Texto leído por Cecilia González en la edición de agosto del ciclo “Esto no es ficción”

Cuando llegué a Buenos Aires, un hombre me lanzó una maldición:

-Vos no sabés bailar.

Terminaba el año 2002 y yo iniciaba una luna de miel de tres meses con la ciudad. Había venido desde México con el plan maestro de gastar aquí mis ahorros y regresar después a mi país para buscar trabajo. Mientras llegaba ese momento, disfrutaría de Buenos Aires, descansaría, leería todos los libros pendientes. Y aprendería a bailar tango.

Desde mi llegada, en octubre, había alquilado un minúsculo mono ambiente en el centro, a siete cuadras del Obelisco. Tenía goteras y estaba frente a un boliche de música brasileña. Los borrachos gritaban y se peleaban en la madrugada bajo mi ventana pero yo estaba tan feliz de estar aquí, que nada me importaba.

Ya que no tenía amigos ni trabajo, necesitaba ocupar el tiempo, evitar que llegara el aburrimiento. Busqué clases de tango porque me encanta bailar y desde niña aprendí a moverme al compás de cualquier tipo de música. Mis recuerdos de la infancia están tapizados por las imágenes de mis padres bailando. Bailo bien, y durante muchos años incluso creí que era una bailarina frustrada, hasta que un día descubrí, con espanto, la disciplina que hubiera requerido para ser bailarina profesional. Dieta permanente, audiciones, fracturas. No era lo mío.

Mi rito de iniciación con el tango fue en el Club Español. Tres veces por semana, al mediodía en punto, me sentía como personaje de película de Gardel, deslizándome en salones inmensos con pisos de mármol y ventanales con vista a la Avenida 9 de Julio. Los maestros eran gentiles y estaban acostumbrados a tratar con extranjeros. Como a todos ellos, en la primera clase me enseñaron los ocho pasos básicos.

Un rato después, ya los podía seguir. Creí que el tango iba a ser pan comido.

Me sorprendía que, pese a la hora y la crisis económica, siempre hubiera alumnos: oficinistas que preferían bailar en la hora de su almuerzo y se resignaban a comer un sándwich a las apuradas; viejitos jubilados que, como yo, ocupaban su tiempo; y turistas con los que ensayaba, una y otra vez, los famosos ocho pasos. Eso era fácil. Lo difícil era todo lo demás: la postura, el cambio de peso y, sobre todo, dejarse llevar. Un maestro nos había advertido que no es un baile para feministas, porque las mujeres tenemos que aprender a esperar y obedecer las indicaciones de los hombres. No me preocupé. Creí que sólo sería cuestión de tiempo y de práctica, que pronto podría lanzarme sin miedo a la pista. Si sabía bailar de todo, por qué no iba a poder bailar tango.

Un par de semanas después de empezar mis clases, la maestra invitó a los alumnos a una milonga informal en una casa de Palermo. Ahí me enteré de que la milonga, además de un ritmo, es el lugar en donde se baila tango. Fui sola, derrotando mi timidez, confiando en que conocería gente interesante y simpática, que pronto haría amigos como los que he encontrado en tantas partes del mundo.

Al llegar a la casa, me intimidé. Me había resistido a comprarme los caros y estilizados zapatos de tango (los tendría cuando ya supiera bailar), así que iba con mis zapatos de piso, un jean y una camiseta. Parecía estudiante perdida en la secundaria el primer día de clases. Las otras mujeres estaban arregladas como para boda: vestidos negros o rojos, con mucho brillo, medias de red, tacones altísimos, maquillaje a granel, peinado de salón, aretes llamativos. No veía por ninguna parte la “milonga informal” convocada por la maestra. Me sentía como pajarito asustado. Desubicada. Fuera de lugar. Ajena.

La música comenzó a sonar. Las parejas formaron el círculo obligatorio del tango y se dispusieron a bailar en sentido contrario a las agujas del reloj. La maestra se dio cuenta de que yo estaba sola, parada (casi escondida) en un rincón, y fue a rescatarme. Me tomó de la mano y me llevó adonde estaba un tipo más alto que yo (como mucho, le llegaba al pecho), cuarentón, robusto, perfumado, vestido de pulcro traje negro, corbata a tono y camisa blanca. Olía a colonia cara. Nos presentó. Le explicó que yo estaba aprendiendo, que era principiante, y le pidió que me sacara a la pista para que practicara. Mi timidez se transformó en nervios. Las piernas me temblaban, las manos me sudaban y un sonrojo inmanejable invadía mi rostro.

