Siguiendo con el ciclo de textos de no ficción, hoy es el turno de Memorias del último valiente, crónica del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, quien nos brinda un texto publicado en La eterna parranda (Ed. Aguilar), su último libro.

Alberto Salcedo Ramos

I

Golpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut técnico.

Ahora, treinta y cuatro años después, miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky, sé que estoy observando el combate de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus esquinas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos: rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino condenado como Sísifo: por mucho que se esfuerce, su misión de llevar la pesada piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que yo repita el video él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de alcanzar la cúspide.



A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura: 1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos de más de 1,80.

Qué angustia, Rocky, qué angustia. En el séptimo round tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de la ceja. Y como si fuera poco sobrevivió después a tu mejor golpe, un recto de derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenadores denominan “el botón de la luz”: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio el médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era la cortadura de tu arco superciliar.

—¡Mira al hijueputa tirando a la ceja! —exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los cartageneros con el sobrenombre de “El Bony”.

El Bony fue un púgil mediocre pero supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando colgó los guantes colonizó indebidamente el separador de una avenida en el exclusivo sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que muy pronto se volvió popular en Cartagena.

Estoy precisamente en la casa de El Bony, contigua al mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos acompaña el periodista David Lara Ramos.

—¡Edda, compa —grita el anfitrión—, ese calvo era qué culo e’ culebra!

En una esquina de la pantalla aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de 1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo después de tanto tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando El Bony te anunció nuestros planes hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala.

—Yo no sé qué gracia le ven ustedes a esa vaina tan vieja —refunfuñaste—. Eso ya pasó.

Ahora te encuentras sentado afuera en una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera entusiasta.

—¡Qué elegancia, padrino! —grita una mujer jovial.

—Mucho gusto, champion —exclama un hombre de voz bronca.

Tú correspondes a las reverencias con un escueto “adiós” y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas violentamente contra la quijada de Briscoe.

Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple, coño. Qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la que usaban los carniceros del mercado de Bazurto cuando veían a los boxeadores fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales, mi vale. Aun así, ni él ni nadie podían venir a darte lecciones de coraje, Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor Napoleón Perea te apodaba “La fiera”. Es que además eras un grandísimo cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y ahí mismo perdías los estribos. Sobre todo si sentías sangre en el rostro. Entonces te transformabas en una bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! “El Chino” Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se ganaba un boleto para pasar el week end dentro de la jaula del tigre.

El Rocky que me muestra el televisor y el Rocky que veo en persona aquí en la casa de El Bony se complementan como la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene hambre, el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre del week end en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería, el viejo posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso. Al primero solo se te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría pertenecer al grupo de danza de Josephine Baker.

En este momento el Rocky de carne y hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe.

Después de haberte pasado la vida defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó.

Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas.

—Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring.

Hace poco, Rocky, se me dio por armar la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a Bernardo Caraballo, a “Kid Pambelé”, a Eliodoro Pitalúa, a Arturo Osorio, al “Baba” Jiménez. Cuando iba por “La Cobra” Valdez me detuve en una coincidencia a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido ser uno de ellos, pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones, el mercado de los machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los zapatos de un fulano. Ni por el putas, Rocky.

Tampoco ibas a doblegarte ante Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos. Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con puros golpes curvos: gancho a las costillas, uppercut al pecho, gancho al hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría describir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando resolvían un problema difícil: “¡Al fin parió Pabla, carajo!”. Briscoe dobló una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel derechazo mortífero en la quijada.

Ahora, al verte brincar en el video con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina, El Bony te lanza una broma estupen.

—Edda, compa, ¡usted sí es desagradecido! Con lo difícil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!

II

Nueva York era una metrópoli problemática para un muchacho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban, las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba. Imagínate tú: un tipo que escasamente sabía deletrear el español se veía forzado de pronto a buscar una dirección como esta: “330 West 95th Street”. Esa vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles de Cartagena con sus nombres castizos! A uno le decían “Calle Tripita y Media”, y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la “Calle de los Siete Infantes” había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio siempre había un man en el poste de la esquina dispuesto a ayudar: “No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira, tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos menudeados, ¡ahí es, ahí es!”.

En aquella Nueva York tan grande, donde los transeúntes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente, era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no existía el guía espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo, definitivamente, al quiosco de las Mendoza. Después estaba el otro problema: de repente te habías quedado sin idioma. En el gimnasio apenas podías conversar con El Chino Govín, que era cubano. Al entrenador Gil Clancy y al sparring Emily Griffith les hablabas solo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de aprenderse una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas: “primo”. Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color el curioso suceso.

—¡Primo! —exclamaba Griffith cuando te veía llegar.

—¡Primo! —le respondías tú con tu ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par.

Lo que venía a continuación era un coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía “primo” y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le contestabas “primo” y le tirabas un golpe idéntico al que él te había trazado.

