Alejandro Filinich es actualmente alumno del taller de novela a cargo de Carlos Busqued en la Fundacíón TEM. Allí, durante el 2011, trabajó La familia, relato que aquí compartimos con ustedes.

Alejandro Filinich / Foto: Archivo autor

Mi padre me atemorizo de niño, me persiguió durante la adolescencia y me ignoro cuando me supuso un caso perdido.
Su llamaba Jesús Ernesto, el segundo nombre se lo pusieron en honor a su tío paterno, sacerdote, del que mi padre recordaba con veneración su carácter recto y las estrictas reglas que le había impuesto durante su niñez.

Sólo concedía importancia a sus propias opiniones. Salvo las que emanaban de determinados uniformes; militares o eclesiásticos, lo que opinaban los demás no tenía valor alguno para él. Su metro noventa centímetros, acompañados de su voluminosa panza conformaban una presencia imponente. Usaba anteojos ahumados, de marco cuadrado al estilo de los años setenta y vestía trajes oscuros. Nunca tuvimos otro auto que no fuera un Ford Falcon, los amaba y cada dos años lo cambiaba.

Una de sus principales obsesiones fue cuidar a mi hermana. No le permitía traer chicos a casa y las salidas en compañía de sus amigas eran perfectamente planeadas, de forma que nunca pudiera estar sola o permitirle una coartada para ver a alguien sin su consentimiento. El mismo la buscaba después de los bailes, no dejaba que otro lo haga. Soñaba que un día le encontraría un novio adecuado, de buena familia; un ingeniero o un médico y llegarían nietos varones que le darían las satisfacciones que yo no le daba.

María se parecía físicamente demasiado a el. Ojos y boca pequeña, bastante gorda y culona. Y en cierta parte había heredado también su carácter y sus formas. Vestía con ropas prácticamente de monja. La tremenda exigencia que le ponían por los estudios la transformaron en una chica taciturna y solitaria, que tuvo que usar lentes por las largas jornadas de lectura a las que se sometía. El chocolate, que comía compulsivamente a escondidas, le provocaba granos que normalmente le salían en la quijada. A los diecisiete años quedo ciega tras contraer una retinosis pigmentaria.

Al poco tiempo a mi padre le diagnosticaron Parkinson. Su salud empeoró notablemente rápido, prácticamente quedo confinado en casa, de otra forma se perdía día por medio y aparecía mágicamente en cualquier punto de la ciudad. A esto siguieron los temblores en las manos, los brazos, las piernas y la mandíbula, acompañados de espasmódicos revoleos de cabeza, tal parecía que quisiera arrancársela en uno de esas estiradas. Al tiempo se le produjo el agarrotamiento de las extremidades y el tronco. Este última síntoma se producía por períodos o eventualmente le mejoraban con la medicación. De repente podía realizar tareas simples y en otra ocasión teníamos que darle de comer y beber en la boca. A medida que estas cosas se sucedían mas seguido, su carácter se fue poniendo mas hostil y violento.

Toda esta serie de desgracias influyeron muy negativamente en su salud, solo podía moverse con mucha dificultad en una silla de ruedas y necesitaba de ayuda para todo lo que quería hacer. Los temblores se fueron haciendo permanentes.
Si cuando se encontraba bien era un autoritario, enfermo se había transformado en un tirano. Atormentaba a mi madre, que abandonó toda otra actividad que no fuese estar pendiente de el o ir a la misa de las siete.

Como ya no podía prácticamente hablar, se le dio una campana y con ella nos alertaba de que algo necesitaba. Le puse el apodo de Campanita. Solo era medianamente comprensible, unas horas por día, después de tomar las pastillas. El resto del tiempo se expresaba como un niño de dos años, uno lo va entendiendo por deducción y contexto. Muchas veces entendía lo que me estaba pidiendo, pero jugaba con el a que no lo comprendía, esto lo llevaba a la exasperación, me mostraba el crucifijo que llevaba colgado, sosteniéndola con la mano temblorosa. Intentaba levantarse de la silla y supongo que los sonidos guturales que emitía, eran insultos, descargaría conmigo sus frustraciones. Luego se quedaba sin aire, se le caía la baba y quedaba una hora inmóvil, con temblores intermitentes. Al menos no hacía sonar la detestable campana.