Me di instrucciones mentales. “Recuerda: enderézate, levanta la cabeza, trata de seguirlo, no te tenses”. Error. Basta que piense en no ponerme nerviosapara ponerme doblemente nerviosa. El hombre se colocó frente a mí. Me cubrió el torso con su brazo derecho. Con su mano izquierda sujetó mi mano derecha y la elevó a la altura de los hombros. Yo lo miraba y le ofrecía la más simpática y mexicana de mis sonrisas. Él permanecía serio. Dimos sólo unos cuantos pasos antes de que lanzara la famosa maldición que, desde entonces, me iba a perseguir:

-Vos no sabés bailar.

Su tono era acusador. Al hombre no le importó que la melodía recién hubiera comenzado. Me soltó en medio de la pista de baile, me dio la espalda y se fue. Quedé paralizada durante algunos segundos. Tomé aire, reprimí las ganas de llorar y caminé entre el resto de las parejas. Cabizbaja, invocando el deseo imposible de ser invisible, me fui.

Esa noche me despedí por primera vez del tango.

No volví al Club Español, ni busqué clases en ningún otro lado. El tango me había generado desconfianza. Sí, era un baile elegante y sensual pero también presuntuoso y arrogante. Tenía un lado oscuro que yo desconocía y me había sorprendido.

Más bien, asustado.

 

* * *

Mi plan maestro de permanecer tres meses en Buenos Aires se alargó por tiempo indefinido. Gracias a un excelente e inesperado trabajo como corresponsal, me quedé a vivir aquí. Del mono ambiente del centro me mudé al piso 17 de un edificio en el microcentro. Desde sus inmensos ventanales disfruté, durante un año, de todas las hermosas tonalidades posibles del Río de la Plata.

Pude construir una nueva vida, con nuevos amigos. Pero de tango, nada. A veces, cuando escuchaba alguna canción de Julio Sosa, Alberto Podestá o EladiaBlazquez, me daba nostalgia, pero el recuerdo de la humillación me impedía regresar a las clases.

Había creído que jamás iba a poder bailar. Había creído en la maldición.

* * *

Una nueva mudanza significó una nueva oportunidad para el tango.

En 2004 abandoné el departamento del microcentro y me cambié a uno más grande, no mucho más lejos, en Monserrat. Mi nueva casa estaba alfombrada y era muy acogedora. Todas las mañanas se filtraba por la ventana el olor a pan recién hecho en algún horno cercano.

Todavía pesaba sobre mí el recuerdo del hombre que me había dicho que no sabía bailar. Una amiga me regañó. Me dijo que tenía que superar mi trauma y me recomendó que fuera con una pareja que daba clases de tango en la azotea de un viejo edificio que estaba a cuatro cuadras de mi casa.

El ambiente me encantó. Los cuartos eran oscuros, las paredes estaban descarapeladas, los pisos de madera, desgastados. No eran los lujosos y cinematográficos salones del Club Español, pero quizá justo por eso había una atmósfera más relajada. Maestros y alumnos iban en zapatillas, jeans y camisetas. Nada de elegante ropa negra, ni tacones altos, ni formalidades.

Me entusiasmé. Ahora sí, seguro aprendería a bailar.

En esa azotea, una tarde lluviosa encontré por fin la magia del tango. Como no llegó ningún otro alumno, el maestro me dedicó la clase. No dijo mucho, se limitó a poner un disco, me abrazó y bailamos. Yo sólo cerré los ojos y me dejé llevar. Sentí que flotaba. Aún insegura, erraba algunos pasos, titubeaba, trastabillaba, pero el maestro, sin soltarme, sin verme, apenas sintiendo mi cuerpo, se daba cuenta y me acomodaba para retomar el compás.

Estaba muy contenta. Optimista. Pero un par de semanas después de haberme lanzado a esa segunda oportunidad, el maestro interrumpió la lección grupal. Sin previo aviso, apagó la grabadora y el cuarto de azotea quedó en silencio. Me desconcerté. Muy serio, nos pidió a los alumnos que nos sentáramos en el piso de madera, en círculo. Obedecimos. Casi todos tenían más antigüedad que yo en la clase. Ya sabían lo que se venía. El maestro, sentado igual que nosotros, se dirigió con la mirada a la primera chica que estaba a su izquierda.

