El 15 de septiembre de 2001, unos días después del atentado a las Torres Gemelas y el Pentágono, Tomás Eloy Martínez escrbió en su columna habitual del diario La Nación un texto que tituló El imperio vulnerado. Lo compartimos con nuestros lectores después de cumplirse un nuevo aniversario del hecho que marcó un antes y un después en la historia de los Estados Unidos.
Pocos días fueron tan diáfanos en esta víspera de otoño como el martes 11 de septiembre. El aire era puro y líquido, y a las ocho y media de la mañana los ferries atravesaban las mansas aguas del East River desde Staten Island hasta Battery Park, en el extremo sur de Manhattan, o desde Manhattan hasta la Estatua de la Libertad. Como todos los días a esa hora, las estrechas calles del distrito financiero, donde los rascacielos inverosímiles crean una penumbra perpetua, empezaban a ser invadidas por ómnibus de turistas, agentes de bolsa, empleados federales, comerciantes, mozos de restaurantes y una caudalosa fauna humana en estado de efervescencia. Nueva York es -o era- siempre así por las mañanas.
Poco después de esa hora, Lee Bretz, una recién casada de treinta años que está a cargo de las cuentas de inversores sudamericanos en el Chase Manhattan Bank, caminaba desde una de las estaciones subterráneas situadas en Broadway, frente a las Torres Gemelas, hacia el edificio del banco, entre las calles Nassau y William. Hay allí una plaza desolada con árboles ficticios: los de un mural que copia el Almuerzo en la hierba de ƒdouard Manet, y un gran hongo de piedra, en blanco y negro, esculpido por Jean Dubuffet. Antes de entrar en su oficina, a Lee Bretz le gustaba quedarse un momento meditando bajo el hongo. Le parecía que esa costumbre le daba buena suerte y la animaba a comenzar el día. Se volvió para echar una última mirada a las torres y a las cercanas estructuras de vidrio y acero creadas por el arquitecto argentino César Pelli, y sintió que en ese conjunto había un aire de invencible eternidad.
La sorprendió ver un jet que volaba demasiado bajo, rozando casi la antorcha de la Estatua de la Libertad, en línea recta hacia los rascacielos, como si al piloto lo hubiera enceguecido la belleza de la mañana. Vio el avión lanzarse contra el centro de una de las torres sin creer en lo que veía, oyó el estruendo, y en un instante que le pareció interminable, vio caer bloques de cemento, alzarse crestas de humo denso, derramarse olas de papeles y detritus en medio de un viento súbito. Corrió en dirección al edificio del Chase y sintió, alarmada por la enormidad de lo que sentía, que una vida construida sobre certezas, ascensos calculados y un porvenir sin riesgos estaba sometida de pronto al azar, a una violencia cuyo origen y sentido desconocía por completo. Se vio a sí misma, diría más tarde, como un animal solitario e indefenso en un paisaje poblado por cazadores furtivos: alguien que había alcanzado la plenitud del desamparo.
Memorias de la guerra
Durante su breve vida feliz, Lee Bretz nunca imaginó que tantos horrores pudieran caber en una sola mañana. Los seres humanos desollados o carbonizados que vio poco después acumularse en la placita a la sombra del hongo de Dubuffet, las mujeres que se arrojaban desesperadas desde lo alto de las torres para no quemarse vivas, el derrumbe de los rascacielos, la muerte de la luz, la huida de los pájaros y, después, el infinito silencio de la isla de Manhattan, le revelaron que ya nada en su país sería lo mismo, que todos los mitos de la historia aprendidos en la escuela se estaban viniendo abajo: la invulnerabilidad del imperio, la superioridad tecnológica que aseguraba a su país una fácil victoria sobre todo adversario, la confianza en el destino manifiesto de grandeza.
