Compartimos en el ciclo de textos de los lunes, Instinto argentino, cuento del escritor Claudio Weissfeld, que actualmente cursa el taller de novela a cargo de Carlos Busqued en la sede de la Fundación Tomás Eloy Martínez.


Por Claudio Weissfeld*
Vale abrió la puerta y me saludó con un beso largo. “Recién llegamos del super”, dijo, me agarró de la mano y me llevó por un pasillo hasta la cocina. El piso estaba lleno de bolsas de nylon. Los padres sacaban cosas y las ponían sobre una mesa.
—Mamá, papá, les presento a Matías —dijo Vale—. Elena… Oscar… —anunció, mientras me acercaba a saludarlos.
Le di un beso a la mamá. Con el padre no supe. Tal vez no estuviese acostumbrado a saludar con beso, pero podría quedar antipático si sólo le daba la mano, más todavía en el día de su cumpleaños. Todo terminó en un débil apretón de manos, seguido por un beso en el aire y un abrazo desinflado.
—Sentite como en tu casa, Matías— dijo Elena. Sostenía un frasco de aceitunas.
—¿Puedo… puedo quizás ayudar en algo…? —pregunté.
—No, no. No hace falta —respondió Elena. Su voz era agúda y áspera—. ¿Por qué no van al jardín, Vale? La noche está hermosa.
Pero Vale empezó a meter botellas de Coca en la heladera. Me quedé ahí, apoyado contra la pared, sin hacer nada, y de repente me di cuenta de que me había olvidado de felicitar al viejo.
Oscar sacaba pedazos de carne de una bolsa y los colocaba sobre una tabla de madera. A pocas horas de cumplir 48 años, parecía un tipo que había asumido su vejez antes de tiempo. Era flaco, pero usaba una chomba holgada. Se paraba encorvado, como si tuviera una joroba, pero su espalda era recta. Tenía puesto un pantalón de pana azul.
—Espero que esta vez no te ocupes de todo vos, Oscar —dijo Elena. Hablaba rápido. Las oraciones parecián una sóla palabra larga. Oscar no respondió —. Porque en tu cumpleaños no podés estar todo el tiempo ahí atrás en la parrilla, yendo y viniendo.
—Los asados siempre los hago yo, Elena. Es así la cosa. En esta casa…
—Ya sé, amor, ya sé —interrumpió ella, mientras rompía la punta de una baguette—. Lo que pasa que al final, viste, no estás ni un minuto con tu familia —dijo, y se comió el pedacito de pan.
Sobre la pila de carne cruda, Oscar ahora colocaba una tira de morcillas. Meneaba la cabeza. Parecía resignado.
—Oscar —dije, y la que se dio vuelta fue Valeria. Sonrió. Me separé de la pared y me acerqué a la pila de carne —. Mire Oscar. Si le parece… yo no soy un experto, pero si quiere me hago cargo del asunto.
Lo dije y la miré a Vale, rogando que ella reacccionara, que dijera la verdad: “No seas ridículo, si vos nunca en tu vida hiciste un asado”. Pero no. Vale siguió sonriendo, en silencio, y me acarició el hombro. Quizás nunca le había contado acerca de mis limitaciones. No recordaba si alguna vez le había dicho que en mis 27 años de vida, no sólo no había hecho un asado, sino que había sido, y aún era, de aquellos que ni se acercan a la parrilla, de esos que esperan al lado de la mesa, tomando Cinzano, y engañando al estómago con palitos y papafritas.
—Tómelo como mi regalo de cumpleaños —agregué. Elena y Oscar se miraron y asintieron.
—¿Estás seguro, che? —preguntó Oscar. Entonces supe que no había vuelta atrás.
Levanté la tabla de madera y salí decidido hacia el jardín. “Yo preparo la picada”, escuché que decía Valeria, mientras la puerta vaivén se cerraba con un golpe.
Lo primero que vi fue, al lado de un árbol tupido, una mesa larga, frente a la cual estaba sentada una vieja de rulos canosos, con una blusa cerrada hasta el cuello, como si fuera pleno invierno. Cuando me vio pasar, levantó el bastón y meneó la cabeza. Arqueé las cejas y moví levemente la tabla, como mostrándole la montaña de carne. Le pude haber dicho que soy el novio de Vale, que usted debe ser la abuela, que me han hablado mucho de usted, que cómo le va, que ahora voy a saludarla, pero seguí mi camino hacia el fondo.
