Compartimos La raíz, un relato de Mariana Docampo que forma parte de su libro La Fe, publicado por la editorial Bajo la luna en 2011. 

Mariana Docampo / Foto: Vanesa Guerra

La hermana del medio estaba loca.  Cada noche hacía dormir a sus hijos con una canción de cuna de su propia infancia.  El marido se había ido de viaje a Washington y la hija más chiquita la abrazó para absorberle la angustia.  Pero ésta era una angustia existencial, de difícil disminución.  El resultado, en cambio, fue la génesis inmediata de una nueva angustia en otro ser, más pequeño y desprevenido.  Mientras los hijos jugaban, ella recorría la casa temerosa de que murieran.  A veces venían los hijos de las otras ocho hermanas.  Muy de vez en cuando, se juntaban todos en el patio.  Cada niño tenía menos de diez años.  Eran muchos y diferentes.  Había cinco bebés, y el resto caminaba.  Uno gateaba desde la puerta hasta su mamá, y así iba y venía.  Los padres estaban reunidos junto a una ventana y conversaban con gran pasión de temas de la actualidad.  El cuerpo de los hombres era interesante de ver.  Las espaldas musculosas y las piernas gruesas.  Tomaban vino.  Los más grandes pesaban mucho y comían junto a sus padres, que ya eran abuelos y se habían puesto viejos.  Podía ser que se juntara toda la familia en el campo de una de las hijas, en donde el aire era más puro y el espacio amplio, y había álamos que marcaban el límite con otras casas.  En relación a esos álamos, que eran visibles a través de los ventanales de vidrio, podía percibirse muchas veces el movimiento preciso que hacen sus hojas cuando el aire va entre ellas y las empuja.  Diversos juegos entretenían a la familia en el campito.  Fútbol para los hombres y los niños grandes, tenis para cualquiera que quisiera y supiera.  Otros grupos jugaban a las cartas, alguien tomaba sol.  Los abuelos de los distintos nietos se quedaban conversando sentados en sillas colocadas sobre el pasto.  Si bien había tensiones entre ellos, todos estaban conformes.  La vida transcurría en familia.  Dios acompañaba los encuentros.  La felicidad toca el fondo de las cosas.  Cuando llovizna, todo el campo se cubre de agua, y la niebla baja.  Humedece los pastos.  En medio de las conversaciones y de los juegos, ella temía que todos murieran.  Después tenía miedo de que supieran que temía que murieran, y también de que esta posibilidad los matase.  El horror, llegado este punto, era completo.  Si sus propios hijos morían, sería insoportable.  Y su posible supervivencia la espantaba.  Cuando los ojos ingresaban en estos pensamientos se quedaba absorta frente a ellos, como si observara una raíz de la existencia oculta para otros.  Una fisura por donde huía la luz.  En esa hendidura pasaba largos momentos de dolor y de silencio, solitaria y rodeada de gente, con la mirada sombría.  Los demás hacían gestos angustiados para incluirla en las conversaciones, pero sabían que sería imposible.  Con los días o las semanas se recuperaba, siempre con medicamentos, y volvía a pasear por su casa.  Visitaba a los hijos en el salón de juegos, o en las habitaciones.  Como madre era buena.  Los quería y los necesitaba para vivir.  A tal punto que la vida de los hijos era el motor de su propia vida, su significación primera.  Los hijos serían su continuación una vez ella muerta.  La vida propia adquiere de este modo su trascendencia.  Todo eso pasa en la superficie, y por debajo, la fuga.  Es la entrada a la raíz.  Pero es tan dolorosa y el camino solitario, y porque además, no hay sentido, que quiere volver y olvidarse de que la vio.  Entonces se mantiene callada.  Los medicamentos ayudan, tienen el efecto de atontar su cerebro para que deje de ver.  Y ella quiere no ver.  Porque si vuelve a ver la muerte de los hijos que está escrita en la raíz puede ser que quede para siempre allí encerrada.  Y hay otras visiones adentro.  Visiones que la espantan, pero otras que la curarían.  Desde el fondo la llaman siempre, y a través de esos conductos ella se deja atraer.  Sucede que afuera están los sonidos del adentro.  