Ayer, lunes 2 de abril, se cumplieron 30 años de la Guerra de Malvinas. Con motivo de este nuevo aniversario del conflicto bélico, compartimos La guerra, un relato de Juan Diego Incardona que se publicó en Villa Celina, su primer libro de cuentos.
Me acuerdo que llovía. No. Más bien garuaba. Corría 1982. En el colegio todo estaba embanderado. Nosotros, con escarapelas. Mi hermana María Laura había ganado en su salita una tortuga que se llamaba Argentina. En otra salita había una tortuga que se llamaba Malvina. En otra, Soledad. A todas las sortearon.
Mi hermana traía a Argentina, que era muy chiquita, en una caja de zapatos. Yo tenía una radio que me había regalado mi abuelo y que había llevado al colegio para escuchar información sobre lo que estaba pasando en las Malvinas. Me había obsesionado. Era chico pero la guerra me fascinaba. En casa, los soldaditos luchaban en la pieza o se disputaban baldosas entre las macetas del patio.
Mis recuerdos son confusos. Estaba la guerra y la escuela. Estaban mi hermana, otros chicos y yo en la parada del colectivo, esperando el 28 o el 21 debajo de Puente Chicago, en Mataderos. Era otoño, no me acuerdo bien qué mes. Oscurecía. Parece un pozo de sombras la noche y garúa, se acentúa la garúa en la memoria ahora que vuelvo, al puente y a la loma del costado donde nos tirábamos con mi hermana para rodar y reírnos interminablemente. Dejamos pasar dos colectivos que venían llenos porque era imposible subir.
La lluvia se hacía más intensa, creo. Llegó el 28. Subimos. Dos escolares. Era un día especial, con detalles para el futuro, para este relato. Llegando a Crovara, una frenada fuerte, un golpe. Era la primera vez que estaba en un choque. Varios pasajeros quedaron despatarrados en el pasillo. Mi hermana entre ellos. La levanté y empezó a llorar, pero estaba bien. ¡Argentina! ¡Argentina!, me decía, desesperada. La caja estaba tirada debajo de un asiento, abierta. La tortuguita ensayaba sus primeros pasos en medio del desconcierto. Volví a meterla en la caja y se la di a María Laura, que de a poco se calmó. Los pasajeros volvían a ponerse de pie. El chofer tenía bigotes, estoy seguro. Yo me golpeé la frente con un fierro y enseguida se me hizo un chichón. Después de un rato, arrancamos otra vez y seguimos viaje. Pasamos el Barrio Piedrabuena, después Madero, hasta que por fin llegamos a Chilavert y nos bajamos.
Miré a lo lejos, a ver si venía el segundo colectivo. Hacia atrás el día se volvía nocturno tras su manto de neblinas y rocío helado. Generalmente, caminábamos las diez cuadras hasta nuestra casa, en Ugarte y Giribone, pero a veces esperábamos el 143, o el 36, como en esta oportunidad fría, oscura, de noche otoñal cada vez más cerrada. María Laura lloraba por momentos y recordaba el choque. Los colectivos no venían más. Nuestra madre estaría preocupada. Para distraer a mi hermanita se me ocurrió prender la radio. Hablaban de la guerra. “Combaten en las islas soldados heroicos de la Patria.”
Por suerte, un 143 asomó la nariz por Avenida Cruz, en Lugano, al otro lado de la General Paz. Dio la media vuelta por Chilavert y nos levantó. El chofer nos dejó pasar sin pagar. Esta vez no tuvimos problemas. San Pedrito derecho, llegamos a Olavarría. Nos paramos y tocamos el timbre. Antes de bajar, pudimos ver el amontonamiento de gente.
Qué pasa, preguntó mi hermana. No sé, ni idea. Nos bajamos. Frente a nosotros, un grupo numeroso rodeaba el Tanque de Celina. Cruzamos la calle y nos acercamos. Nos metimos entre la gente hasta que llegamos a la parte de adelante. Allí lo vimos. Es una estampa en mi cabeza: del árbol viejo junto al Tanque cuelga un bulto pesado, oscilante.
Nadie podía tocarlo. Esperaban a un juez o algo así. Como Galileo observando las arañas en la catedral de Pisa, ahora lo sé, nosotros, ojos vírgenes, veíamos el balanceo del péndulo en aquél, nuestro primer muerto. Ahhh, gritó mi hermana. Le tapé los ojos. Yo no pude dejar de mirarlo: su figura recortando el aire, modificando ese paisaje para siempre, aunque fue sólo un momento breve, rodeado de gente pero tan solo.
Después de un rato volvimos a casa. Me acuerdo que llovía. No. Más bien garuaba. 1982. Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña.