Compartimos aquí un adelanto de la novela La limpieza, de Martín Hain, que se presenta el 18/11 en Fundación TEM.

Miércoles

Ayer fue día de limpiar pisos.  Y qué bien los limpié. Un balde para el patio, dos para la vereda. Cepillo, agua y detergente. Por suerte no había caca de perro, que se pega a las baldosas y no sale más. La reja descascarada, el grafiti negro: Luciana quiere a Tito, Huracán capo, San Lorenzo puto.
Hoy es día de cambiar las sábanas. Hoy duele la cintura. Mañana, a esta misma hora, dolerán el cuello y los hombros.
Mañana, jueves: día de compras.

Los lunes, la ropa grande: camisas, pantalones, poleras. Todos los días, cada día un poco, la tela chica: medias, pañuelos, repasadores. Bombachas, medias, calzoncillos.
Los viernes cocino la compra del jueves: tartas, milanesas, pastel de papa. Guardo todo en la heladera, con buena voluntad dura una semana.
Los sábados el plumero, la escoba.
Cualquier día, a cualquier hora: la franela, la costura. Un bizcochuelo.
Domingo por medio: ventanas.

Cuando éramos chicos, las vacaciones en la playa también tenían su rutina: llegar a las diez, plantar la sombrilla, jugar a la paleta. Meterse al agua, caminar hasta la otra punta del balneario, comer el sánguche de jamón y queso.
Jugar a las cartas, saludar a los vecinos, hablar mal de los de las carpas. Los días se confundían de tan parecidos, los recuerdos se ilaban alrededor de tormentas, insolaciones, la picadura de un aguaviva.
Sólo la lluvia torrencial nos alejaba de la playa, y entonces estaban el único cine, el circo miserable, el paseo por las calles del otro balneario. Recorrer las dos galerías de negocios, probarnos sweaters y chalecos de lana. Limpiar el departamentito, si alquilábamos.  Hacer las camas, barrer la arena, enjuagar la sal de las mallas. Mamá me hizo trabajar desde chica: para que no seas una inútil cuando llegues a grande, decía, para que no te creas la princesita del cuento de hadas.
Para las heridas estaba la sala de guardia: un buen lugar para conocer gente. Yo era muy confiada,  hablaba con todo el mundo. Un verano, mientras esperaba a que me atendie- ran por una muñeca torcida, me puse a jugar con un chico que se había cortado el antebrazo. Tenía una venda mal atada a la altura del codo, tan ajustada que casi no podía doblarlo. Le pregunté dónde se había lastimado así, dijo que en el jardín del vecino.
Mi amigo pateó la pelota, pero como no se animaba a entrar me metí yo. Trepé la cerca de madera, la busqué entre las plantas del fondo.
El vecino se despertó y empezó a gritarle. El chico, que se llamaba Beto, agarró la pelota, la revoleó al otro lado, volvió a trepar la cerca. En el apuro no vio el clavo que sobresalía.

La sala de espera olía a crema y sal. El chico se apretaba el vendaje con la mano sana. Comía caramelos. Nos ofreció a papá y a mí. Dijo que la mamá se los había dado por si le bajaba la presión.
¿Dónde está tu mamá? En la playa.
A mí me sorprendió verlo solo, sería apenas más grande que yo. Le pregunté la edad.
Tengo diez años, ¿y vos?
Yo, obediente al protocolo: Siete.
Me dio un poco de vergüenza que papá estuviese conmigo, todo por un empujón de mi hermano. Pero la muñeca estaba hinchada y había llorado bastante.
Era tan bruto era mi hermano.

Recién me entero que abrí los ojos cuando empieza a clarear. En el centro de la ventana hay una rendija que las cortinas no cubren, por deformes y abombadas. Los ojos conocen los bordes de la tela. Los ojos quisieran coser esa herida, planchar las curvas, negarle el paso a la luz. Los bordes encierran la oscuridad del patio, un poco menos negra por la claridad que llega del cielo, de la calle.