Son los dispositivos que sirven a los de adentro para llamarla.  Por ejemplo, el pestañeo de la luz de una antena sumado a un silbido lejano, o el ladrido de unos perros.  Todas esas son señales, y el llamado desde otros planos.  A veces le cuesta extraerse de sí, y tocar una planta con sus dedos o acariciar a sus hijos, tanta es la fuerza con la que es llamada desde el interior.  En un punto no lo sabe, pero se resiste a partir.  La desconexión sería inmediata.  Como hiciera Jesucristo, rechazaría su familia para seguir su destino.  ¿Pero adónde iría?  Y tan sola.  En esos momentos suele llorar, y las pastillas la calman.  La tristeza se origina en el primer engaño de una vida que es la infancia.  La vida es un borde, y en la zona en que éste se traspasa hay vientos.  Sucedió al nacer, y sucederá al morir, aunque el nacimiento y la muerte no son una garantía.  Hay fisuras verdaderas, y de transporte inmediato.  Cuando ella está en la casa, junto a su familia, o en el campito de la hermana, que es un todo organizado, su vida ocurre en simultáneo con las otras, y las conversaciones se desenvuelven sin naturalidad y sin prisa.  Se alcanzan así ciertos contactos.  Cuando sueña con voces que se escuchan muy fuerte adentro de la cabeza, como un televisor encendido, se despierta con miedo y come ávidamente las pastillas que restituyen el orden interior.  Mientras tanto la lluvia cae y se inundan los campos.  La llanura argentina es una tierra que da sus frutos.

Cuando abrió los ojos, los verdaderos hijos la rodeaban.  Le habían llevado flores y las pusieron en un vaso, al lado de la ventana.  Le estaban mostrando los cuadernos del colegio para que ella los revisara.  También estaban la madre y las hermanas.  Los hijos de las hermanas no estaban.  Era admirable ver cómo ella se reincorporaba y rápidamente iba adquiriendo las maneras de su entorno.  Comprendió, porque se lo explicaron, que lo suyo había sido locura y que iba a tener que lidiar con ella de allí en adelante, al igual que con un cáncer, o con una discapacidad motora.  Pronto estaban riendo todas las hermanas, y recuperaban la confianza en ellas mismas y en la hermana enferma.  Los dos hijos estaban parados frente a la cama, se reían y se miraban entre sí.  La locura de una madre toca las raíces de quien nace, socava la propia gestación, ya que es, por naturaleza, una desconexión original del todo, una falla primigenia.  Pobre madre.  ¡Y pobres hijos!  Se busca la recomposición, la reinserción de los elementos.  Los familiares comprenden por un instante, pero tratan de olvidarse para vivir sus vidas, pobladas de sucesos: trabajos, amores, viajes.  Después, se extiende el tiempo frente a ellos, un tiempo finito, porque pronto vendrá la muerte.  Por lo tanto, es ésta una época para aprovechar, disfrutar de la vida, del cuerpo joven, la comida y otros placeres que ofrece el mundo.  Se realizan fiestas a las que acude la familia.  Hay tensiones entre sus componentes pero el amor actúa como una red de fondo que unifica.  Y así van pasando los días.   Mientras transcurre el tiempo lineal, la mujer actúa como si no estuviera loca, y realiza sus tareas de madre y de esposa en general.  La existencia le llega desde el interior, como un fuego, y de él surge la pasión, el sentimiento amoroso, la esperanza y la fe.  Logra que todo eso se adecue al entorno y encuentre su lugar en el todo, como dentro de un lenguaje.  Y así se restablecen las relaciones, y los seres se conectan entre sí.  El temor a la muerte de los hijos es más leve durante este tiempo, aunque permanece en las emociones profundas de la mujer.  Ella trata de suprimir la visión.  Fue la sugerencia de los médicos y  la cumple para evitar el dolor.  Pero esta vez las fisuras tocaron los límites del sueño, penetraron las membranas, y al despertar, todo estaba oscuro.  La habitación es idéntica al día anterior, el hijo llega con su flequillo rubio, la hija menor la abraza y quiere absorber su tristeza con amor.  Los dos se habían quedado en la cama junto a ella y ella los contemplaba.  Por fortuna, los hijos lograron tender lazos fuera de la casa familiar.  