En nuestra sección de los viernes, el escritor argentino Carlos Ríos, autor de Manigua (Entropía, 2009), nos recomienda para leer el fin de semana Nueve noches, novela del brasileño Bernardo Carvalho, recientemente editada por Edhasa.

Por Carlos Ríos*

En El mar, un libro excepcional de John Banville, el historiador de arte Max Morden reflexiona: “Llevamos a los muertos con nosotros hasta que también morimos, y entonces es a nosotros a quien llevan durante un tiempo, y luego nuestros portadores caen a su vez, y así sucesivamente en todas las generaciones imaginables”. Hacia el final de Nueve noches, novela de Bernardo Carvalho (Río de Janeiro, 1960), el narrador trata de dormir durante un viaje en avión, “aunque más no fuera para acallar a los muertos”. Lo que en Banville es el reconocimiento de un proceso de decantación natural -desde una óptica abiertamente religiosa- se transforma en el libro de Carvalho en una autoexigencia de sosiego espiritual, luego de transitar un interminable recorrido con el propósito de hacer hablar a los muertos, en especial al joven antropólogo Buell Quain, quien se suicidó en el año 1939 en Brasil, cuando hacía su trabajo de campo en un asentamiento indígena krahô.
El punto ciego de este enigma -¿qué hizo que Quain tomara semejante determinación?- empuja al narrador a sumergirse, a partir de una insignificante mención en un periódico, en archivos, cartas, fotografías, entrevistar con ánimo de reportero o detective a cualquiera que pudiera saber algo, atando cabos por acá y por allá, con la intención a medias velada de servirle a la ficción una historia cuyos datos medulares quedaron sepultados hace décadas. Y más: a la manera de Quain, hace su experiencia etnográfica en una aldea krahô, con resultados semejantes, por desafortunados. El rastreo del etnólogo norteamericano -un profesional promisorio al momento de encontrarse con Lévi-Strauss en Brasil- significará también un viaje al mundo de la infancia con su padre y la presencia de los indios allí, en un lugar selvático donde, a sus seis años, descubriría la representación del infierno.
A la par, un hombre que conoció a Quain y lo recibió en su casa en Carolina, último poblado antes de ingresar en territorio indígena, es el narrador-testigo que ofrece, con un estilo pretendidamente literario, propio de los años cuarenta en Brasil, una versión contemporánea de los hechos, no exenta de misterio y embebida de cachaza y de contrastantes hipótesis. Esta voz intercalada, que a simple vista podríamos considerar como el contrapunto del narrador/novelista o una estrategia narrativa que le permite al lector recuperar información a partir de un sujeto más próximo a Buell Quain, es más bien una voz que se dedica a abonar el terreno de la inestabilidad, el relato inconcluso y el oscurecimiento de los hechos. Estas dos voces superponen una variedad de anécdotas en torno al etnólogo, aunque intervienen en la novela sin escucharse jamás, y el diálogo es apenas una conjetura irresuelta en la mente del lector. Ambos discursos -uno más “literario”, otro más cercano al registro periodístico- empujan el lenguaje, lo precipitan en la madeja de lo real hasta un límite infranqueable, el que imponen la muerte y el silencio. Así, verdad y ficción se mimetizan de un modo tan intenso como perturbador: una máscara construida con el más puro suspenso.
Nueve noches (Edhasa, 2011) arranca en su punto más alto: “Entrará en una tierra donde la verdad y la mentira no tienen ya los sentidos que lo han traído hasta aquí (…) Cuando usted venga en busca de aquello que el pasado enterró, precisará saber que ha llegado a las puertas de una tierra donde la memoria no puede ser exhumada, pues el secreto, único bien que se lleva a la tumba, es también la única herencia que se deja a los que quedan”. Bernardo Carvalho asume el riesgo y dobla la apuesta en cada página, en una novela que, como los grandes libros, tiene “de todo”: baste nombrar como obsesiones narrativas la paternidad, las relaciones de parentesco, el deseo, el amor y la culpa, el sentimiento ambiguo que produce el otro desconocido, el reduccionismo de las ciencias sociales, la defensa de la identidad por la vía de la resistencia y la oposición, el paternalismo etnológico y la mirada extranjera, también las tensiones políticas traducidas en batallas culturales.
En algunos pasajes, el libro pareciera absorber esa tensión constante y “teñida de ambigüedad” que, en palabras de Philippe Descola, investigador y discípulo de Claude Lévi-Strauss, mantiene la etnología con la literatura. Tensión que hace del profesional un guardián celoso de su estilo, bajo riesgo de “elevar a la etnología a la altura de un género literario”. La cuidadosa traducción de Leopoldo Brizuela nos deja ver estos y otros universos en un libro que ya es un clásico contemporáneo de la literatura brasileña.
*Carlos Ríos nació en Santa Teresita en 1967. Es autor de los libros de poemas Media romana (ediciones el broche, 2001), La salud de W.R. (dársena3, 2005), La recepción de una forma (bonobos, México, 2006) y Nosotros no (Ediciones UNL, Santa Fe, 2011, en prensa); de las plaquetas La dicha refinada (dársena3, 2009) y Háblenme de Rusia (Goles Rosas, 2010); de la novela Manigua (Entropía, 2009) y de los relatos A la sombra de Chaki Chan (Trópico Sur Editor, Uruguay, 2011) y El artista sanitario (Postales Japonesas, 2011, en prensa). Vivió en México entre los años 2002 y 2009.

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