Cuando mi hermana estaba por perder la visión por completo la llevaron a Buenos Aires para hacer estudios mas sofisticados y encontrar un posible tratamiento. La acompaño mi madre y yo me quede cuidando de mi padre. Si bien la convivencia fue bastante problemática, resulto entretenido.

Entre otras chanzas que le hacía, estaba la de no darle la medicación a tiempo. Esto le causaba temblores y sudaba asquerosamente. Revoleaba la cabeza como una marioneta y entre probables insultos sonaba sin pausa la campana. Luego hacía como que no los encontraba durante un buen rato, hasta que le daba finalmente sus pastillas.

La otra gracia era tomarme sus Artán en combinación con Adrián, cuando estábamos puestos nos dábamos besos delante de el y hasta un día le chupe la pija en el comedor mientras el veía todo desde la cocina. No puedo negar que lo hacía para molestarlo, pero podría haberse ido, sin embargo se quedaba mirando como un masoquista. Imagino que si su salud se lo hubiese permitido, no hubiese tenido reparo en molerme a palos.

De cualquier forma, normalmente estaba en mi habitación en el segundo piso, tocando la batería con los auriculares puestos y no lo escuchaba.

Durante esas vacaciones solo en la compañía de mi padre, lo mas esperado del día era la llegada de Amalia, la chica que venía a cocinarnos. Me sentaba en frente suyo mientras realizaba sus labores, la miraba desfachatadamente; le hacía comentarios y preguntas intencionadas. No era especialmente linda, venía de Jujuy, tenía la tez oscura y fuertes rasgos del altiplano, petisa y robusta. Se quedaba en silencio, cada tanto me hacía una mirada neutra, pero me dejaba seguir, esto me calentaba rabiosamente y puesto que a ninguna otra mujer me animaba a hablarle de esa forma, me liberaba. La costumbre heredada de mi familia, a juzgar por las apariencias y poner a la gente en una escala que va desde rubios de ojos azules a indígenas y negros, me hacían tener esperanzas de que mis pensamientos de onanista se pudieran hacer realidad.

Debo aclarar ciertas reglas de esta escala de valoración humana, al final estaban los judíos y los homosexuales, sin importar color ni la proveniencia y que el dinero provocaba, en algunos casos, movilidad racial o sexual.
Por último que soy rubio y tengo ojos azules.

La ceguera de mi hermana resulto irreversible. Mi madre cayo en una profunda depresión. Paso meses sin salir de su cuarto, así que tuve que hacerme cargo de la situación. Tome los ahorros que teníamos guardados y seguí pagándole a Amalia para que siga cocinándonos. Pague la luz, el gas el teléfono y el cable y gaste algo en drogas. Compramos marihuana, cocaína y micropuntos, que eran la novedad en ácidos.

El único ingreso con el que contábamos era la pensión de mi padre, que no cobrábamos desde que mi madre se negaba a abandonar el encierro. Amalia dejo de venir el segundo mes que no pude pagarle y cortaron la TV por falta de pago, María me grito furiosa cuando no pudo escuchar el capitulo de su telenovela favorita.
La casa se había ido convirtiendo en una mugre y nos alimentábamos únicamente de hamburguesas. Entonces me propuse convencer a mi madre de que me acompañe al banco. Fueron dos semanas de conversaciones maratónicas y amables, intentando explicarle como a un niño la situación en que nos encontrábamos. Que terminaban conmigo perdiendo los estribos porque era impenetrable. Finalmente conseguí que mi hermana interviniera y accedió a recibir un escribano y un medico para obtener un poder que me permitía cobrar en su nombre.

Como se habían juntado varios meses sin cobrar la suma era jugosa, no porque fuese mucho dinero de verdad, pero dada la austeridad a la que nos vimos obligados, me parecía una pequeña fortuna. Por lo que decidí esa noche dar una fiesta, no éramos muchos; Jesús, Maruca (mi madre), María y Adrián. Invite a Amalia, pero no vino.

Compramos varios tipos de chocolates, vinos finos, champagne, sidra para Maruca, Whisky, porro y cocaína. Adrián trajo medio acido que nos tomamos mientras cocinábamos. Hicimos pollo al horno para papá, ravioles para mi hermana, sopa de verduras para mamá y cerdo relleno de panceta y ciruelas para nosotros. Pusimos el mantel que no se usaba para no ensuciarlo, a pesar de la oposición de mamá dándonos ese estúpido argumento y también sacamos las copas de cristal, regalo de bodas y que posiblemente estrenáramos. Al menos nunca las había visto fuera del mueble, salvo cuando Maruca las limpiaba sistemáticamente cada mes.