Esto les permitió consolidar vínculos que podrían salvarlos eventualmente empujándolos a nuevas asociaciones.  Tienen amigos y se llevan bien con los abuelos y con las tías; y también con el padre.  A ella se le dio por cantar en ese momento y lo hizo, abrazada al cuerpo de los hijos.  Ellos cantaban con tristeza en su pecho.  La claridad entraba por la ventana abierta y la niña tenía la mirada puesta en la madre.  El hijo había cerrado los ojos.  De vuelta en el campo de la hermana, ella observa la lejanía.  Los hijos de todas juegan entre sí bajo los árboles.  Hay una luz que circula detrás de las hojas.  Los hombres charlan junto a la parrilla.  Las mujeres, dispersas, caminan solas o de a dos, y algunas van con sus bebés y los ponen en el pasto para que gateen.  Una abuela está sentada junto a otra abuela y a un abuelo, y observa a los nietos que están en el horizonte.  Detrás de todos está el bisabuelo, rígido y sonriente.  Quienes hablan, lo hacen sobre temas de la actualidad, o sobre proyectos futuros, o cuentan una anécdota.  Los otros comen o hacen deporte, poniendo en actividad el cuerpo para que la mente descanse.  Los niños están concentrados, mente, cuerpo, deseos y emociones, todas al servicio del entretenimiento puntual.  Y así pasan las horas, y luego atardece.  La familia enciende una luz adentro de la galería y mira caer la noche.  Se ven luciérnagas.  Alguien trae una guitarra y se pone a tocar.  Otros sirven comida y bailan la melodía.  Se enciende un televisor adentro de la casa y rápidamente los hijos van hasta allí y miran las imágenes.  Circula el amor.  Dios no está.  Está del otro lado de la raíz.  Es su forma oscura.  Sirve a otras combinaciones.  La cadena está dañada.  La hermana mayor no viene siempre con sus hijos.  Entre los niños apenas se conocen.  Se reúnen en las fiestas de cumpleaños y mientras tanto transcurre la vida privada de las familias.  De este modo, los niños van creciendo.  El proceso es veloz, en poco tiempo adquieren altura física y fisonomía propia, e imitan el movimiento de los padres, su forma de pensar, incorporan sus ideas.  Los familiares hablan de política y de ciertos programas de televisión, que todos ven.  El organismo social se desprende de la raíz y funda nuevas combinaciones.  Ella pasa largas temporadas bien, en las que fluye con el todo.  A lo sumo tiene mareos, y por la noche se siente deprimida.  Son tres horas extenuantes en las que preferiría no vivir.  Después se duerme.  Y por la mañana, cuando ve a sus hijos jugando o estudiando, es presa del súbito pero conocido temor: la muerte de los hijos está escrita en la raíz.  Al llegar el marido del trabajo todo adquiere una luminosidad pastel que la tranquiliza y ella permanece del lado de la casa.  A veces observa cómo sus hijos charlan entre ellos y teme que planeen exterminarla.  Cuando ese temor aparece, pasa varias noches sin dormir, alerta.  No toma la medicación para que ésta no le quite el control de la razón.  Y entonces todo se precipita.  De adentro la llaman; los hijos la acechan.  Y el marido tiene un rostro extraño.  Por si acaso toma un cuchillo y se esconde en la habitación.  Sabe que esa no es su familia.  Los cambiaron.  Se llevaron a los verdaderos hijos y al marido y la dejaron entre desconocidos.  Las señales son claras.  La marca del sufrimiento se ubicó en la mirada y la mirada conecta con la raíz.  Si cambian a los hijos y al marido nada le queda.  El sufrimiento proviene de la desorganización química del cuerpo.  ¿Y donde están los hijos verdaderos?  Deberá encontrarlos y protegerlos, y llevarlos con ella a la raíz, que es refugio.  Puede ser que los hijos estén adentro de estos hijos que los reemplazan, va a abrirles el cuerpo para ver, y para eso obtuvo el cuchillo.  Si logra extraerlos del interior en el que están presos, los llevará con ella para salvarlos.  La madre es quien protege a los hijos verdaderos de los falsos.  El trasplante ocurrió mientras dormía, pero aún hay tiempo de rescatarlos.  Se queda silenciosa detrás de la puerta, y respira agitada.  Dios no la ve.  Dios es su instrumento y ella es instrumento de Dios.  Están transubstanciados.  El hijo más grande está frente a ella y la mira.  No se acerca porque tiene miedo.  La hija menor lo secunda.  Está escondida detrás del hermano y espía a la madre desde allí.  Al parecer, ella los reconoce.  Pero enseguida desconfía.  Los niños dan un paso hacia atrás.  Tiemblan; ella está con el cuchillo.  Esta vez no pasará nada porque vendrá el marido e interrumpirá la matanza.  Sabrá  entonces que el enemigo es poderoso.  La atan y la duermen; la llevan a una clínica psiquiátrica.

