Presentamos “Humedales: negocios con una reserva de agua” escrito por Lorena Bermejo en el marco de la Especialización en Periodismo Narrativo 2016. El texto se publicó en el suplemento “El Observador” de Perfil.

El texto -publicado el 11 de marzo de 2017- se puede leer aquí

También, acá abajo. 

Son las cuatro de la tarde, llueve desde la mañana, y el pronóstico no parece mejorar. Al fondo de la calle Marconi, en dirección opuesta a la avenida, se llega al límite del barrio San Miguel, en el partido de Escobar. Allí comienza ese lugar que los vecinos llaman “el campito”, una extensión no muy grande de tierra, parte del humedal, que pertenece a la estancia, en donde se ven algunos caballos. El campito funciona como lugar de retención del agua, y cuando se llena, los vecinos ya saben lo que va a pasar. Ahora una parte de la tierra se convierte en laguna. Uno de los caballos decide cruzar y el agua le llega a los tobillos, una referencia poco científica pero útil para diagnosticar lo que vendrá.  

La situación se repite a lo largo de la cuenca del río Luján: Pilar, Campana, Escobar, Luján, Tigre. Partidos tomados por el negocio millonario de los barrios cerrados que avanza con sus topadoras sobre ríos y ecosistemas enteros. El barrio Las Tunas, lindero de Nordelta, aloja aproximadamente a 42 mil personas. La última inundación dejó una marca de humedad de un metro de altura sobre las paredes de las casas del barrio. Matías Duarte, oriundo del barrio, mira la mancha en el cemento. Es morocho y lleva el pelo corto y la barba al ras. Sostiene por unos segundos la mirada en la pared:

—Antes pedíamos obras, reclamábamos a la municipalidad, pero después nos dimos cuenta cuál era el problema, y nos costó asumirlo.

Porque los barrios privados, a la vez que encajonan a Las Tunas en un pozo y abren las compuertas para desagotar el agua, también son la fuente de trabajo de muchos de los habitantes del barrio. Niñeras, albañiles, plomeros, alguna changa de construcción y pinturería, cocineras, y trabajos de limpieza. Por eso, explica Matías, cuesta hacer que los vecinos tomen conciencia de que las inundaciones sólo se pueden frenar dejándole al agua el lugar que necesita.

En 2002, Matías y otros vecinos decidieron agruparse para investigar sobre las inundaciones en el barrio, sobre las posibilidades de solucionar el problema del agua que cada vez es más violento. Así se formó la Asamblea de Vecinos Inundados de Tigre, con la idea de juntarse una vez por mes a buscar la solución a este conflicto, que afloraba con las tormentas y cesaba en épocas de sequía. “Ibamos casa por casa, o nos juntábamos en las plazas para que pudiera sumarse la gente que pasaba justo por ahí”, dice Matías. No fue fácil agrupar a la gente del barrio. Los días después de la inundación las reuniones se llenaban y, a medida que pasaba el tiempo se olvidaban de las asambleas. “Lo que se promete con los barrios cerrados es progreso, digamos, trabajo, y por eso al principio estábamos de acuerdo con que se instalen acá, pero después nos dimos cuenta las consecuencias que traen, y que además el trabajo que dan es momentáneo porque se acaba la construcción y fuiste”.

Cuando el desagüe de la bacha de la cocina se tapa y el agua del grifo sigue corriendo, desborda. Lo mismo pasa cuando se tapa el humedal. En períodos de lluvia, cuando el río crece, el agua se refugia en estas tierras, que se vuelven laguna el tiempo necesario. ¿Qué pasa cuando el agua encuentra un muro donde espera encontrar un humedal? Desborda. Busca dónde alojarse. Se de-sorienta. Y en el camino entre los terraplenes de los barrios cerrados, se aloja en las tierras sin relleno: los otros barrios.  La última inundación, en agosto de 2015, avanzó sobre 167 casas solamente en el municipio de Escobar, donde los barrios sin relleno quedan encajonados entre los muros de los countries.

Los humedales son ecosistemas híbridos entre tierra y agua, son territorios húmedos, tierras que funcionan como atenuadoras del agua, que la contienen mientras sea necesario, durante los períodos de lluvias intensas y crecidas de los ríos; son zonas de transición entre los sistemas acuáticos y terrestres; son parte del paisaje de los habitantes de la ribera; son, en épocas de aguas bajas, inmensos parques de diversiones para los chicos.

Cuando las aventuras infantiles oscilaban entre la cacería de ranas y las tradicionales escondidas entre juncos y arboledas, el humedal era el territorio perfecto. Sin embargo, en un trabajo al principio lento y cada vez con más velocidad, los humedales se convirtieron en la presa perfecta de los emprendedores inmobiliarios, que no vieron en ellos ranas y arboledas sino grandes terrenos listos para limpiar, rellenar y construir. Así empezó la cacería de humedales en las localidades del norte de la provincia de Buenos Aires, donde hoy un 70% se encuentra bajo las sombras de megaemprendimientos.