—Primo —le digo yo ahora al taxista que me recoge en el centro de Cartagena—, llévame a la casa del Rocky.

—¿La casa de Rocky Valdez? —es lo único que me pregunta.

Cuando le respondo afirmativamente el hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino, nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar contigo él podría ayudarme a encontrarte. Quizá estés jugando dominó con los comerciantes del pasaje 13 en el mercado de Bazurto. O parloteando con los jubilados del Parque del Centenario. O visitando a los vendedores de lotería de la Calle del Cabo.

En esta nueva visita a Cartagena —octubre de 2009— confirmo que para los taxistas eres un referente urbano. Como la Torre del Reloj o la Plaza de Bolívar. Uno te nombra como “Rocky”, a secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti. No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental, ni de un vendedor de cocadas en el Portal de los Dulces, ni de un empresario turístico de Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo. El único Rocky que cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el viernes 22 de diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní.

¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la que tú creciste, la “del ahumado candil y las pajuelas” —según el poeta Luis Carlos López—, ya solo existe en la memoria de los viejos. La ciudad que exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo urbano plagado de cinturones de miseria. Esto no será tan descomunal como la Nueva York que te abrumaba en tu época de boxeador, pero ha crecido, Rocky, ha crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la casa de la señora Margoth.

En los 110 kilómetros cuadrados de esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas la gente te seguirá con la mirada. Adonde vayas tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti el dedo pulgar en señal de reverencia.

—¡Buena, champion!

—¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa salud?

—¡Entonces qué, viejo Rocky!

Adonde vayas tropezarás con paisanos enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán mientras te señalan con el dedo índice. Ahora es un abuelo apacible, puras sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quienes vimos tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se cumplió aquello que pregonaba el manager George Gainford en los años cuarenta del siglo pasado: “Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura”. Monzón te llevaba nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona.

Y ni hablar —insistirán los peatones cuando se topen contigo— del rebullicio que causabas en Europa entre los actores más renombrados de la época. Jean Paul Belmondo te recogía en el aeropuerto de París, Omar Shariff te visitaba en el hotel de San Remo, Alain Delon iba de compras contigo en Montecarlo.

De modo que por donde te muevas aquí en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009.

Desde cuando llegaste a Nueva York, a los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda. Pero ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma apenas distinguías el “good morning” y el “one-two-trhee”? Se suponía que Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad. En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la división de las 160 libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste, aunque el precio que pagaste fue altísimo. El día que faltaba El Chino Govín el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que, al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda “right” que “left” porque con cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara.

Esa íntima convicción derivaba en franca apatía por la lengua ajena: aunque no lo dijeras en voz alta, considerabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible, además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la punta de la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar “luna” por “moon” sirva para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del propio brazo de uno.

A menudo, después de ganarle a algún rival importante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo para convencerte. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma sino lo lejos que te quedaba Cartagena. Pero, ¿sabes, Rocky?, tu actitud indicaba a las claras que nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en Nueva York.

Te encuentro en el Pasaje 13 del Mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me contarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te recibieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial.

—Lo mejor de mi compadre es que nunca olvida a su gente —exclama González mientras te da una palmada recia sobre el hombro.

La frase de González ha hecho carrera en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y zaguanes. La repiten como un Credo el vago del parque y el periodista deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejemplo, la siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, ella estuvo contigo en la época de las penurias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana o vivieras con María, siempre almorzabas en la casa de Aída.

—Mija —gritaba el marido de Aída cuando te veía llegar—, ¡corre, que llegó el Rocky!

Aída partía como un rayo hacia la cocina para prepararte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada.

De no ser porque murió en 2006 todavía almorzarías donde ella, champion.

En este eterno retorno a las raíces encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una búsqueda tribal de protección. Cuando regresas al mercado de tus tiempos duros no solo eres el hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino también el animal que se reintegra a su manada para sentirse seguro. La rutina invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado. Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste, pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana.

—Edda, compa, eso sí es verdad que aquí entre nosotros el Rocky se siente seguro —dice Omar de la Hoz.

—¿Tú crees que a este mercado puede entrar cualquiera con ese montón de prendas de oro? —pregunta Arturo González.

Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que, incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó?

—Edda, mi hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros.

—¿Y el boxeo te dio para comprar algo más que prendas?

—Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo.

—¿Por qué te pusiste esas iniciales de oro en los dientes?

—Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era campeón.

Ahora, mientras caminas conmigo a través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a leguas que, aunque insistas en que el pasado “es una vaina vieja”, te encanta evocarlo. No en vano conservas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El campeón.

*Alberto Salcedo Ramos nació en Barranquilla (Colombia) en 1963. Ha publicado los libros De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, Los golpes de la esperanza y El Oro y la Oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé. Además ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, el Premio al Mejor Libro de Periodismo del Año (otorgado por la Cámara Colombiana del Libro) y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba. Editorial Aguilar acaba de editar su último libro: La eterna parranda.

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