La respiración de Beto, la aguja del reloj en la mesita, el tanque del inodoro que pierde. Una parte del eco rebota entre las paredes de la pieza, otra parte escapa por el pasillo que lleva a la cocina y al taller de Beto. Y una parte ínfima del rosario de gotas late hasta el comedor abandonado al polvo y al hollín, al living que es un desierto de sombras y cajas. Qué poco les falta para irse. Columnas de cartón reblandecido, las aristas húmedas, despelusadas. La mesa rectangular, extensible, las diez sillas Sheraton que tiemblan con sólo mirarlas. En los cajones del aparador duerme la vajilla de Limoge de mamá, junto con la cristalería del casorio y la plata desteñida. Las repisas con retratos de difuntos, la galería de modas sin retorno. Sobre las mesadas de mármol sucio: tazas con leyendas, muñecas de porcelana, burros con alforjas de mimbre. Bailarinas sin cuerda.

El juego de sillones de época, de uno y dos cuerpos, alrededor de la mesa ratona. Mortajas amarillentas sobre almohadones de plumas, la fiesta muda de los bichos. La noche de las bauleras, el baldío bajo techo que ya no visitamos. De tanto en tanto cruje la madera: pide lija, cola y lustre. Pero las sábanas, los pisos, la ropa, la comida: cada día cansan un poco más, y cuando dejan de reclamar atención ya se viene la siesta, y después del descanso el silencio, endurecido,  ya no está para visitas.

El hueco entre las cortinas, esa oscuridad menos oscura, se hace gris celeste. El cansancio vuelve cuando el celeste toca la mano sobre la colcha fría. Escondo la mano bajo la sábana. Me doy vuelta para pegarme al calor de Beto, que duerme mirando al otro lado. Le cruzo un brazo sobre el cuerpo, acaricio la cicatriz en el codo. Beto en retirada, Beto que cada mañana despierta a un nuevo olvido. ¿Qué hago yo para provocar el recuerdo? Pequeñas maldades que se me dan fácil. Tiro de la colcha, de la frazada, de la sábana que hoy toca lavar. Con las dos manos tiro, hasta que los pies de Beto quedan al aire. Cuando el frío te despierte, o cuando suene el despertador y abras los ojos, ¿vas a mirarme con miedo, sin saber quién soy, dónde estás? Vas a obligarte a recordar Pompeya, la casa, mi olor y mi nombre. Si durmió conmigo, si me roba el calor, entonces debe ser mi esposa.

Gracias a esa molestia vas a encontrar el camino de migas que te devuelve a mí. Así hasta el día que dejes de reconocer el techo descascarado, la piel vieja, las cortinas  combadas. Entonces yo, que hace rato le tengo miedo a ese día, voy a cerrar los ojos por unos minutos más, pero no muchos. Porque aunque te olvides de mí seguro que algo voy a tener que hacer en la casa, no importa el día que sea.

Preparo un té fuerte, tostadas con manteca y mermelada. Abro la heladera, bajo del congelador los últimos triángulos de pascualina, los dejo sobre la mesada para que se ablanden al calor de las hornallas.
Para la cena: tallarines al pesto.

A Beto el diario del domingo le dura hasta el viernes siguiente. Lo que yo hago con la limpieza, él lo hace con cada sección: el lunes lee los deportes, el martes la política, el miércoles el suplemento  de ciencia y tecnología, el jueves los policiales, el viernes los espectáculos.
Los sábados, Beto es internacional.
Le digo si no quiere comprar el diario del miércoles, así se entera de lo que pasa a mitad de semana. Pero Beto no quiere, el olvido le achicó el horizonte.  Yo le insisto. Que le tome bronca a la bruja, que el mundo le quede grande. Lo que molesta, permanece.
No puede haber tantas noticias, Juli.
Los miércoles también se muere la gente, Beto.

Lee con el desayuno, después le tomo la lección. Me sigue por la casa mientras barro, me ayuda a colgar la ropa. Pela papas, ralla zanahorias, lava la lechuga. La madre lo supo  criar. Mientras lava los platos del almuerzo lo hago hablar de economía, de la moda en Italia, del fútbol colombiano. Todavía no rompe nada pero se mueve más despacio. Los ojos miden y vuelven a medir la distancia entre los bordes de las cosas, atento por si los objetos cambian de forma sin avisarle. Le busco en los dedos, en las muñecas, los signos del primer tembleque.
A veces se contradice o confunde los nombres, y si yo le digo que no entiendo se enoja. Entonces va a buscar el diario, se pone a leer en voz alta. A veces tiene razón él, otras yo. Otras lo hago engranar a propósito, lo obligo a buscar palabras diferentes para explicar la misma tontería. El esfuerzo lo cansa.
A mí ya no me importa tener razón.