El pasto estaba recién cortado, la noche despejada y las ojotas golpeaban contra mis pies con cada paso corto. Me sentía como el estudiante que entra a dar un exámen confiado, a pesar de no haber estudiado nada. Después de todo, es un asado, pensé. ¿Quién dijo que hay que ser un artista para cocinar un cacho de carne? El sólo hecho de tener un cuarto de vaca muerta entre mis manos me parecía fascinante. Alguna vez había tirado un bife a la plancha, o una hamburguesa. Pero esto eran como diez kilos de carne, pura y cruda, y por un momento tomé conciencia de que el asado, al final, no es más que cuerpo muerto y fragmentado. Lo dejé sobre una mesada. Respiré hondo, di un paso hacia atrás y me quedé mirando la parrilla, con los brazos en jarra. Debía actuar sin titubeos, y dejarme llevar por el instinto argentino.
Abrí los armarios de abajo y encontré tres bolsas de carbón, un atado de maderitas y un diario medio amarillento. Diez minutos después, una columna de fuego hacía saltar chispas que reventaban contra la chimenea. Fue fácil: cuatro bollos de papel, las maderas debajo del brasero y un fósforo. Química pura, qué tanto joder. Me quedé un rato parado, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en las llamas. Después me di vuelta. Vale cruzaba el jardín con una bandeja de maní, queso y aceitunas.
Me acerqué a la mesa y ahora sí saludé a la abuela, que me dijo algo como que al fin nos conocemos. Tenía puesto un perfume que olía como la segunda guerra mundial. Al rato apareció un tipo que se presentó como Ricardo, el tío de Valeria, mucho gusto, ésta es Mirta, mi mujer. Charlamos un rato sobre qué linda está la noche y lástima que haya mosquitos y habría que prender luces amarillas para repelerlos. O espirales, acotó la abuela, mientras pinchaba un cubo de queso pategrás.
—¿Saben que hoy Mati se encarga del asado? —dijo de repente Vale. Yo estaba justo masticando una aceituna, a punto de escupir el carozo, cuando todos se dieron vuelta y me miraron.
—¡Mirá que bien! —exclamó Ricardo.
—Sí, sí… estoy en eso —respondí apuntando hacia la parrilla, el carozo todavía bailoteando en mi boca.
—¿Qué marca de sal usaste para salar la carne? —preguntó el tío, mientras agarraba un puñado de maníes.
Primero me quedé en silencio. Después intenté responder algo.
—¿Qué marca? Este… no sé, todavía no…
—Porque Dos Anclas dicen que es cancerígena —interrumpió.
—¿Ay, Ricardo de dónde sacás esas cosas? —gritó Mirta desde el otro lado de la mesa.
—Qué sé yo, me llegó un mail.
—¿Cómo puede ser cancerígena la sal, Ricardo? Es un producto natural.
—Eso no tiene nada que ver —respondió—. Mirá el agua de los arroyos en Bariloche. Es natural. Y trae cagadera.
—Sos un desubicado —dijo Mirta.
Ricardo se sirvió una copa de vino y se sentó al lado de la abuela, en silencio. Yo escupí el carozo al pasto y Mirta me vio. No dijo nada.
En ese momento, se oyó un murmullo que venía de la cocina. Llegaban más invitados, que dejaban fuentes con ensalada y potes de helado, mientras saludaban a los padres de Vale. “No te hubieses molestado”, repetía Elena cada dos minutos. Oscar agradecía los regalos. Lo vi saliendo de la cocina con un compact en la mano. “No lo tengo, en serio, mil gracias”, le decía al tipo que salía detrás suyo. “Es de Enya. Moderno, tipo new age. Creo que te va a gustar. Cualquier cosa, lo cambiás”.
Para cuando la tromba de familiares llegó a la mesa a cruzarse besos y saludos, yo ya estaba de nuevo en el fondo, refugiado en mi tarea. No había calculado el tiempo desde que había prendido el fuego, pero supuse que era suficiente. Así que moví las brasas y desplegué la tira de chorizos sobre la parrilla. Después tiré la carne. Y las morcillas. Y entonces, el ruidito de la carne quemándose, ese sonido crujiente, que indicaba que sí, que el milagro ocurriría, que el cadáver se convertiría en alimento. Pensé en agregar más carbón y abrí una bolsa, pero después dudé. Además, justo en ese momento se acercó Oscar. Se lo veía relajado, a pesar de su vestimenta.
—¿Te arreglás con todo, che? —me preguntó.
—Sí, sí, Oscar, despreocúpese. Disfrute de la fiesta.
—¿Ya tiraste el lomo?
—Sí, claro —le respondí.
—Está bien —comentó —. Algunos prefieren tirarlo más tarde, como para que salga jugoso y no se pase. Pero… —se encogió de hombros— no me voy a meter. Cada uno lo hace como quiere.
—Totalmente —afirmé.