Pero veamos cómo está compuesta esta familia.  Está la original, muy lejos en el tiempo, luego, las ramificaciones.  En el antiguo testamento, donde se dejó constancia de los tiempos primeros, la vida de los hijos se prolongaba a lo largo de muchos años.  Y ellos llegaban de a decenas al mundo, nacidos de un mismo padre y de madres diferentes.  De todas estas ramificaciones y desdoblamientos nacieron los padres de los padres, que a su vez tuvieron más hijos, hasta que llegaron los abuelos de los hijos de esta mujer.  Y entonces están ella, su esposo, y los dos niños.  De ella hay un padre y una madre, de él, un padre y una madre, aunque ambos ya murieron.  A su vez, tiene ocho hermanas, pero el marido es hijo único.  Algunas hermanas no tienen esposo, pero sí varios niños sin padre, lo cual habla de una fisura en el concepto de familia y de una falla en la organización del todo.  Los hijos sin padre buscan sistemas de significado en otros hombres o mujeres que las madres les acercan o que ellos mismos propician, y así fundan otras combinaciones y se incorporan a nuevas estructuras.  Acerca de los esposos, hay uno de ellos que a veces camina hasta una arboleda próxima al campito y allí se desnuda frente a mí.  Lo hace cerca de un árbol de ramas bajas.  Sobre una piedra acomoda su remera, y sus pantalones, y pone los zapatos y las medias sobre la tierra.  Las piernas son fuertes, y de músculos marcados.  Se pone en cuclillas y se sostiene con las manos aferradas a las ramas altas.  Se marcan los músculos de la espalda y de las piernas, y sus glúteos están firmes.  Luego se quita el short y se queda desnudo.   Este episodio se repite con frecuencia.  Se recuesta sobre la hierba boca arriba y se muestra.  Se perciben movimientos en las ramas altas; son pequeños pájaros que vuelan por encima de las hojas.  Llega una de las hermanas jóvenes.  Lo ve en la tierra y se inclina sobre él.  Ahora son los dos los que se muestran ante mí.  Ella desnuda, y con las piernas finas y abiertas; y él sobre ella.  En la galería una hermana pregunta donde están, pero nadie responde.  Si hay elementos corrosivos en el sistema, el resto se resquebraja.  La mujer loca busca con su mirada el cuchillo y se pone frente a la ventana a mirar los álamos.  Los niños juegan debajo.  En total son dieciséis.  El mayor es un varón, y tiene doce años.  La menor tiene dos años y está atada a un árbol con otros dos de tres años.  El varón mayor y la mujer que le sigue en edad pusieron a seis de sus primos y hermanos en un círculo y caminan alrededor de ellos con largos palos que apoyan en la tierra como si fueran bastones.  A veces van sobre las piernas extendidas de los primos.  Tres niños están en una casita construida en las ramas y observan desde allí, y hay otros colgados de otros árboles.  Los mayores trajeron una cuerda y esclavizaron a los del medio para que aten a los pequeños.  Los del medio golpean con ramas a los menores, que están atados, y éstos simulan el llanto, pero en verdad aceptan y disfrutan del castigo.   Las madres son cómplices.  Esto “se hace patente” si se analiza su comportamiento.  Observan a los niños de reojo y siguen hablando entre ellas como si nada pasara.  Cada tanto lanzan a la tierra a sus bebés, para que rápidamente vuelvan a ellas.  Mientras tanto, los hijos mayores inducen a los más pequeños a que beban vasos con sustancias con el fin de atontarlos para iniciarlos sexualmente.  