Ayer lo encontré sentado en el sofá, ahí donde el pasillo se ensancha y nos armamos una salita para ver la tele. Tenía la mirada húmeda, el control remoto haciendo equilibrio sobre la rodilla puro hueso. Enchufé la aspiradora, le di un par de vueltas alrededor, lo obligué a levantar los pies. El ruido lo enloquece. Dijo algo, hice como que no lo oía. Tuvo que gritar, rojo se puso. Apagué, le pedí que me contara lo que había leído.
Hoy con qué me vas a engrupir, Beto. Política, Juli.
Acompañame al patio, me contás mientras baldeo.

Yo empujaba el agua hacia la rejilla. Adelante, atrás, adelante, atrás.
Hablame de política, viejo.
Dio vuelta la hoja, recorrió los títulos.
Inauguraron cloacas en Castelar. Desagües, también. Me da risa pero no le explico la broma.
¿Qué son las cloacas, Beto?
Es por donde se van las aguas negras.
Vos siempre tan educado, viejo. Por qué no decís mierda, como cualquier hijo de vecino.
Un relámpago de impotencia por las palabras que se le esconden. Le tiembla la papada, brilla la barba gris sobre la piel.
Dejale la mierda a los vecinos y a mí dejame decir aguas negras, que además de la mierda son el pis, los mocos y las pajas.
Beto no abusa de las groserías, pero en tren de guarango no hay quien le gane. Son años de obras y andamios.
Y decime,  si ahora tienen cloacas, antes, ¿qué tenían? Empezó a pasar las páginas, a ver si encontraba la palabra. No sé, Juli, si no hay cloacas entonces hay otra cosa.
Y yo, mala:
La de veces que lo habrás visto, Beto, en los edificios y en las casas. Pensá, acordate.
¿De qué, Juli?
De lo que te pregunté, si estás en el campo y tirás la cadena, adónde van el pis y la caca.
En el diario no decía, vieja, qué importa eso.
Importa porque quiero que te acuerdes, mirá si no vas a saberlo.
Se hizo el desinteresado, trató de cambiar de tema. El intendente encabezó el acto, un tal Impolni.
Las baldosas ya estaban secas, pero yo seguí pasando el trapo. Adelante, atrás, adelante, atrás. Hubiese barrido del aire, también, el eco del nombre odiado.
Juli, ¿será el mismo tipo que fue socio de tu hermano? Dice acá que empezó a hacer campaña para gobernador.
El olvido de Beto es un mar de nubes. Cada tanto, entre la bruma, asoman islas, palabras que nos persiguen.
Pozos ciegos, Beto, cuando no hay cloacas la gente construye pozos ciegos, cómo no te vas a acordar de algo tán fácil. La mierda va a parar a los pozos ciegos. A veces, si llueve mucho, la mierda rebalsa y vuelve a salir.

Todavía duele la muñeca que me lastimé en la playa, cuando hay humedad. Lo bruto que eras, Lumo, y lo lindo.
Impolni. El socio de mi hermano. Se escondió unos años, esperó a que pasara la tormenta. Ahora es intendente, quién hubiese dicho. Además del diario, sus promesas me siguen cuando voy al chino, al banco, a la farmacia. Empapelaron las paredes con su nombre. Impolni es progreso. Impolni es seguridad.
Yo sé bien lo que es Impolni.
Sigue metido en la construcción. Ahora quiere ser gober- nador. Ya nadie debe acordarse, y los que se acuerdan pensarán que se hizo justicia. Que merecimos lo que nos pasó.

Todo eso fue ayer. Lo bien que duerme Beto. Aparece en su bata de toalla gris, las manos en los bolsillos.
Te despertaste, dormilón.
Me despertó el frío. Tengo congelados los pies.
Ni se le ocurre que yo haya tenido algo que ver con el asunto. Pobre, no conoce la maldad.
Si me ayudás con las sábanas te preparo café.
Lo veo meterse en la habitación. Salgo al patio a mirar el cielo, olisqueo el azul sin mancha.
Lleno con agua la bañera, echo un puñado de jabón en polvo, lo bato con las manos. Beto trae un revoltijo de sábanas y fundas. Echo el bollo a la espuma, hundo los globos. Mamá me dejaba hacerlo, de chiquita. Cómo me gustaban las burbujas, el perfume que hacía picar la nariz.
Es la sábana de nuestra cama la que hay que cambiar. Sólo esa. Y las toallas del baño, si tomaron olor.
Ayudame con las sábanas limpias, Beto.
La casa de mamá y papá nos queda grande. Cocina, living, dos habitaciones que antes eran tres, un baño completo. Al fondo del patio, la pieza de servicio.
Desdoblar la sábana, una mano en cada punta. Sacudir la muñeca para que la tela se abra en el aire, vuele en cámara lenta, llueva sobre el colchón. Duele la muñeca derecha. Qué bruto era Lumo.
Estirá de tu lado, Beto, que acá sobra.