Me asomé a la parrilla a ver si distinguía el lomo de los demás pedazos de carne. Por las dudas, pinché uno, el que me parecía que tenía más forma de lomo, y lo puse a un costado. Oscar me miraba, cruzado de brazos.
—Lo muevo un poco —comenté. No dijo nada.
Me alejé un metro de la parrilla y me puse a su lado. El sonrió, no sé por qué. Yo también. Nos quedamos mirando el fuego. Durante esos cuatro minutos, lo único que se escuchó fue el ruido de la carne resquebrajandose. Cada tanto cruzábamos una mirada y asentíamos, o nos rascábamos un brazo. “Mosquitos”, murmuré en un momento, pero nada más. Creo que no me escuchó. Cuando ya estaba por decir “muy linda su casa”, Oscar rompió el silencio.
—¿Qué hora es?
Estiré la mano para mostrarle el reloj.
—Uy. Bueno. Tengo que atender a la familia. Avisame si necesitás algo, eh —dijo y enfiló hacia el jardín, y de repente me acordé.
—¿Sabe lo que me vendría bien, Oscar, si no es mucha molestia?
Oscar se dio vuelta y me miró.
—Sal. ¿Tiene?
—¿Pero no salaste la carne todavía? —preguntó, y empezó a acercarse de nuevo.
—Es por la abuela —dije, casi gritando—. La presión alta… mis abuelos no comen sal y… pongo la sal después. Sal siempre se puede agregar después —sentencié.
Oscar se quedó mudo. Después dijo algo como que sí, que es verdad, ahora te traigo un poco de sal gruesa.
—Mil gracias — dije, y le di una palmada en la espalda.
Levanté la parrilla, agregué carbón y la volví a bajar. Así que la cosa es con sal gruesa, reflexioné. Y depués también pensé si no me había ido un poco al carajo con la palmada en la espalda. Pero no era momento de mortificarse: Vale llegaba con una copa de vino. “¿Cómo anda ese fueguito?”, preguntó. Le di un beso y le dije que estaba hermosa.
Detrás de ella venía una chica que se presentó como Rocio, la prima de Vale. “Y él es mi novio”, dijo, apuntando a un pibe de no más de veinte años, que me estrechó una mano floja, desganada, como un pañuelo de seda. Vale y Rocío se nos quedaron mirando. Tal vez esperaban que nos pusieramos a charlar, como si la condición de no-miembros de la familia, nos convirtiera automáticamente en amigos inseparables. Qué tal che ¿todo bien? sí, todo en orden ¿vos? sí, bien, me alegro, nos dijimos. Tomé un trago de vino.
Valería y Rocío se pusieron a hablar acerca de la familia. Nos decían que nos íbamos sentir cómodos, que eran todos buena onda. Pero el novio de Rocío miraba para otro lado. Miraba para el lado de la parrilla, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón pinzado, y los zapatos náuticos golpeando suavemente el pasto, como si siguieran los pasos de baile de un ritmo que muere de a poco.
—¿Querés que te de una mano con eso? —me preguntó de repente, con una voz flaca y monocorde.
—Para nada —le respondí.
Mientras tanto, el jardín se llenaba de invitados. Elena y Mirta ponían platos y vasos sobre la mesa, mientras el tío Ricardo descorchaba botellas de vino tinto. Y la abuela ya había abierto al medio un pedazo de pan, como esperando que un chorizo crocante lloviera del cielo.
Fui a dar vuelta la carne, pero me pareció que estaba cruda todavía. La dejé un rato más. Algunas brasas se apagaban y entonces decidí agregar más carbón. Para no ensuciarme las manos, levanté la bolsa y la dí vuelta sobre el brasero. Agarré dos hojas de diario, las hice un bollo y las prendí fuego. Quise poner maderitas, pero ya no quedaban más. El papel terminó incendiándose solitario, a un costado. La parrilla estaba cada vez más fría, pero la carne todavía hacía un poco de ruido.
Aparecieron dos nenas de unos siete años que corrían por el jardín a los gritos. Al verme, una de ellas se frenó y fue hacia donde estaban Vale, Rocío y el novio. Le dijo a Vale algo al oído y ella le respondió susurrando: “Sí es él”, y me señaló con el dedo. La nena me miró y empezó a acercarse. Tenía el pelo lacio y los ojos grises. Parecía una propaganda de teléfonos celulares.
—¿Vos… vos sos el gran asador? —preguntó con una vocecita titubeante. Los demás se rieron, sobre todo el novio de Rocío. “Es re divina”, decía.
—Sí, yo soy el asador ¿Y vos cómo te llamás? —pregunté. La chiquita salío corriendo hasta donde estaba Rocío y se abrazó sus rodillas. Pendeja del orto, pensé, y me di vuelta para ver qué hacía con mi asado.