Todos parecían felices con sus sabores, Adrián eructo varias veces, esto despertó las quejas de María que, fiel a su estilo, también criticó varias veces la salsa.
La charla se hizo más agitada después de las primeras botellas de vino. Cuando yo hacía algún comentario, que mamá pensaba, podía ser inapropiado para María, me hacía señas para que me callara. Prácticamente ignoraba a su esposo y respecto a mi, en unas cien oportunidades se pregunto sobre que haría si yo no estuviera. Esta frase hacía encolerizar a María que terminaba atacándome, Maruca me defendía y terminábamos todos gritando.

Después del postre tomamos cocaína sobre la mesa, con todos los comensales allí, eso me pareció un logro, poder mostrarme tal como soy ante mi familia después de una vida de ocultamientos. Le ofrecí a María que probará, Maruca me hacía señas descontroladas con las manos, me causaba mucha gracia. Luego pensé que tratándose de un ciega eso sería una locura, por lo que me pareció mas oportuno que fumara porro, pero tampoco acepto. Le serví champagne a papá, que bebió en medio del único gesto de placer que le había visto desde su enfermedad. Me puso feliz, a pesar de que se derramo media copa encima y tuve que secar el piso en medio del festejo. Ya se había pasado la hora de las pastillas y no temblaba, conjeture que el champagne reemplazaba el efecto y le di un poco mas, que tomo sin derramar. Adrián toco la guitarra y mamá, a quien veía borracha por primera vez en mi vida, canto un tango, ella sabía que amaba que hiciera eso y mi padre lo odiaba. Mas tarde se retiro a su cuarto. Le di las pastillas de dormir a Jesús, ya no me encontraba en un estado que me permitía cuidarlo

Adrián le toco las tetas a María, acto que desencadeno una pelea a las trompadas con mi amigo y termino la fiesta con contusiones varias y algunas copas rotas. El hecho despertó la ira de Maruca, fue el final de la fiesta.

La fiesta fue la última noche de papá. Al otro día lo encontramos muerto.
Todo hijo siente deseos alguna vez de matar a su padre, yo no fui la excepción. Pero cuando la muerte sucede así naturalmente, se apagan los deseos de venganza y uno queda entre el alivio y la debilidad.
María lloro durante días, pero con los días pareció olvidar el tema.

Mamá se entero a los dos meses de ausencia y yo creo que se alegro. Estaba volviéndose realmente loca, me producía ternura su demencia. Pasaba por momentos de euforia hasta caer en profundas depresiones, de las ocasionalmente salía con los psicofármacos. Una mañana se despertaba y comenzaba a limpiar obsesivamente toda la casa para desaparecer luego días dentro de su cuarto. Lo único que la animaba era la comida, así que le daba todos los gustos, como efecto colateral aumentaba su peso considerablemente semana a semana.

Otra vez entramos en crisis económica debido a que habíamos perdido la jubilación de mi padre y mi madre se negaba a hacer los tramites para gestionar la pensión. Esos meses nos presto dinero Adrián para sobrevivir penosamente. Pensé en trabajar, pero no sabía hacer nada mas que navegar en Internet y tocar mal la batería.

Al mes siguiente Maruca accedió a acompañarme para completar los tramites para obtener la pensión, ese día tome real conciencia del cuerpo que había desarrollado; el encierro y el exceso de comida la habían transformada en una mujer obesa. Pesaba mas de ciento treinta kilos y se movía lentamente, teniendo que hacer cada movimiento con marcado esfuerzo. Entrar al taxi demando varios minutos, discutimos fuertemente porque intente ayudarla, luego lloró, la consolé, todo esto mientras se encontraba trabada en la puerta del auto y el taxista miraba impávido. Los vecinos que pasaban nos miraban casi horrorizados y ni siquiera se atrevieron a saludar.
El viaje fue traumático, protestó sin parar y le grito al conductor,
se negó luego a bajarse en las oficinas de la caja de jubilaciones y la amenacé con que las dejaría solas; la presión surgió efecto y logramos completar el trámite.

Hicimos otra fiesta, al festejo se sumo Mara, un travesti que llego con Adrián.
No fue una cena muy divertida mamá se lamento de las desgracias que le habían tocado en suerte y María le grito como una niña caprichosa y se fue chocando todo a su paso hasta la habitación. Mamá respondió cosas como desagradecida, te dedique mi vida y después de repetirlas unos minutos, se fue.