Desde la mañana del 11 de septiembre se ha instalado en todos los rincones de los Estados Unidos un sentimiento de paranoia creciente, que ningún discurso oficial puede borrar. Hasta los transeúntes más inadvertidos sienten, creen, temen, que en cualquier momento les caerá un rayo destructor desde un lugar inesperado del cielo. Por lo menos tres veces, el jueves 13, se cerraron puentes y túneles cercanos a Manhattan ante el rumor de que se habían colocado bombas. En el pequeño pueblo donde vivo, habitado por una mayoría de judíos, se oye hablar de francotiradores, de bombas molotov arrojadas contra los cines. A su vez, quienes viven en Manhattan han tomado conciencia por primera vez de que la ciudad es una isla, y sufren la opresión del asedio, el insólito silencio de las calles vacías, el terror de que todo pueda volver a suceder en cualquier momento.
Quién sabe cuándo va a desvanecerse el sentimiento de indefensión y de impotencia que aquejó a Lee Bretz la mañana del horror y que ahora se extiende como una plaga sobre toda la sociedad norteamericana. Si se piensa en lo que ha sucedido, cada detalle parece inverosímil: grupos de tres a seis hombres con armas casi prehistóricas -cuchillos de cocina y cortapapeles- capturaron instrumentos tecnológicos refinadísimos -aviones de pasajeros llenos de combustible- y los lanzaron contra blancos simbólicos. La única fuerza real de que los terroristas disponían era el desprecio por sus propias vidas y una coordinación excepcional, que debió de tardar meses en lograrse. También los favoreció el azar. Al menos un tercio de las veces que tomé vuelos domésticos en los aeropuertos de Newark o de Boston hubo cancelaciones o demoras. Esta vez todos los vuelos salieron -fatalmente- a tiempo.
Sucedió tres a cuatro veces en una sola mañana. Podría suceder otras veces, de otras maneras, con recursos que acaso no serán los mismos. Todas las memorias de las guerras pasadas se han instalado en la conciencia de la nación norteamericana. La de ahora, se oye decir, es una guerra peor, porque no se sabe contra qué o contra quiénes se dirige, y porque el enemigo, si es atrapado en algún lugar, podría reaparecer en otro.
Cazador desconocido
Aún no hay suficientes elementos para juzgar por qué ha pasado lo que pasó, pero algunos de los intelectuales más valiosos de este país han dicho que la arrogancia del gobierno de George W. Bush y de los gobiernos pasados puede tener su cuota de culpa. Desde los tiempos de la Guerra Fría, los Estados Unidos creyeron que la tercera guerra sería una guerra desmedida, apocalíptica, en la que el enemigo desplegaría una riqueza tecnológica temible. Se gastaron billones de dólares para contrarrestar esa amenaza. Hay incontables misiles nucleares almacenados en los depósitos militares, miles de satélites de espionaje y de rastreo dando vueltas por el espacio, más el proyecto de un escudo galáctico que ya parecía demencial en tiempos de Ronald Reagan y que Bush desempolvó a principios de su gobierno.
Alguna vez escribí que la dependencia de las herramientas tecnológicas es tan acentuada en los Estados Unidos, que cuando falla una computadora en un banco o en una terminal aérea los empleados se miran a la cara, desconcertados, sin saber qué hacer. Las formas perversas pero también impecables del ingenio humano que se pusieron en acción el 11 de septiembre volvieron a demostrar que la tecnología más avanzada es todavía vulnerable ante la fuerza de la imaginación, que es siempre imprevisible. Lo que acaba de fracasar en Estados Unidos no fueron sus monumentales recursos defensivos: fueron las ínfimas, desdeñadas, casi olvidadas tareas de inteligencia que le permitieron triunfar en las otras guerras. Que veinte o treinta cuchillitos hayan puesto a temblar a la mayor potencia del planeta es un hecho que podría parecer paródico si no fuera tan extremadamente trágico.
La tempestad que acaba de empezar no merece tal vez el nombre de guerra, sino otro nombre desconocido y quizá peor. Las guerras convencionales se libraron, hasta ahora, entre fuerzas visibles. A partir del 11 de septiembre, ya no se sabe quién es el atacante y menos aún se sabe quiénes pueden ser las víctimas. Como sintió Lee Bretz ante las Torres Gemelas en ruinas, todos somos blancos potenciales de un cazador desconocido, que ha destrozado todas las certezas y ha cambiado la historia para siempre.