-¿Qué es para vos el tango?

La pregunta era seca, sin sonrisas ni tono amable.

La muchacha bajita y de largos rulos trató de responder. La voz le temblaba.

-El tango me ha hecho cambiar… es algo fundamental… me moviliza…

Yo seguía sin entender. ¿De verdad era para tanto? El maestro presionaba a la chica para que fuera más precisa. Ella no sabía bien qué decir, cómo expresar con palabras lo que sentía al bailar. Las lágrimas llegaron. Siguió otro alumno, pero me pareció que ya tenía bien ensayado un discurso poético sobre el poder del tango. Otros contaron la felicidad que los invadía al bailar, o cómo el tango los alejaba de la soledad o las depresiones. Mi sorpresa ya se había transformado en fastidio. Cuando llegó mi turno, me sentía sumida en una sesión de autoyuda que no había buscado, ni quería.

-¿Qué es el tango para vos?

– No sé, no quiero pensar mucho en eso, la verdad no me interesa definirlo, ni filosofar, yo sólo quiero aprender a bailar-, respondí.

-Entonces a ver si dejás de romper las pelotas y te ponés a bailar en serio-, me dijo el maestro.

No había ningún atisbo de broma en el insulto. Otra vez, me sentí humillada. Pero ahora, en lugar de llorar, me enojé.

Esa noche me despedí por segunda y última vez del tango.

Sentí que lo difícil no era el baile, sino el ambiente que lo rodeaba, las personas que lo practicaban. Reconocía, claro, mi inseguridad para enfrentar estas situaciones. No quería exponerme más.

La convicción de que jamás podría bailar tango me acompañó durante varios años. Me limité a mirarlo de lejos. Cuando venían amigos a visitarme a Buenos Aires, los llevaba a los carísimos espectáculos “forexport” que incluyen cenas que casi siempre oscilan entre malas y muy malas, y en donde los bailarines revolean las piernas, dan vueltas, enlazan sus pies, se engominan el cabello y visten mucho brillo y lentejuela. Si mis amigos no querían gastar, los invitaba a ver a las parejas que bailan los domingos, a la gorra, en la Plaza de San Telmo.

El tema a veces me ponía triste. No es que anduviera llorando por las calles, pero me parecía absurdo vivir en Buenos Aires y no aprender el que yo creía era el baile más hermoso del mundo.

Frustrada, sustituí el tango con clases de música latina y reguetón. Implicaban todo lo opuesto: no bailábamos en pareja, sino sueltos, en grupo, así que no había quién me regañara por un paso mal dado; tampoco había preguntas filosóficas, ni regaños, ni reglas estrictas, sino meneo de cadera, sudor y diversión. Con la maestra al frente, unas treinta personas aprendíamos coreografías de canciones de Shakira, Don Omar o Calle 13. Nada de D’Arienzo, Pugliese y Troilo. Casi a diario iba un par de horas a un gimnasio de Once vestida con pants, camisetas y zapatillas, una cola de caballo, sin maquillaje. Sin ningún aura de glamour.

La pasé bastante bien durante mucho tiempo en esas clases, hasta que una tarde, acostada en el diván de la terapia (uno de los deberes a cumplir cuando se vive en Argentina), hablé de mi frustración tanguera.

-Me dan ganas de intentarlo otra vez- le dije al doctor- pero me da miedo el rechazo, que me traten mal, que no me elijan. Me da miedo hacerlo mal y que el otro se canse y me deje. Me da miedo equivocarme. En cambio, si bailo reguetón en grupo no hay ningún problema, me ahorro malos momentos, hago lo mío y ya está. Nadie me va a maltratar. Prefiero estar sola.

Miedo. Rechazo. Soledad.

Ese día descubrí y acepté que el problema nunca había sido el tango, sino yo. ¿Por qué le había dado tanta importancia a un patán que me había abandonado en la pista, o a otro que me había insultado? Después de superar tantos obstáculos en la vida, en todos los sentidos, había sucumbido a algo tan simple como un baile. Sí, bueno, el tango tenía su lado oscuro, pero no era sólo eso, y mucho menos era misión imposible. Entendido eso, el trauma se desvaneció. Salí sorprendida de la sesión. Riéndome un poco de mí.

Habían pasado siete largos años desde mi segundo y frustrado intento. Sentí como si, de pronto, un conjuro me hubiera liberado de la maldición.

Yo iba a aprender a bailar tango. Sí o sí.

 

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