A 20 años del fallecimiento de Federico Fellini, y a 50 del estreno de 8 ½, recordamos al gran maestro del cine italiano con un reportaje escrito por Tomás Eloy Martínez, tras su encuentro con él en Italia durante el rodaje de Julieta de los espíritus. La nota fue tapa de la mítica revista Primera Plana, y se publicó el 17 de noviembre de 1964. Hoy la reproducimos completa.
En los pinares de Fregene, a 35 kilómetros de Roma, el secretario de redacci6n de PRIMERA PLANA, Tomás ELOY Martínez, entrevistó a Federico Fellini una semana antes de que terminase ha filmación de su novena obra, Giulietta degli splriti. Fue un encuentro laborioso, porque el realizador italiano detesta conversar mientras trabaja. Sólo la intercesión de su mujer, Giulietta Masina, quien le franqueó a Martínez la entrada a su casa de descanso, en el propio Fregene, permitió que el reportaje se consumara. Esta es La historia:
“A ver, ¿dónde está el payaso?”
El hombrecito se paró sobre el asiento de su Lancia sport, aferrándose al parabrisas. No dejaba de aullar.
“¡Vamos, payaso! ¡Ya es tarde!”
Pero como si nada. La casa seguía a oscuras, muda, era un sarcófago resplandeciendo tras su cerco de ligustros. A la distancia se oía el suave rugido del mar golpeando contra la playa de Fregene, mientras los pinos se incendiaban de repente, castigados por los reflectores y los arcos voltaicos. El Lancia sport apuntaba su nariz hacia el portón de la casa, defendiéndose a duras penas de un cartelito desvencijado, a punto de caerse, con unas letras sucias que dectan: Villa Fellini. La carretera estaba vacía, cortada sólo por algunas botellas rotas de gin. Más allá de los pinos, los aldeanas picaneaban a sus bueyes, orillando las parvas de trigo, sin camisa, con el pecho abierto al Sol. Eran las 6 de la mañana, pero ya descendía desde Roma un calor insoportable.
El portón se abrió, y Federico Fellini, con la cara roída por el sueño, asomó en pijama, restregándose la nuca.
—Cállate de una vez, Donovan —le dijo al hombrecito—. Acabo de acostarme.
Se volvió después hacia la casa, mientras Donovan enfilaba el Lancia por una veredita de lajas.
—No me grites payaso delante de los vecinos —refunfuñó Fellini.
—¿Qué debo decirte, entonces?
—Elige cualquiera de estas cosas, Donovan: o Papá, o Borracho o Billie Burke. Pero no me digas payaso. No quiero que la gente sepa quién soy.
Al rato salió de la casa devorando un enorme pan con mermelada, y se sentó al borde de la pileta, entre dos olivos enanos. Su nuez le subía y bajaba por la garganta como un relámpago. Donovan dormitaba sobre el volante del automóvil: parecía apaciguado,
—Giuliettina… —llamó Fellini con una voz dulcísima, una melosa guitarra todavía empastada por el sueño.
Ella le ladró como un cuzquito, desde la cocina, Voy voy, hasta que por fin irrumpió en el jardín, agitada, mojándose los labios con la lengua, sin saber cómo moverse dentro de sus ropas: un pantalón del Tibet, dorado, con dragones en las rodillas, y una chaqueta de rojo hiriente, que desafiaba al rojo de sus zapatones en punta.
—¿Qué tal? —dijo Giuliettina,
—Pésimo, amor mío —roncó Fellini—. Creo que hoy no podré soportarte.
Se tomaron de la mano y salieron a la carretera, con Donovan por detrás, Qué haces, papá, Billi Burke? ¡Te has olvidado el sombrero australiano!, pero ellos ya estaban en el pinar, golpeándose el vientre y los muslos entre las tempestades de reflectores, dos gimnastas desesperados por lanzar sus jabalinas.
Primero, la mentira
Llevaban ya tres meses trabajando en Giulietta degli spiriti, el film número 9 de Fellini, pero ese día asaltaban por primera vez los bosques da Fregene, después de hervir en los estudios Safa, sobre el monte Palatino, desde el principio de julio hasta la mitad de agosto, y de relajarse por fin a medio kilómetro del pinar, en la misma playa donde moría La dolce vita. Ahora, para Federico y para Giulietta Masina, su mujer, todo era cuestión de desperezarse, comer un pan con mermelada y cruzar la carretera: el País de la Maravillas estaba justo enfrente, con sus cardenales disfrazadas de tigre, sus modistillas convertidas en galeotes y sus palanquines inflándose y llenándose de redes, un molusco por la tarde y un globo Montgolfier por la noche, siempre con Giulietta sollozando entra almohadones morados.
Federico se hizo un ovillo bajo la cámara Mitchell, le sopló algunas frasecitas al fotógrafo Gianni di Venanza y se arremangó, antes de preparar la toma 719.
—No me hagas llorar otra vez —le suplicó Giulietta, que esperaba en cuclillas debajo de un pino—. Ya he llorado bastante, Federico. Voy a ponerme histérica.
Pero como si no la oyera: Fellini se restregó la nariz furiosamente, tomó un frasquito con glicerina y le arrasó la cara de lágrimas sin decir sí o no, consolándola apenes con su cara de totem.
—Eres un mentiroso Federico —le dijo Giulietta—. Te adoro porque eres un mentiroso.
Una giganta vestida de gasa revoloteó sobre el césped, con una probeta entre las manos, y acabó por derrumbarse junto a la Mitchell.
—Todo está listo —dijo Fellini—. Empecemos.
Di Venanzo descargó dos reflectores sobre los pómulos acuosos de la Masina. La giganta rompió a hablar: “Estás equivocada, Giulietta. Si me miras a los ojos, encontrarás el Paraíso.” Las manos le temblaban; eran imponentes, afiladas, con las uñas en tirabuzón: la probeta le desapareció en la garganta, de repente, como si la giganta se la hubiese aspirado.
La escala de Jacob
Atrás, una casa blanca, de dos pisos, empezó a colmarse de gitanas, marineros daneses, levantadores de pesas, mucamos de librea verde, damas del siglo XV arrastradas en palanquines, Satanases mugiendo bajo las botas de un San Miguel violáceo. Federico le dijo a Donovan que los hiciese callar. Donovan no se movió; tomó el megáfono y les gritó: ¡Asnos! El tumulto se apagó en el acto.
Ya desde lejos, la casa parecía mágica, con sus enredaderas relucientes y su césped casi plateado, como si todo el verde y la escarcha y el agua de Fregene estuviesen esperando allí, brotando ciegos en cada resquicio. De cerca, tanta maravilla parece desgastada: las hojas son de plástico, el césped de paja pintada, las paredes de papel. Adentro, se apelotonan una mesa romana del siglo XVIII, un secretaire florentino del 400, una cama española, algunas rejas traídas desde Sevilla, entre cataratas de luces difusas, rosadas, ocres, anaranjadas, regaladas a Fellini por la joyería Tiffany’s, de Nueva York.
No es cierto que Federico esconda la historia de Giulietta: la cuenta a izquierda y derecha, la discute a los gritos con Tulio Pinelli, su libretista, la desliza sin cansarse en las orejas de Donovan, seguro de que él volará con su Lancia sport hasta la Piazza del Popolo, en Roma, y se vanagloriará repitiéndola. Pero los diarios desfallecen por las mentiras de Fellini; sólo esperan que él lo pida para ser sus cómplices: hasta ahora, ni uno solo ha cedido a la tentación de contar el film, de dispersar los pelos y señales que conocen.
“Soy una espiritista”, es lo primero que dice Giulietta en la obra. Está sentada ante una mesita de mármol, invocando a Jacob, entre otras tres mujeres con vestidos de hule: son gente normal, cocinan o escriben o pintan, pero Giulietta las ve como si hubiesen huido de una redoma, con la cabeza gris y revuelta, un tembladeral donde se pasean sapos y serpientes. Una es Valentina Cortese, y tiene el aire de un clown; las otras dos son Sandra Milo y Catherina Boratto: se las ve escuálidas, flotantes, fantasmales. Están hablando de Dios, de la parapsicología, de la sabiduría hindú, “de todo aquello que ayer —como dice Fellini— se llamaba magia”.
—Quisiera representar a Dios como un prado florido —imagina Sandra Milo, con los ojos en blanco.
—Para mí —vacila la Cortese, mordiéndose los labios—, Dios es un hombre hermosísimo, la señal del Amor y de la Fuerza.
Para Federico, el nombre de Dios se pronuncia de otra manera.
Ego sum qui sum
Ahí está, como un toro, de bruces sobre el falso césped, con la nuca sudando sin agotarse. Cada vez que respira, el pulóver negro se le sale de madre, el jersey de la cintura le trepa basta la mitad de la espalda. De sus pulmones brota un zumbido, como si pasase una manga de langostas. No se le ve la cara: se la ha cubierto con el sombrero australiano, una lona celeste con las alas abrochadas a la copa.
—Me gusta masticar la tierra —suspira—. A los tres años me intoxiqué con un terrón. Soy un tipo realista, ¿sabe?; por eso todo lo que cuento es irreal.
Se calla, atisba qué tal han caído sus palabras espiando por debajo del sombrero.
—Al principio, creí que Giulietta iba a ser un fi.lm sobre la videncia. Después mi mujer y Ennio (Flaiano, otro de los libretistas) me hicieron golpear las astas contra la pared, por idiota. “Nada de magia, dijo Giulietta, esas son cosas de dilettante.” Me puse a trabajar de nuevo: soy torpe para imaginar —miente—, y las historias realistas me dan vómito. Así que concebí una Giulietta lunática, fabuladora, en cuya cabecita los platos de spaghetti parecen un tropel de buitres. Este film no es su historia, es la historia de su imaginación. Por eso elegí el color, porque sus ideas son chillonas, fosforescentes: quise que también el color se moviera.
Giulietta le saca la lengua detrás de un pino, pero Federico simula que no la ve. “¡Te aborrezco!”, ronca, sin quitarse el sombrero. Es todo lo que ella espera para corretear y hurgarle el lóbulo de la oreja con una pajita.
—Por la mañana voy a la cartomántica y al profesor de Zen; por la tarde tomo clases de yoga y rezo un rosario. Por la noche no puedo decirle lo que hago —cuenta Giulietta, como si recitase una lección—. Este film es para las mujeres lo que Ocho y medio era para los hombres: les enseña a quitarse el lazo.
—¡Mientes, eres una condenada mentirosa! —truena Fellini, arrojándola contra el césped. Ella se ríe, vuelve a sacarle la lengua—. No le crea, Ocho y medio no tiene nada que ver con esta maravilla que estoy haciendo: Giulietta degli spiriti. soy yo. En el Carnaval me gusta disfrazarme de mujer.
Ahora muerde un sandwich que le ha traído Donovan, traga una puntita del pan y tira el resto sobre la carretera. Los ojos se le han puesto tensos, como una lámina de vidrio.
—Soy un artista, hijo mío —pontifica—, pero vivo de una manera espontánea. Casi no leo, sólo voy al cine tres veces al año, cuando repiten La dolce vita o cualquier otra de esas genialidades. Los domingos voy a misa, de puro curioso, a ver si descubro algún estímulo fantástico. La misa es como la magia, pero Dios no, a Dios hay que pelearlo.
—A los 13 años comulgué por última vez. La hostia me pareció sosa y no quise probarla más. Soy un cristiano, un ser tolerante, sin conflictos con los demás ni conmigo mismo. Pero no tengo fe. Prefiero la confianza. La fe es torpe, irracional, un remolino que no permite pensar. La confianza es más humana, no nos aplasta las narices contra los dogmas y los códigos. A veces me despierto en medio de la noche, me miro al espejo y la sacudo a Giuliettina para que me vea. “No me parezco a Cristo?”, le pregunto. Ella siempre dice que sí.
Detrás de las parvas muge un buey. No queda ni un solo pino en ese recodo de la carretera, y la tierra es una sorda llamarada agitándose bajo el mediodía. Al fondo, está el mar,
Federico traza con los dedos un dibujito en el aire. “Giuliettina”, dice.
Un ser ordinario
“Nunca se me ocurrió un personaje más simple que Giulietta: es una criatura alegre, educada por las hermanas del Corazón de Maria, sin otro amor que el de su marido. Una mañana, mientras está oyendo en su dormitorio una canción de los Beatles, advierte que él la engaña. Es una sensación sucia, temblorosa, como cuando uno se acuesta sobre sábanas húmedas, ¿Qué cree usted que hace?”, pregunta Fellini.
“Desesperarse, llorar todo el tiempo”, es la respuesta que él está esperando. Pero no, Giulietta se entrega enfebrecida al consuelo de las adivinas, de los maestros de ikebana, de las profesoras de cultura física. Sin darse cuenta, un poco más todos los días, va enterrándose entre falsas amigas y fantasmas, como si estuviese en el País de los Espejos, entre el Conejo Loco y la Reina de Corazones.
“Hace una semana, en la playa, detuve la filmación y me acerqué a Giuliettina. Me acuerdo muy bien—cuenta Fellini, quitándose el sombrero australiano—. La pellizqué en los brazos. Ella chilló. ¿Crees que existes?, le pregunté. No sé, dijo, ¿tú qué crees? No estaba borracho, juro que me muera. Tomé whisky sólo diez veces en mi vida, cinco el día antes de casarme y otros cinco al día siguiente. Pero le contesté: Yo no creo nada, mi amor. Estoy averiguándolo. Fue entonces cuando se me ocurrió que ella también era una aparición, un globito de aire, y que lo mejor era subirla a un Montgoifier y verla desapaecer. Giulietta supone que eso es un símbolo, pero yo detesto los símbolos. Los críticos enturbiaron Ocho y medio con sus explicaciones: uno escribió en Londres que el film repetía línea por línea el Ulysses de Joyce, y me obligó a leerlo para averiguar si era cierto. Jamás podré perdonárselo. Le contesté con una cita de Ernest Hemingway: Los creadores tienen ideas, pero los críticos se las llenan de retórica. Lo dejé knock-out.”
Ahora descubre un escarabajo en el arenal, le toca el lomo amarillo con el meñique, y después lo sopla, Bambino, bambino, de cuclillas al costado de la carretera, mientras una ráfaga repentina lo desmelena.
—Trabajo como vivo —se justifica Fellini—. Soy un desorden, un búfalo que se mezcla en todas las estampidas. Mi vida privada son mis films, la restriego en la cara de todo el mundo. Siempre evité mirarme, porque temí que al hacerlo, en el instante justo en que supiera quién soy, me volvería de piedra, un hombre rígido para siempre. He cumplido 44 años este enero, y sólo aspiro a la felicidad.
Donovan rasga el asfalto con su Lancia sport, agitando banderitas moradas, amarillas y rosadas, un remolino de trapos y cartones. Cuando se detiene, yergue el megáfono sobre el parabrisas y silba: “¡Sube, payaso!” Entonces, Federico se rasca la cabezota, trepa sumisamente al automóvil y gime:
—Nada de lo que le dije es cierto. Soy como Satanás. Estoy condenado a divertir.