La fiesta termino en mi cuarto con Adrián y Mara. Vimos películas porno, tomamos la cocaína que nos quedaba y pedimos un delivery de urgencia.

En los días que siguieron pensé ciertamente en matarme, no porque no fuera feliz, sino porque me sentía atado a una responsabilidad que ya no soportaba. Esta idea que procesaba sin pausa, me fue llevando a perder la tolerancia hacía ellas. Les fui haciendo sentir la necesidad que tenían de mi, la dependencia que se había generado. Les mostraba mi mochila y justificaba en ello cualquiera de las cosas ofensivas y hasta lascivas que les decía. Discutimos con María, ella me hizo notar que el dinero era de los tres y que yo administraba y hacía todo lo que hacía porque quería. Producto de esa pelea, deje de cocinarle y de traerle chocolates. No nos hablábamos y la furia iba en aumento. Hasta Adrián me llamo la atención acerca de la violencia que descargaba por cualquier tontera, me lo dijo después de una ravieta a raíz de que Maria rompió un plato y llegue a pegarle. Mantuvimos una charla que me hizo sentir un salvaje, entonces intente acercarme a ellas, volver a reconstruir la familia.

Nuestra casa quedaba enfrente de una plaza muy linda, con antiguas magnolias que en primavera aromatizaban las tardes; y los Jacarandas, que eran motivo de las charlas de almacén cuando comenzaban a florecer. Esta plaza eran el escenario de los paseos de los vecinos cada tarde. Nos sentábamos con mi madre en las penumbras y espiábamos a través de las cortinas, discutíamos sobre como iban vestidas las mujeres, quien caminaba con quien y yo lo condimentaba dándole detalles de las miserias que supuestamente me enteraba por chismes. Sabía poner el condimento, dándole detalles escabrosos de las personas que no le agradaban, lo que le daba una dulce satisfacción. Con el tiempo ya no le importaba lo que le contaba, no me escuchaba. Le repetía una y otra vez las mismas historias inventadas. Ni siquiera conocíamos a esas personas. Pero ambos convenimos ese espacio de encuentro cada tarde, fue el momento que mas cerca estuve de ella.

Mamá siempre había sido una persona humilde y sumisa. Jamás imagino llegar a vivir de la forma en que vivíamos, la casa, el auto, las vacaciones y no pasar privaciones. Tomar Coca Cola en las comidas para ella significaba un lujo. Desde siempre tubo el temor a volver a la miseria en que se había criado. Venía de una familia muy pobre, lo que la obligo a trabajar desde niña. Siendo mucama en el colegio La Piedad conoció a mi padre que trabajaba allí como celador. Maruca quedó encinta y mi abuelo, ferviente católico, los presiono para que se casaran, apurado porque la panza crecía y se haría inocultable en la iglesia. Parece que a Maruca esto no le disgustaba, lo veía como un joven con futuro. De cualquier forma se hubiera casado con cualquier otro que se lo propusiera ya que ese era su único objetivo en la vida y salvoconducto para escapar de su casa. No así a Jesús, que tenía planes junto a otra novia, una chica bastante bonita e hija de un próspero comerciante. Al principio se negó al casamiento, aceptando reconocer la paternidad, pero esto significaba quedarse sin nada. Mi abuelo lo dejaba sin casa y sin mesada y el hecho de tener un hijo extramatrimonial le ponía final a su trabajo como celador en el Don Bosco. Además sabía que la situación haría inviable lo de sus planes con la otra mujer.
Mamá cedió, desde el comienzo se supo que no iba a ser un buen matrimonio. Ella se sometió y mi padre con el tiempo advirtió que le sería útil a sus panes de ascenso tener una familia sin estridencias.

Solo dos veces había escuchado a Mamá levantarle la voz a papá, el día en que se baboseo toda la tarde con su cuñada recién divorciada que vino de visita y busco luego la forma de llevarla de vuelta a casa en Punta Alta, a cuarenta kilómetros al norte.
La otra cuando se obsesiono con un candidato de mi hermana, que no le gustaba porque tenia el pelo largo y pocas aspiraciones en la vida. Lo persiguió hasta hacerlo expulsar del colegio, en el que por desgracia del pobre muchacho, papá era consejero.

