la plaza, ven llegar y partir los vagones con una vaga, borrosa indiferencia. Quizá en ese momento usted recuerde los folletos de propaganda turística que le han dado a leer en el Boeing de Air India, sin hablar de la guía de Murria; o tal vez la sesión del parlamento de Delhi a la que asistió especialmente invitado para escuchar un discurso de la señora Indira Gandhi. Es posible que allí mismo, con su zapato al borde de una mano de mujer tendida de lado, comiendo unas semillas en el fondo de una hoja muy verde, se dé cuenta de que sólo la locura vuelta acción y más tarde sistema (porque las revoluciones son una locura impensable para los folletos de Air India, la guía de Murria y la señora Indira Gandhi) podría acabar con eso que está sucediendo a sus pies donde ahora un perro acaba de vomitar una masa negra, una especie de sapo mal masticado, junto a la cara de un niño que estira la mano y la hunde en el vómito un segundo antes de que usted tenga tiempo de dar media vuelta y huir hacia una salida; eso que está sucediendo delante de usted pero que no es nada, en realidad absolutamente nada puesto que usted ya ha vuelto la cara y se marcha, es algo que tal vez alcanzará a olvidar esa misma noche mientras se quita el sudor en la maravillosa ducha del hotel, pero que aquí sigue, aquí viene ocurriendo noche y día desde que Howrah Station abrió sus puertas, y en cualquier otra parte de la ciudad y del país mucho antes de que los ingleses levantaran la Howrah Station, y el infierno del que usted está huyendo cómodamente puesto que el chofer después de todo lo esperó afuera, lo espió desde lejos y ya le abre la portezuela riendo alegremente, demostrándole su fidelidad y su eficacia, es un infierno donde los condenados no han pecado ni saben siquiera que están en el infierno, están ahí renovándose desde siempre, viendo irse a unos pocos capaces de franquear las vallas de las castas y las distancias y la explotación y las enfermedades, cerrando el círculo familiar para que los más pequeños no se alejen demasiado y no se los traigan aplastados por un camión o violados por un borracho, el infierno es ese lugar donde las vociferaciones y los juegos y los llantos suceden como si no sucedieran, no es algo que se cumpla en el tiempo, es una recurrencia infinita, la Howrah Station en Calcuta cualquier día de cualquier mes de cualquier año en que usted tenga ganas de ir a verla, es ahora mientras usted lee esto, ahora y aquí, esto que ocurre y que usted, es decir, yo, hemos visto. Algo verdaderamente pintoresco, inolvidable. Vale la pena, le digo.
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