Vale y Rocío volvieron a la mesa. Agarré un tenedor y me quedé quieto, delante de la parrilla, con la copa de vino en la mano, mirando. La carne estaba definitivamente muda y las brasas eran un conjunto de cenizas blancas, con unos pocos destellos naranjas. Me di vuelta y vi al novio de Rocío, que me miraba. Y entonces todo se volvió opaco.
Lo que hacía algunos minutos era la parrilla de una restaurant turísitico en Puerto Madero, ahora me parecía un cementerio de chispas, con seis pedazos de cuero blando y una cadena desprolija de salchichas gordas, con olor a chancho crudo. De un trago, liquidé el vino que me quedaba, que era mucho, y dejé la copa sobre la mesada. Apoyé una mano sobre la parrilla. Era como si el fuego nunca hubiese existido.
A mis espaldas, empecé a escuchar los pasos que pisaban cada vez más cerca. Y mientras duraron esos segundos, sentí que me hundía en un pantano ¿Para qué me había metido en esa selva? Pero la puta madre que lo pario, dije, creo que en voz alta, y le pegué un puñetazo a la chimenea.
Agarré lo que quedaba del diaro, cerré los ojos y empecé ventilar con todas mis fuerzas, con la ilusión de que, al abrirlos, ver un torrente de lava volcánica fluyendo bajo el lomo, o el cuadril, o lo que carajo fuera. Pero sólo se levantó un humo gris, espeso, y volaron unas pocas cenizas. Y apareció la mano. Esa mano floja apareció sobre la parrilla y la tocó, como un sonámbulo que palpa las paredes en la oscuridad. Ahí al lado, frente a mi parrilla, estaba el novio de Rocío, desaprobando con la cabeza. No me miró. Se pasó una mano por el pelo rubio, desató el sweater azul que llevaba anudado al cuello, lo dejó sobre la mesada, y me quitó el tenedor de la mano.
Me quedé al lado, mirando, mientras él subía y bajaba la parrilla, daba vuelta y vuelta la carne, y prendía llamas de fuego que de alguna manera terminaban en brasas incandecentes. En un momento apareció Rocío, cargando un pimentero, un frasco de chimichurri, y un tarro de sal gruesa, marca Dos Anclas.
—¿Esto es lo que hacía falta? —preguntó, y él dijo que sí.
—Esa sal… —dije. El novio de Rocío, transpirado, inclinado sobre la parrilla con un tenedor en la mano, me clavó una mirada fija. Y me callé. Me di vuelta. Lo que yo dijera ya no le importaba a nadie. En la mesa los familiares comían rodajas de salame, y tomaban. No sabía si ir, o si quedarme al lado de la parrilla. No sabía nada.
Cuando nos sentamos, Vale se hizo a un lado y me dejó un lugarcito en la banqueta. Me acarició el hombro y me dio un besito suave.
—Estuviste muy bien, igual —dijo.
El novio de Rocío llegaba con los chorizos y algunos pedazos de carne.
—Primero a la abuela —dijo, casi cantando, mientras colocaba un chorizo mariposa sobre el pedazo de pan abierto al medio. La vieja sonrió.
El novio de Rocío empezó a dar la vuelta a la mesa, repartiendo la carne y volvió hacia la parrilla con la bandeja vacía.
—Esta vez los jovenes se ocuparon del asado —anunció Elena.
Se oyeron comentarios como “mirá vos”, y “ah, pero qué bien”.
—Por fin Oscar puede compartir una cena con su familia en vez de estar pendiente todo el tiempo de la parrilla —acotó.
—¿Así que al final vos te tuviste que encargar de todo? —me preguntó Mirta.
Lo miré a Oscar, buscando un gesto de apoyo, o de desaprobación. Quería que gritara, que golpeara la mesa, que me insultara delante de todos. Oscar cortó un trozo de carne y se lo metió en la boca. Masticó.
—Te salió bien, pibe —dijo y tomó un trago de vino.
Hubiese querido tener 5 años y sonreír, pero el mundo era una mierda, y en ese momento alguien propuso un brindis.
*Claudio Weissfeld es un ex escritor en actividad. Es decir, alguien que supo escribir ficción y actualmente lucha por volver a redactar algo coherente (por eso comenzó el taller de novela de la Fundación TEM, con Carlos Busqued). Mientras estuvo activo, publicó una novela (El Desgrabado, Libros del Zorzal, 2003) y escribió un puñado de cuentos, entre ellos, el que aquí se publica. Luego tuvo un blog, pero lo cerró porque no tenía nada interesante para postear. Actualmente trabaja como subeditor de la revista JOY y de su página web.

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