Luego los llevan a las arboledas más apartadas donde, en conexión con tíos o amigos de los tíos, se concreta la acción perversa.  Entre los mayores hay intercambio de información a través de los celulares, ya que todos usan telefonía móvil.  En este momento diez de los niños hablan por teléfono.  Lo hacen sobre los cuerpos de los más pequeños, que necesitan ser rescatados a pesar de la complacencia con la que acceden al macabro juego.  El plan es la supresión de la voluntad de los más pequeños y su manipulación a través del placer.  En ese sentido, los más chiquitos no son culpables, aunque sí provocan a los poderosos con sus gestos de inocencia.  Dios llegó a la raíz.  A las cinco de la tarde, la familia se reúne a tomar el té como si nada.  Los niños se sientan cómodos en rondas y juegan juegos inocentes, los mayores leen o miran televisión, y beben gaseosa.  Las hermanas conversan con sus maridos en voz tranquila y el esposo que se desnuda entre los álamos explica a un abuelo por qué perdió su último trabajo.  No se hace referencia a los últimos hechos ocurridos.  La mujer loca fluye con el resto también, adormecida por los medicamentos.  Son todas máscaras. ¡Mentirosos! ¡Falsos!  La familia necesitará, para subsistir, reafirmar los roles de quienes la componen, y necesitará ante todo, datos extra para organizarse, cabe decir: una red de significación que la enmarque, como la existencia de Dios o la adquisición de un nuevo sistema religioso.  Si el orden no está, la tela se resquebraja y emerge dentro de ella la raíz.  El comportamiento intrafamiliar dependerá de la vida individual y a la vez solidaria de sus unidades compositivas.  En este punto, la raíz emerge como el “negro todo corrosivo” que avanza, contaminante.

El “negro todo corrosivo” es la amenaza que ahora pone en peligro la familia y la sociedad.  En este momento, los integrantes adultos de la familia están reunidos frente al televisor.  Las noticias tocan los temas importantes de la realidad.  El sentido se construye.  Son los canales de televisión los responsables; el conjunto heterogéneo de sus trabajadores, los dueños, los intereses económicos, y el llamado “rating” los que fijan las realidades.  ¿Es manipulación o libre mercado?  La familia adquiere las estructuras dadas y las incorpora al fluir de la vida como si fueran realidad no construida.  Son éstas realidades arquetípicas, adquiridas velozmente por los ciudadanos desprevenidos.  Llegado este punto, es oportuno contar lo que sucedió una vez.  Fue en el tramo de juventud de uno de los abuelos, en el momento en que éste viajó a Paraguay a comprar relojes para la familia.  Viajó solo porque nadie quiso acompañarlo.  En la frontera los gendarmes lo pararon y fue olido por perros antinarco.  Puesto preso, pasó tres días en un calabozo.  Nadie sabía de él, hasta que finalmente obtuvo un permiso para llamar a su esposa desde el teléfono policial, y ésta supo así del encarcelamiento.  El abuelo fue acusado de delito culposo en primer grado por tráfico de drogas desde Paraguay a la Argentina.  No había forma de demostrar su inocencia, los policías lo rodeaban, respondían a intereses mayores, políticos, que veían en la condena por narcotráfico de un ciudadano común, perteneciente a una familia tradicional argentina, la posibilidad de ganar votos a favor del gobierno.  El abuelo intentó revelarse, golpeó a los gendarmes, pero todo fue en vano, su situación era cada vez peor.  Estaba en un pueblito de la frontera con Paraguay, desesperado y solo.  La esposa llegó pronto a rescatarlo.  Pidió la intervención de organismos internacionales, y gracias a ello, sumado a un cambio de intendencia, el abuelo fue puesto en libertad.  Esta historia, como tantas otras, forma parte del pasado de injusticias y abusos que contra la familia argentina cometió el Estado Nacional.  El abuelo trata de no hablar mucho de ello pero el episodio reside muy profundo en los antecedentes familiares.  Son los mecanismos de culpa y castigo que rigen los países y cuya principal víctima es el ciudadano común, en primera instancia, y luego la familia, su componente nuclear.

La hermana del medio no está medicada.  Las pastillas la vuelven zombi y decidió “aguantar” un día porque se sentía mejor.  Como resultado de esto fue tomada por la raíz.  Ahora está dentro de ella.  Desde allí contempla la maquinaria social, absorta, y con el cuchillo en la mano.  La hija chiquita la mira desde la puerta.  La madre no tiene comprensión cabal de las coordenadas de tiempo y espacio en las que está circunscrita.  No sabe si está en el campito de la hermana o en su propia casa, si los hijos están muertos o vivos, si el marido está o se fue.  Lo que sabe es que tiene que proteger a sus hijos del peligro de los de adentro.  Muertos o vivos, los llevará con ella a la raíz.  Lo importante es detectar quiénes son todas esas hermanas y abuelos que hay alrededor.  Y esa cantidad de hijos que juegan bajo los árboles.  Lo que puede decirse al respecto es que ella efectivamente está en el campito de la hermana, aunque no reconozca el espacio.  Tiene la impresión de estar en un lugar neutral, un lugar sin emoción.  Cuando se da vuelta, ve a la hija asomada a la puerta.  Es posible que esa no sea su hija, pero en todo caso, es una niña transplantada, no le hará daño.  La hija la observa alarmada.  Ella se pregunta si esa niña llevará información a los de adentro.  Nota que éstos han copiado los rasgos exactos de su hija.  Se acerca a ella y la abraza sonriente, con el cuchillo en la mano.  La lleva a su pecho y se ríe a carcajadas. ¡Advierte que es su hija!  La verdadera.  Su verdadera niñita.  Se ríe fuerte, con un sonido colosal, y la niña se deja abrazar.  Tiene los ojos abiertos.  Interiormente, la niña siente deseos de salir corriendo en busca de su verdadera madre.  Lo que no sabe es que busca a la madre arquetípica y no a la real, y también ella busca a la hija arquetípica, y no a la real.  Dios las formó con barro.  Pobrecitas, no se encuentran.  A pesar de estar abrazadas, una y otra se temen.  Pero lo importante ahora es extirpar la emoción, porque en la emoción reside el peligro.  Aunque también es cierto que en la emoción podría hallarse la salida, pero ése es un arduo camino.  En relación a la historia personal de éstas dos, ninguna encontrará consuelo durante muchos años, pero más adelante serán captadas por la raíz, así que a no preocuparse.

El esposo volvió a la alameda y se vuelve a desnudar.  Lo hace lentamente, como siempre.  Con sus dedos desprende la hebilla del cinturón y se baja los pantalones.  Antes, se quita la camisa y extiende los brazos.  Aprieta los puños para que se marquen los músculos. También se quitó los zapatos y las medias.  Todo lo fue colocando sobre la piedra.  Después cae de rodillas en el pasto y estira las manos adelante, elevando la espalda y tensando los glúteos.  Los talones están sueltos.   La esposa que se une a él no vino esta vez.  En la raíz reside el pensamiento, las palabras surgen y van hacia ella.  El resto es logos informe, debe ser interpretado y organizado para construir realidad.  El mismo pie del esposo podría dar inicio a otro cosmos.  No hay realidades múltiples subyacentes, ni una única oculta en la corteza.  La raíz intercepta y organiza, y aplica y multiplica fórmulas y ecuaciones.  Todo esto da una respuesta a por qué no vino la esposa esta vez, y a la pregunta “¿qué otra línea hizo que el destino se torciera?”  Ahora bien, lo importante es no perder la calma, porque es difícil la comprensión del cosmos.  Las líneas fundantes fueron muchas.  La raíz es filtro, y nombró elegidos, que son las madres.  Pero este hombre desnudo entre los álamos, ¿qué hace allí?  ¿Quién lo puso?  ¿Querrá que lo penetre?  Se dio vuelta y muestra su torso amplio y liso.  Los brazos son fuertes y se ven las venas que empujan la piel y la tensan.  El viento corre a una velocidad variable.  Empuja las hojas de las altas ramas de los árboles, o va al ras, y acaricia las piernas del esposo.  La familia no lo ve.  Está solo.  Los árboles lo rodean.  Parece disfrutar del contacto directo con las hojas secas, y con la tierra.  Cuando tenga frío detendrá este momento y volverá a la casa.  Si se inclina hacia adelante, toda la espalda se estira.  Irrumpen los músculos debajo de la piel y se expanden, deseantes.  Es joven y es hermoso, y no tiene límites.  Es un hombre ilimitado si se mantiene solo entre los árboles.  Apenas entra en contacto con la familia, se van creando zonas oscuras en distintas partes de su ser.  Son las zonas de articulación con el todo, necesarias para la raíz, pero destructoras de la plenitud individual del esposo.  La plenitud se obtiene en contacto con lo natural y en la fusión del cuerpo en el cosmos.

En cuanto a la familia, en verdad, no ocurre mucho más.  La mujer loca logró que se le preste más atención que al resto y ahí va de la mano de sus hijos.  Caminan los tres sobre el pasto, descalzos, hacia la casa iluminada.  Ella es ahora igual a los demás por obra de los medicamentos.  Por otra parte, los contactos con el  “afuera social” son muchos, pero no alcanzan para romper el solipsismo familiar.  El ejemplo de vida de abuelos o hermanas que lograron extender lazos extrafamiliares y se incorporaron así a circuitos más amplios de circulación social, echa luz sobre la manipulación ejercida por realidades macro sobre la familia: medios masivos, pulsiones de redes tecnológicas y sistemas cerrados de creencias religiosas.  Todo esto, sumado a los desvaríos de la hermana del medio, despertó en algunos familiares “intuiciones” acerca de la existencia de la raíz.  El final de esta historia deberá leerse en el propio pensamiento y en la angustia que sobrevuela la época.  La familia en cuestión está ahora reunida en el campito.  Conversan de distintos temas de la actualidad y realizan ejercicios físicos.  Discuten, se interrelacionan.  Hay odios y amores cruzados o circulares.  Pero sólo en la raíz está la explicación de la angustia.

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*Mariana Docampo nació en Buenos Aires en 1973. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó el libro de cuentos Al borde del tapiz (Simurg, 2001), la novela El Molino (Bajo la luna, 2007), que recibió el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes y resultó finalista en el concurso de la Biblioteca Nacional 2007 y el libro de relatos La Fe (Bajo la Luna 2011). Algunos de sus textos fueron publicados en antologías, entre ellas Comer con la mirada editada por el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos en el 2009. Coordina talleres literarios de escritura y de lectura y discusión de textos desde hace varios años. Tradujo poemas y ensayos de Eugène Guillevic y poemas de Las Flores del mal, de Charles Baudelaire. Colabora con crónicas y notas en medios gráficos. Desde el año 2011 dirige la colección Las antiguas de la editorial Buena Vista dedicada al rescate de obras de las primeras escritoras argentinas.

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