De consejero en la ENET paso a Rector del colegio Don Bosco. Nunca supe como, pero en el 76 un día llego y dijo ser el nuevo interventor de General Daniel Cerri, un pueblito treinta kilómetros al sur, cercano a la localidad de Medanos. Fueron los años del ascenso social, nos mudamos a esta casa y construimos la de Monte Hermoso, donde pasábamos los veranos. Viajamos, compramos un barco, no piensen en nada importante, pero significaba el ingreso al Club Náutico, a ¨otra gente¨

Ya en democracia, cambio otra vez de empleo y paso a ENTEL, llego rápidamente a Jefe de Relaciones Institucionales de la Zona Sur, que iba desde Bahía Blanca hasta Tierra del Fuego, por lo que durante todo ese tiempo viajaba frecuentemente y según parece le encantaban las putas. Cada vez que volvía de viaje se sublevaba y trataba a mamá con desprecio, se abusaba de su poca preparación y la humillaba con ironías. Normalmente yo reaccionaba y ella hacía como que no pasaba nada y calmaba las cosas.

Una de esas tardes frente a la ventana me hablo al oído y me dijo que bien muerto estaba, hablaba con seguridad, como queriendo convencerme para que apoyara su sentencia. Fue la primera vez que me hablaba de papá desde que comenzó con la depresión. Lo hacía con complicidad, como cuando me contaba un secreto. Dijo luego que sabía que denunciaba gente que después desaparecía, que venía con la moral y toda la cantinela y andaba de putas con el atorrante de Corvalán. Que se cogía a la Urrutia, aclaró varias veces que era una sucia, esperando mi afirmación; sentí odio en esas palabras. Por último me contó que se masturbaba en el baño cuando venían las amigas de María, que lo había visto varias veces por el ventiluz del lavadero sacudiéndose el miembro con cara de degenerado. La imagen me causo asco, ella se dio cuenta y cerro la charla diciendo que nos había cagado la vida a todos.

Mamá prácticamente no caminaba. Solo salía de la habitación a la tarde para nuestro encuentro de rutina. Respiraba como un animal exhausto. No comía, en cambio prefería tomar café, chocolates y antidepresivos. Evidentemente la situación llegaba a su límite, estaba completamente chiflada; se la veía inflamada y su dieta estaba llevándola a la muerte. Tuvo una rápida declinación física que duro no más de un año. Primero decía no ver, después vomitaba una sustancia parecida a la salsa inglesa y un día quedo tiesa tirada en su cama.

La que tuve que tomar fue una decisión de vida y lo hice fundamentalmente por el bienestar de mi hermana, también del mío porque no decirlo, sin la pensión ambos estábamos liquidados. La pensión y de eso se trataba, dependía exclusivamente de que mamá viviera, por lo cual su muerte nos colocaba en una posición difícil. Pensé en que podíamos vender la casa y mudarnos a un lugar mas pequeño y vivir con el dinero restante, pero significaba una empresa para la que no me sentía preparado. Rápidamente llame a Adrián y nos reunimos en el comedor de casa los tres. Me puse ceremonioso para darle la noticia a María, tome la postura de hermano mayor y esperaba tener que abrazarla para consolarla, pero me sorprendió diciendo fríamente que ya lo esperaba. Le explique el entuerto que entendió rápidamente y después de media hora de una conversación de lo mas bizarra trazamos el plan. Coincidimos que lo primero era hacer desaparecer el cadáver, tarea poco sencilla viendo el tamaño de esa mujer sobre la cama. La solución la aporto mi hermana, en el fondo del patio existía un viejo pozo ciego, cuando éramos pequeños le colocaban una cinta para que no nos acerquemos, después le pusieron una tapa de cemento, el pozo permanecía allí debajo.

Intentamos moverla de diferentes formas sin ningún éxito, solo logramos tirarla de la cama y girarla ciento ochenta grados para poder tomarla de las piernas, pero después de un esfuerzo agotador apenas la movíamos unos centímetros. En los últimos intentos nos echamos a reír pues la situación no podía ser mas loca.

Usamos la alfombra del living para llevarla al fondo, corrimos con la ayuda de una barreta la tapa del pozo y sin mas ceremonia, tiramos a mamá y volvimos a colocar la tapa.

Adrián encendió un porro y lo fumamos en silencio, nos quedamos mirando las estrellas, como si en ese cielo estuviese la respuesta a alguna pregunta que no terminábamos de hacernos.

 

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