Cuando mamá y papá murieron, con un mes de diferencia, iban cinco años que nos habíamos venido de Laferrere, con lo puesto y poco más. Nos apretábamos en mi habitación de soltera, a salvo de las costumbres de los dueños: los horarios, los paseos, las comidas. Pero no nos salvamos de las toses, de los ronquidos. Por más gruesa que sea la pared, los enfermos siempre se hacen oír. La cucharita  que revuelve y golpea el vidrio para desprenderse de las gotas. La rosca metálica del pastillero, los dedos hurgando entre formas y colores. La tele encendida a toda hora. La voz menguante que pide auxilio para ir al baño, para ordenar las almohadas, para encontrar lo que se cayó, lo que se perdió, lo que fue.
Murieron y no esperé ni una semana para tomar pose- sión. El silencio al otro lado de la pared era peor que los ruidos de antes. Pintamos a nuevo, cambiamos la cama. Beto, sin ayuda, tiró abajo la pared entre la que había sido mi pieza y la de mi hermano. Llamé al Ejército de Salvación para que se llevara lo que podía servirles: camas, ropa, mesa de luz. Hasta perchas les di. Confieso que sentí un placer amargo cuando Beto sacó a la vereda las bolsas de escombros, borró los rastros del ocupante original. Amuró la mesa de trabajo contra la ventana al patio, puso encima una lámpara con un brazo extensible. Sacó las puertas del placar, metió las herramientas  en los cajones. Eso fue hace doce, trece años. Sólo queda la marca en el piso, la traza de la pared que ya no está.

Hace cinco, cuando lo jubilaron:
Juli, por fin voy a trabajar por mi cuenta. Basta de patrones. Este va a ser mi taller.
Lo acompañé a pegar cartelitos en los semáforos. En la avenida algunos negocios también dejan hacer publicidad. Electricista a domicilio, decía el cartel. Sr. Beto, cincuenta años de experiencia, y nuestro teléfono.
No pongas los años, Beto, van a pensar que sos un viejo. Y qué con eso. Decime en este barrio quién tiene más instalaciones encima que yo.
Nadie, pero la gente quiere que le arreglen el ventilador, no una clase de historia.
Graciela también nos ayudó. Ella recién empezaba a vender lencería por catálogo. Antes de salir de ronda metía los cartelitos entre las hojas. Si una chica buscaba corpiños, bombachas, portaligas, a la vuelta de la página se topaba con Sr. Beto, electricista a domicilio. Nos daba risa a las dos.
Puse un cuaderno cerca del teléfono. Yo atendía, anotaba el nombre y el número del que llamaba. Beto salía de casa silbando, con su valija y sus zapatones de suela gruesa.
Durante un año entero le fue bien. Después empezaron los llamados de los clientes disconformes.

El señor Beto no vino, lo estuvimos esperando.
El señor Beto nos había dicho un precio y después quiso cobrar el doble.
El tablero que nos puso el señor Beto reventó de un fogonazo, nos quedamos sin luz.
Si yo le preguntaba cómo iban las cosas, él, como un chico:
Genial, Juli, los clientes me felicitan. Me recomiendan con la familia, con los vecinos.

Una tarde, de la cocina, veo un camión que estaciona frente a casa. De la cabina bajan Beto y el conductor, un muchacho joven. Empiezan a bajar cajas.
Qué es esto, Beto.
Una ganga, Juli. Una inversión.
Me agité. Para nosotros una inversión había sido la piecita al fondo del patio. Un plazo fijo, comprar unos dólares. El conductor bajó la mirada. Beto tenía la sonrisa extraña, como si no estuviese del todo ahí, acá, conmigo.
Compré calefactores, Juli, aspiradoras, enceradoras y otras cosas. Todo baratísimo, en un remate judicial. Se lo voy a vender a mis clientes a diez veces lo que me costó. Un negoción, Juli, ya vas a ver.

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