Inauguramos el ciclo de crónicas 2013 con El justiciero, un texto del periodista ecuatoriano Jeovanny Benavides. En noviembre de 2012, el autor participó de Cómo construir un personaje de no ficción, el taller de Leila Guerriero en la Fundación TEM.

JEOVANNY BENAVIDES / Foto: Nelson Osorio Andrade

“Poetic justice”. El inglés Thomas Rymer acuñó esta expresión en 1678 para referirse a la posibilidad de hacer justicia sólo en el mundo de la ficción. Más de tres siglos después, Mauricio Montesdeoca Martinetti empieza a construir su historia a raíz de esta premisa y convierte la fantasía en realidad, alimentado por la venganza, dejando un legado de cientos de asesinatos regado en una fría e inolvidable ola de sangre, rencor y pánico en los cabecillas de las bandas del crimen organizado situadas en el corazón del mundo: el Ecuador.

Antes de que su cuerpo fuera abatido por 13 balas y muriera el 16 de julio del 2009, ya era conocido como El Justiciero, el criminal disfrazado de agente del grupo de operaciones especiales de la Policía más temido del país.

La leyenda comienza a consolidarse cuando apareció en la lista de los ecuatorianos fallecidos en los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, el origen  de su historia (la pública) se cuajó años antes. Para ser exactos el 28 de diciembre de 1997. La brumosa noche trágica de aquel día, Mauricio se encontraba fumando con sus dos hermanos mayores: José Rey y Nicola. Los acompañaban José Aveiga y Joseph Zúñiga, dos amigos de la familia. Quienes los conocían solían referirse a ellos como “los niños ricos” de la ciudad que se daban cualquier tipo de lujos extravagantes como pasear las tardes de los sábados en avionetas privadas, manejar diversos tipos de Mercedes Benz y BMW, vestirse con ropa de moda importada de Estados Unidos y usar gruesas cadenas de oro que les colgaban hasta el ombligo.  Las fiestas que organizaban se caracterizaban por el despilfarro y la extravagancia.  La familia Montesdeoca siempre tuvo una buena condición económica en Portoviejo, su padre, Reinaldo, fue dueño del cine Roma y representante en Manabí de los productos La Universal.

Pese a la ostentación de lujos y riqueza, José Rey y Nicola odiaban que los trataran como idiotas a la hora de hacer las cuentas. En esto Mauricio siempre quedaba al margen, pues prefería dedicarse a sus dos grandes pasiones: el rock y el deporte. En los negocios de su familia: ropa, alcohol y autos a sus dos hermanos siempre les gustaba sacar ventaja con el dinero. Aunque nunca traficaron drogas, sí las consumían. Su distribuidor era un hombre al que ni la madre lo conocía por su nombre (Daniel Bravo Pisco), sino por “Chani”. Aquella tarde de diciembre de hace quince años, fue él quien decidió hacerles una visita en una camioneta blanca, junto a tres encapuchados. Saltaron las verjas sin problemas y los encañonaron casi sin que se den cuenta. Justo antes de que ellos llegaran, Mauricio tuvo ganas de orinar y fue a una habitación contigua. Desde ahí escuchó cómo empezaron a discutir. La razón: Las últimas cuentas por la venta de tres kilos de marihuana no cuadraron. Mauricio, de 27 años, tuvo ganas de salir, pero no lo hizo. Todo ocurría en el hall de la casa, mientras conversaban y escuchaban música de un convertible Ford Mustaine, color negro. Eran las 23h30. Un año antes Nicola había sido detenido por estafa al cambiar billetes falsos de cien dólares a unos comerciantes de camarón  y, luego de haber estado preso un tiempo, lo dejaron en libertad condicional. Al parecer, en el último intercambio drogas-dinero los hermanos Montesdeoca deslizaron billetes adulterados. Aquello no le hizo gracia a Chani, quien fuera de sí gritó que a él “nadie le veía la cara de pendejo”. Insultos y reclamos; antes de que se hiciera medianoche todo era un caos. Según relatará Mauricio años más tarde, José Rey les dejó claro que no les iban a pagar y que los dejaran en paz de una buena vez. Fue ahí, en ese fugitivo instante, cuando el mundo se detuvo para quien la posteridad conocería como “El Justiciero”. Los encapuchados sacaron una cartuchera calibre 12, un revólver calibre 38 y otra arma calibre 22 y vaciaron en reiteradas ocasiones sus cartuchos sobre los cuerpos de los cuatro “niños ricos”.

José Aveiga y Joseph Zúñiga murieron de contado, mientras que José Rey y Nicola fueron trasladados al hospital dónde sólo se comprobó su deceso. Con los cadáveres de sus hermanos en las manos, Mauricio prometió vengarse. Jura que ni esa noche ni nunca derramó una sola lágrima. En cada uno de los cuerpos la Policía encontró más de cincuenta impactos de bala. Por ello, en un informe definirán el sangriento hecho como “una auténtica masacre” y confirmarán, tras las investigaciones, que el múltiple asesinato se debió a una deuda por drogas.

Aquel momento se le quedó alojado nítido en la memoria a Mauricio, porque no sólo eran sus hermanos, sino sus amigos y una gran parte de su vida la que murió la medianoche de aquel 28 de diciembre de 1997. Desde entonces nunca fue el mismo. Su mirada se volvió distante, profunda y evasiva. Quiso morir, pero el odio fue más fuerte. Lo único que lo mantuvo vivo en los posteriores años de intensa soledad en Estados Unidos (adonde fue primero) e Israel (donde se especializó después en el manejo de armas) fue el rencor y el irrefrenable deseo de venganza.

Se trasladó a Estados Unidos junto a su madre, Peggy Martinetti, y su hermana Karla. Alrededor de seis meses más tarde, retornó a Portoviejo (a 350 Kilómetros al norte de Quito, capital del país) para, supuestamente, ayudar a la Policía en la identificación y captura de los responsables de la muerte de sus hermanos. Antes del retorno hizo una escala en Israel para aprender técnicas especializadas de combate, uso de repetidoras y armamento sofisticado.

Coincidencialmente, por la misma época, empezaron a aparecer muertos varios de los antisociales más peligrosos del Ecuador. A algunos de ellos, además, se los relacionaba con los homicidios sucedidos en la residencia de los Montesdeoca.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo consiguió aliarse al grupo de élite policial, específicamente con el Grupo de Intervención y Rescate (GIR), pero fue en noviembre de 1998 en que empieza hacerse sentir su furia contra los delincuentes. A manera de “El Cobrador” en el cuento de Rubem Fonseca en el que el protagonista siente que la humanidad le debe algo, Mauricio siente en cambio que son los criminales quienes le deben aquella felicidad no vivida y cortada de raíz a fines de 1997.

Si bien decenas de cadáveres de criminales habían despertado la curiosidad en todo el país, el origen de la leyenda se forja cuando por fin, y tras una búsqueda incesante de cuatro años, encuentra a Chani en un sitio inhóspito de la provincia de Bolívar, en Ecuador. Uno de los acompañantes de Mauricio dirá que antes de dispararle por sesenta ocasiones, le extirpó los genitales y le obligó a comérselos en un baño indiscriminado de sangre que en lo posterior aumentó el apetito desmedido de matar criminales los sábados en la noche sólo por no perder la puntería. La tarde del 3 de noviembre del 2002 que terminó con la muerte del principal culpable de la muerte de sus hermanos, Mauricio llevó un cartel hecho de espuma flex y encima adhirió una hoja bond en la que se dio modos para escribir estas palabras: “Ha llegado el tsunami para los delincuentes: El Justiciero”.

La Fiscalía concluyó en un informe que todos los delincuentes implicados en la matanza de su familia fueron asesinados. En todos encontraron los cadáveres con la misma leyenda. Su modus operandi era calcado en casi todos los casos: se ponía el uniforme de la Policía y una capucha, subía a sus víctimas, amenazándoles a punta de pistola, en una camioneta doble cabina. Después, esas personas aparecían abandonadas en terrenos baldíos con un número similar de tiros con los que mataron a sus hermanos. Además de Chani se le atribuyeron los crímenes de “El Chico del Millón”, fallecido el 6 de noviembre de 1998, “Chico Nike”, Kléver Auncacela y el “Loco Joffre” acribillados el 20 de diciembre del 2005, 9 de abril del 2008 y 1 de agosto del mismo año, éste último antes de ser asesinado se enfrentó a balas con El Justiciero, dejándolo herido.

Hacia el 2008 un avezado reportero le preguntó: ¿Eres El Justiciero?, ¿has asesinado a más de 100 personas? “El Justiciero somos todos. Todos y cada uno de los ecuatorianos que reclaman justicia. El Justiciero está en el corazón de todos”.

Entonces usaba ropa policial, un chaleco con la palabra SWAT, botas negras, guantes, pantalones militares. Del cuello le colgaba un collar con una cabeza pequeña de Eloy Alfaro, un revolucionario político ecuatoriano.

A inicios del 2004 la Policía menciona que operaba con su respaldo, aunque lo reconocía con el enigmático apelativo de “un informante clave”. Diputados de ese entonces como el socialcristiano Simón Bustamante e incluso el presidente del Congreso Jorge Cevallos, solicitaron formalmente a grupos policiales de élite que incorporen a sus filas a Mauricio “por ser experto en seguridad”.

Él tenía uniforme y armamento oficial. Y hasta dormía en los cuarteles de los grupos de Intervención y Rescate (GIR) y de Apoyo Operacional(GAO) en Manta. Y entonces, cuando la prensa hizo la denuncia, la Comandancia General de la Policía anunció una investigación. Pero, en la práctica, lo que sucedió fue que arrinconaron a El Justiciero y la policía después de tanta presión pública decidió quitarle el apoyo.

Fue a fines del 2006 que Mauricio supo que había que cambiar de estrategia o, de lo contrario, sería hombre muerto. Paradójicamente lo que hizo dejó perplejos incluso a sus más íntimos amigos.

Nadie sabe qué le dio por convertirse en un hombre público o en qué momento le picó el bicho de la política. Lo cierto es que un buen día de marzo del 2006 empezó a hacerse visible ante el miedo, la veneración y el desconcierto de todo un pueblo. Primero en centros comerciales, luego en sitios concurridos y avenidas… su paso no dejaba indiferente a nadie. Incluso había quienes lo trataban como un estrella de cine y le pedían autógrafos que él daba con la paciencia y el afecto de un anciano recluido en un asilo, como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si acallara las voces de un pasado que no hacía otra cosa más que gritarle las múltiples muertes de decenas de pedófilos, criminales y traficantes internacionales de drogas. Sin embargo, el tiempo dirá después que aquella fue la peor decisión de su vida.

Formó el Movimiento Justicia Libertaria Alfarista, por el cual encabezó la lista como candidato a la Asamblea Nacional Constituyente en el 2007. Quería ser asambleísta, porque creía que si el Ecuador iba a cambiar necesitaba hacerlo por medio de una nueva Constitución que se iba a redactar en Montecristi un año después. Él quería estar ahí ¿Por qué? “Deseo combatir la impunidad y la corrupción. Mi propuesta de seguridad integral está basada en tres ejes: seguridad jurídica, económica y ciudadana. Quiero incluir estos puntos en la nueva Constitución. Estoy a favor de la pena de muerte para asesinos y políticos corruptos, siempre que se despoliticen las Cortes”.

Los otros candidatos le temían. Y contrario a lo que sucede en cada lid electoral ecuatoriana (y en cualquier parte del mundo, en realidad) en que unos descalifican a los otros y el pasado vergonzoso de un político es sacado a la esfera pública sólo para restarle votos, todos (sin excepción) respetaron a Mauricio. Consultaban sus recorridos para no tener la desafortunada coincidencia de cruzarse con él en los mítines.

“Más seguridad, menos delincuentes, seremos un látigo contra las injusticias y barreremos las ciudades de toda la escoria que tanto daño ha hecho al país y la humanidad”. Sus palabras seducían, conmovieron a miles. Pese a la fuerza y originalidad de sus ideas, no logró su objetivo. Perdió. El cómputo oficial arrojó 13.763 votos a su favor. Su slogan “Protegido por el Justiciero” acaparó la atención. Mauricio salía vestido de negro, armado con pistolas automáticas, sub-ametralladoras y hasta con granadas. También usaba guantes, gafas y un pañolón para cubrir su rostro. Su figura era un imán para miles de personas que se aglomeraban en los mítines y que veían extasiados cómo su ídolo, el que había barrido con más de la mitad de los delincuentes más temidos del país, estaba ahí, junto a ellos. Apretó miles de manos, recorrió con su equipo las calles del cantón, buscando un voto y ofreciendo seguridad, sobre todo. Caía el mito y se levantaba la leyenda. Disfrazado, Montesdeoca recorría Manabí para pedir votos. Saludaba a la gente desde el balde de la camioneta, aunque siempre con un pañuelo que sólo dejaba ver sus ojos verdes. Más de 100 escoltas lo acompañaban. Eran sus guardaespaldas, algunas de los cuales estaban mejor armados que él.

En plena campaña, el Grupo de Intervención y Rescate (GIR) detuvo a Mauricio con varias armas de fuego y municiones: una pistola 9 milímetros con dos alimentadoras.

Luego del incidente su discurso pretendía conquistar a los jóvenes, hizo popular la canción Somos de calle del reggaetonero Daddy Yankee, la que fue adaptada con su nombre y sus propuestas. Los sábados colocaba parlantes en las avenidas más populares para que la gente baile. Sus marchas denominadas Por la justicia fueron multitudinarias; incluso cuando terminó el conteo y vio que no ganó, organizó otra, con igual cantidad de asistentes.

Dos años más tarde, alcanzó la tercera posición cuando se postuló a alcalde de Portoviejo. Esta vez el cómputo oficial arrojó un total de 21.459 votos a su favor. Por entonces, cientos de stickers con ojos dibujados, con la consigna “Yo estoy con el justiciero” o sencillamente “Mauricio alcalde” se encontraban en todo lugar. Su campaña fue muy llamativa, los colores rojo, blanco y azul invadieron la capital provincial. Pero esta última campaña fue distinta: ya mostraba su rostro. Lo tuvo que hacer obligado. Meses antes, en una comparecencia judicial, un fiscal le exigió que se quitara el pañuelo de la cara. Empezaba a diluirse el mito. Todos los diarios y noticieros lo mostraban: el atlético hombre de 1,90 era como el resto de gente.

Aún en campaña seguía practicando el volley, su deporte favorito, en canchas públicas. Rara vez perdía y, cuando se subía a su camioneta, instalaba a todo volumen los altoparlantes con la música que siempre le gustó: el heavy metal.

Aunque andaba resguardado con gente de su confianza, todos sabían que en algún momento lo iban a matar. Y aunque él fuera también consciente de que aquello iba a ocurrir tarde o temprano, acallaba las voces de su interior exhibiéndose aún más en entrevistas y encuentros con jóvenes y líderes barriales. Unas semanas antes de morir hasta se había despojado del chaleco marrón que lo había acompañado durante el tiempo que la gente lo conocía con la leyenda forjada de “El Justiciero”.

¿Quiénes? ¿De dónde provino la venganza? Familiares de los antisociales acribillados lo acusaron ante la Fiscalía de ser un asesino, demandas que no progresaron y terminaron en el archivo del olvido.

El mismo Mauricio recibió varias amenazas de muerte  que provenían no solo de familiares de delincuentes asesinados. En octubre del 2008 acusó a la Policía de persecución y de querer atentar contra su vida. Denunció que varios integrantes de la institución eran cómplices de bandas delincuenciales. Acusó a uniformados como Luis Martínez, oficial del GOE, de estar involucrados con la banda “Los Choneros”, la organización criminal más temida del Ecuador, y hasta los responsabilizó de su posible muerte. Y en el medio, el Presidente de la República, Rafael Correa Delgado, cuestionado por la opinión pública, ordenó el 22 de noviembre del 2008 quitarle los permisos para portar armas. Un año antes, el 7 de julio del 2008 el fiscal Agustín Zamora anunciaba que Mauricio afrontaba por primera vez una investigación por asesinato.

De la noche a la mañana empezó a estar expuesto, era consciente de que se había exhibido más de lo necesario y, por ello, empezaba a ser más precavido de lo usual. Y sin embargo, pese a todo, la madrugada del 16 de julio del 2009 estaba sin la custodia con la que siempre vivía. Tomaba precauciones como ir a su casa por un camino diferente, pero esa noche se le durmió el diablo. Mauricio regresaba de una reunión social en el hotel Ejecutivo. Trataba de conformar un plan con el que se buscaba repeler la inseguridad en el Ecuador.  En esa reunión y ante dirigentes sindicales expresó: “Por mi experiencia estoy convencido de que esta criminalidad es cambiante, sanguinaria y sin límites, y para combatirla se necesita mano dura, sin contemplaciones, eliminando sus bases”

Iba a bordo de su automóvil Pathfinder Nissan, sin placas, cuando a cien metros de su casa, fue interceptado por dos camionetas Chevrolet D’max de color blanco y gris. 15 hombres armados y con el rostro cubierto con pasamontañas bajaron de los vehículos y lo emboscaron cuando iba a ingresar a su vivienda, localizada en la urbanización Ceibos del Norte. Los encapuchados rodearon el automóvil y comenzaron a disparar en cuestión de segundos. Fue un baño de sangre y una lucha desigual, porque mientras Mauricio se defendió con una pistola 9 milímetros, los agresores, en cambio, portaban fusiles 5.50, subametralladoras y pistolas.

Pedro Vera, guardia de seguridad, al escuchar los estruendos se lanzó al piso. Y desde ahí, temblándole todo el cuerpo, lo vio todo claro: un Mauricio jadeante y con el cuerpo cocido a balazos que, aún así, se logró poner de pie y empezó a disparar; sin embargo, un proyectil le perforó la pierna derecha. Con ello perdió estabilidad y cayó para no volver a levantarse nunca más. “Allí fue que lo remataron sus asesinos”, relató un testigo. Un amigo de la familia indica que llegó con vida hasta el hospital de Solca e incluso expresó que le dolía la pierna.

Ante la balacera, Luis Alfonso Espinoza, de 22 años, chofer y único acompañante de Montesdeoca no atinó a reaccionar. “El guardia se demoró en abrir la puerta. Entonces el jefe se bajó a repartir bala y fue allí que lo mataron. No pude hacer nada”, relató días más tarde.

Lo llevaron hasta el hospital de Solca, a pocas cuadras de la masacre, pero todo fue en vano.

Respecto a si llegó o no con vida al hospital hay otra versión: médicos del área de emergencia manifestaron que Mauricio Montesdeoca llegó sin signos vitales. Su corazón dejó de latir a las 00h30.

La noticia técnica de los peritos policiales fue contundente. Las balas fueron dirigidas al hombro derecho, muslo derecho, muslo izquierdo, intercostal derecho, brazo derecho, 2 en el abdomen, 2 en la región dorsal y 4 en la pierna derecha. Una lesión en la vena aorta fue la causa de su muerte tras recibir trece disparos, que en su mayoría presentaron orificios de entrada y salida.

Luis Espinoza resultó con heridas en el antebrazo izquierdo y codo derecho; mientras que el vehículo recibió 44 disparos en los parabrisas delantero y posterior, es decir del lado en que se movilizaba Mauricio. Había cumplido los 38 años.

El funeral fue fastuoso. Lo enterraron como un líder. El sacerdote Edmundo Viteri presidió la plegaria. Unas tres mil personas se aglomeraron en la Catedral para escuchar una corta liturgia. Terminada la misa, la caja de dos metros de longitud, donde guardaron el cadáver de Mauricio, fue retirada de la Iglesia y subida a la plataforma con destino al cementerio. Ahí, su esposa, María Fernanda Solórzano, lloró desconsoladamente. Frente al edificio de La Fiscalía el alboroto de quienes acompañaban el cortejo fúnebre se detuvo. ¡Justicia!, ¡Justicia!, ¡Queremos Justicia! Sin embargo, en estos tres años de su muerte el crimen sigue impune. Aquella tarde lúgubre del 17 de julio de 2009, perdido de todo, en un fragmento de realidad diferente, tres amigos de Mauricio se apartaron precipitadamente del ataúd: arrojaron al aire dos palomas blancas que no quisieron volar.

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*Jeovanny Benavides Bailón es un cronista ecuatoriano. Es periodista desde los 18 años. Estudió comunicación y posee una maestría en edición por la Universidad Complutense de Madrid. Ha ganado premios a la calidad periodística en varios medios de su país. En el 2011, su historia sobre el secuestro y posterior asesinato de Matías Berardi, quedó entre las diez crónicas finalistas seleccionadas del premio Las Nuevas Plumas, organizado por la Universidad de Guadalajara de México y la Escuela de Periodismo Portátil. La revista nicaragüense Carátula, dirigida por el escritor Sergio Ramírez, declaró su cuento El regreso ganador de su certamen anual de ficción en el 2010. En la actualidad es docente universitario y editor de la revista académica La Técnica de Ecuador. Ha sido becario de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, en donde ha cursado talleres de crónica con Alma Guillermoprieto (Cartagena, 2005) y de reportaje con Jon Lee Anderson (Buenos Aires, 2010). Además, en la Fundación Tomás Eloy Martínez se ha formado con cronistas de la talla de Leila Guerriero. De momento, cursa el Doctorado en Comunicación en la Universidad Nacional de La Plata, gracias a una beca que obtuvo por parte del gobierno de su país. Es permanente colaborador de las revistas Verd y Edu@New que edita la empresa Fidal, presidida por la ex presidenta del Ecuador, Rosalía Arteaga Serrano.

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