Lejos de Las Tunas y del barrio San Miguel, el proyecto de ley que establece un presupuesto para la protección de los humedales descansó los últimos cuatro años en los archivos del Senado. Luego de un primer intento en 2013, de parte del diputado Rubén Giustiniani, del Partido Socialista, el año pasado se presentó un nuevo proyecto de ley para proteger estas tierras. Encabezado por Pino Solanas, senador por la Ciudad de Buenos Aires, el proyecto entró al Senado Nacional el 23 de febrero de 2016. Ese mismo mes, durante el Día Internacional de los Humedales, Mauricio Macri anunciaba el tema en agenda: “Estamos hablando de casi un cuarto del territorio de la Argentina que son humedales que si los cuidamos y regulamos, podemos contribuir a ponerle un freno al cambio climático que está afectando tanto al mundo y a nuestro país”. El pasado miércoles 30 de noviembre, luego de largos debates entre las comisiones de Medio Ambiente y de Agricultura, el proyecto se aprobó en el Senado con 53 votos a favor, cinco negativos y cinco abstenciones, entre ellas la del oficialista Alfredo De Angeli, presidente de la comisión de Agricultura. En marzo se iniciará su tratamiento en la Cámara de Diputados de la Nación, en primera instancia en la comisión de Intereses marítimos, fluviales, pesqueros y portuarios.  

En Escobar, el Concejo Deliberante del municipio aprobó la ordenanza que presentó el intendente Ariel Sujarchuk, quien en plena campaña se mostró a favor de la defensa de los humedales. La ordenanza impide la construcción de cualquier tipo de urbanización que modifique la topografía del territorio, que representa el 23% de la superficie del partido de Escobar. Días después de aprobarse la iniciativa, vecinos del barrio El Cazador denunciaron a Jorge “Acero” Cali, quien preside el Concejo Deliberante, por remover tierras pertenecientes al humedal para llevarlas a otros terrenos, donde construye emprendimientos propios.

Entre proyectos y ordenanzas, los emprendimientos siguen creciendo y el agua amenaza con cada lluvia a las miles de familias de los barrios linderos a los humedales. Con el nuevo marco legal, la autoridad nacional de aplicación de la ley, junto con las autoridades provinciales competentes, deberán registrar los humedales de todo el país. Para hacerlo tienen como límite un plazo de tres años.

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El barrio Las Tunas tiene sus límites entre Céspedes y Junín, las únicas dos calles alumbradas; los destellos de luz que llegan a las otras calles, pertenecen a los barrios linderos: El Encuentro, Nordelta, Talar I y II, y La Comarca, el último emprendimiento construido alrededor de Las Tunas. Recordando la llegada de sus abuelos desde Entre Ríos, Matías Duarte estima que el barrio tendrá unos ochenta años desde que los primeros pobladores y familias llegaban en busca de tranquilidad, tierra fértil y un lugar accesible donde comprar una casa. En ese momento la inmobiliaria Las Tunas administraba los terrenos del barrio: “Eran precios accesibles y financiaba en cuotas la compra de casas y terrenos”, recuerda Matías según el relato de su abuela. Pero no sólo en épocas de abuelos el barrio era de campo y humedal, cuando él y sus cinco hermanos eran chicos, las calles desembocaban en un terreno gigante, puro bosque hasta las vías y detrás más bosque para jugar eternas escondidas y recolectar lo que se encontrara en el camino. Estos descampados, limitados por el arroyo Las Tunas, le dieron el nombre al barrio: miles de cactus crecían salvajes entre los árboles, con sus tunas rojas y amarillas llenas de pinches.

—Me acuerdo que mi vieja nos cagaba a pedos porque veníamos con las manos y la boca llenas de pinches, porque viste que los frutitos esos tienen espinas por todos lados…

Y es ella, la vieja, la que todavía se queda despierta toda la noche cada vez que llueve o se pronostica que lloverá. Es ella, la misma, la que despertaba a Matías y a sus hermanos cuando la lluvia venía con fuerzas. Los días que amanecían con el agua por los tobillos, la madre se quedaba a cuidar la casa mientras Matías y los hermanos corrían a ayudar a los vecinos que tenían los nenes más chiquitos.  

