Diego Fischerman -quien coordina un taller en la Fundación TEM- comparte aquí un texto publicado en su blog donde una banda congoleña se transforma en excusa para hablar de literatura, cine y pintura. Y de música, claro.

“Un estallido de gritos, un revuelo de músculos negros, una multitud de manos que palmoteaban, de pies que pateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos furtivos, bajo la sombra de pesados e inmóviles follajes”, describía el ex marino Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, ya convertido en el escritor Joseph Conrad. En El corazón de las tinieblas, Marlow cumple un viejo sueño: navegar por un río en el interior del Congo. Busca a Kurtz. “Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ‘¡Ah, el horror! ¡El horror!’”, escribe ya cerca del final, en una célebre alocución que, sin duda, debe parte de su fama a la adaptación vietnamita de Francis Ford Coppola y a la inquietante –e inquietada– figura de Marlon Brando.
La fascinación. El horror. Dos puntas, tal vez, de un mismo recorrido. “La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí… allí podía vérsela como algo monstruoso y libre”. El Congo según Conrad. O según Pablo Picasso. O en los bailes semi pornográficos de Freddi Washington y Bessie Dudley, vestidos con plumas y collares, que Duke Ellington musicalizaba con su “sonido jungle” en el Cotton Club. O, mucho más cerca, en el nuevo juguete de la post posmodernidad culta (o coolta, más bien): Mbongwana Star. Festejado por The Guardian, The New York Times y la revista Mojo, entre muchos otros faros del buen gusto, este grupo producido por Liam Farrell, un irlandés radicado en París, alguna vez el baterista de Les Rita Mitsouko, gestor de productos ligados al trip-hop y colaborador de Tony Allen, una especie de microleyenda del Afrobeat, tiene en su origen, en realidad, a un grupo extraordinario –en más de un sentido–: Staff Benda Bilili.
Allí ya estaba la mezcla entre la raíz congoleña (en particular la rumba del lugar), el rhythm & blues y una base rítmica ultramoderna, y es que el grupo estaba dividido prácticamente en dos. Por un lado los adultos: un grupo de parapléjicos que cantaban y bailaban sobre sus sillas de tres ruedas. Por el otro, niños sin hogar, a quienes éstos protegían. Dos de los fundadores de Staff Benda Billili, Coco Ngambali y Theo Nsituvuidi, están en Mbongwana Star (la primera palabra significa “cambio” en lingala, la lengua franca del Congo) y en su notable disco debut, From Kinnshasa to the Moon. Y si no se sabe exactamente que es el que hace allí Farrell, que figura, no obstante, como miembro de la banda, eso es más bien una virtud. Es que a diferencia de tantos otros proyectos en que lo africano aparece como el condimento exótico en la comida de todos los días, en este camino del Congo a la luna resulta difícil (para bien) discernir dónde termina uno y en qué lugar comienza la otra. Podría pensarse, incluso, que el plato principal –y no sólo sus materias primas sino, sobre todo, las maneras de prepararlas– es indudablemente congoleño.
Uno de los secretos del encanto de Mbongwana Star es su capacidad para desorientar. Del lirismo extremo a la furia. De las texturas etéreas al horror, al horror. Puede aparecer el sonido industrial, la electrónica, los espacios poblados de ecos y los usos y costumbres de producción en estudio del mundo central (ese que define la “música del mundo” como lo que se hace allá afuera). Puede filtrarse (y reutilizarse, de manera consciente) la familiaridad entre el pie rítmico de la rumba del Congo y el reggae. O cierto aire a acid rock de comienzos de los ’70. O a psicodelia de finales de la década anterior. Pensarlos como un producto “de fusión”, como una mera yuxtaposición de civilización y barbarie, sería un error. Y, claramente, no se corresponde con lo que suena. A diferencia de Ray Lema (otro congoleño) y un concepto de orquestación que tiende a la domesticación (y a su asimilación a los suburbios del minimalismo y la música ambiental) en este grupo es más bien lo africano lo que se apropia del resto. Haciendo suyo el ideal tropicalista –y tal vez alguna que otra tradición local–  Mbongwana Star es antropofágico en el mejor sentido. Convierte en propio todo lo que toca. Es Kinshasa la que se apropia de la luna. Los sonidos son los del mundo –incluyendo allí a las metrópolis que, a priori, se colocan fuera de él–. Pero la composición por capas –unas y otras finísimas y superpuestas– no podría proceder de otra parte que de aquel corazón de las tinieblas, en el centro del otro mundo. Definitivamente “monstruoso”. Inocultablemente “libre”.

(publicado originalmente el 28 de enero de 2016 en cuentosdelpescador.blogspot.com.ar/

 

 

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