El agua puede quedarse cinco o seis horas en el mismo nivel hasta que empieza a bajar. Algunos se quedan en sus casas, otros van al merendero, y otros se suben a los camiones que los llevan a otros barrios, a las escuelas que hacen de refugio. “Cuando llueve mucho dicen que traen botes; pero en realidad los llevan hasta la delegación, que es en la entrada del barrio, se sacan una fotito y listo, ahí quedan”, denuncia Duarte. Trece cuadras separan la delegación, en Constituyentes y Junín, de la zona más inundable del barrio, donde limita con La Comarca y las casas se levantan a orillas del Arroyo Las Tunas.   
A pesar de las veredas, Matías camina por la calle al igual que todos en el barrio, y al pasar junto a un grupo de chicas y chicos que charlan en ronda, también al medio de la calle, saluda y todos responden al unísono un “Chau Profe”. Mientras estudia el profesorado de Historia en General Pacheco, Matías da clases en el bachillerato popular Raíces, la primera escuela secundaria dentro del barrio, fundada en 2007.  

El merendero del barrio lo maneja Cintia Martínez junto a Rosa, su suegra. Son las cuatro y hay tiempo para unos mates antes de limpiar. Cintia tiene 32 años y vivió siempre en Las Tunas, del lado de la calle Mansilla. Cambió de lado al casarse con Manuel, hace ya 13 años, y se incorporó al merendero después de quedarse sin trabajo, cuando la familia para la que trabajaba en el barrio Talar I decidió cambiar la empleada de limpieza. Cintia camina hacia la ventana y habla de unos restos que quedaron de la obra interrumpida que Aysa arrancó a principios de septiembre. En la calle se ve un surco en el medio y tierra acumulada con otros escombros aleatorios alrededor. Un episodio más del famoso “atado con alambre”.

—En 2013 yo me vine para este lado del barrio y acá viví mi primera inundación fuerte, estaba con mis hijos chiquitos y no sabía qué hacer, porque allá donde estaba yo no se inundaba así –dice Cintia entre mate y mate.

Los abuelos de Cintia llegaron a Las Tunas cuando había dos o tres casas por manzana; el abuelo era marino, iba y venía entre agua y tierra, por lo que decidieron que la abuela se instale en el campo con los hijos. En ese entonces se inundaban los campitos de alrededor, esos grandes pastizales deshabitados, una vez por año con alguna que otra crecida intensa del río Paraná. “Pero nadie pensaba en que esto podría inundarse con cada tormenta que dure un par de horas”. Cintia se levanta para subir los bancos arriba de las mesas y luego baldear el merendero.

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De Las Tunas a San Miguel, la situación no cambia. Para llegar al barrio San Miguel, en la localidad de Ingeniero Maswichtz, hay que cruzar las vías de aquel olvidado “Ramal Escobar” del tren Mitre, allí donde el asfalto se termina y queda reluciente la única avenida principal llamada René Favaloro, más conocida como Camino a Dique Luján. Marconi es la única calle con asfalto, obra de la municipalidad de Escobar que en mayo de este año hizo presencia en el barrio para además mejorar las zanjas. Desde la llegada al barrio, que comenzó a poblarse a mediados de los 60, los vecinos mantienen las zanjas a mano y pala durante todo el año.

En la primera cuadra de la calle Marconi está la casa de Carmen. Tiene cerco de alambre, un portón blanco de madera, ladrillos y plantas de fondo. Ella vive en San Miguel hace treinta años, y hace treinta también que convive con el agua. El río es una leyenda que queda a 15 kilómetros; lejos del sueño de una costanera, en algún momento esa distancia estuvo recorrida por pastos altos, juncos y lagunas. 

“Antes llovía mucho y venía el agua, ocupaba las calles y los patios pero nunca entraba a la casa”. Cuando Carmen llegó al barrio había una sola construcción por cuadra; eran más bien cuartitos, incluso la que se ve enfrente, que ya tiene dos pisos y unos diez metros para atrás. Ahí vivía el hombre que les dio el terreno a Carmen y a su marido. Eran jóvenes y tenían un hijo, ella vivía en la casa de los padres y sabía que ya era hora de irse. Cuando llegaron al barrio tuvieron que arreglárselas con unas pocas paredes y la tierra inestable que se inundaba cada dos por tres. Mientras habla, Carmen señala una y otra casa, pioneras del barrio, y a medida que dice y mira, se le marcan las arrugas que adivinan el cansancio de las inundaciones pero a la vez una sonrisa que se construye lentamente, sin llegar a formarse por completo.  

Hoy Carmen vive junto a sus dos hijos en una casa con planta alta. La casa ya tiene dos rellenos en el piso, trabajos que realizó con los hijos luego de distintas inundaciones. Pero los rellenos no alcanzan, ni las zanjas, ni el asfalto, ni el campito de la estancia vecina que retiene el agua antes de que rebalse y se desparrame por el barrio. Sopla un viento fuerte y se caen algunas hojas de los árboles, Carmen atraviesa el portón blanco que separa su jardín de la calle y avanza para mirar mejor el cielo donde no lo tapan los árboles tupidos. De lejos, el sonido de un trueno devuelve a Carmen al interior de la casa.

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