El próximo martes 4 de octubre a las 19 horas, la Fundación Tomás Eloy Martínez recibirá en su sede al escritor y periodista español Juan Cruz Ruiz. El autor de Ojalá Octubre (Alfaguara, 2007) participará de una entrevista abierta al público a cargo de Ezequiel Martínez. Conversarán sobre literatura, el oficio del periodista y su relación con la Fundación TEM, de cuyo comité honorífico forma parte.
Ruiz fue uno de los fundadores del diario El País de España. Ejerce el periodismo desde muy chico y es autor de los libros Excesos de equipaje (Alba Editorial, 2005), El peso de la fama (Aguilar, 1999), y Muchas veces me pediste que te contara esos años (Alfaguara, 2008), entre otros. Actualmente lleva adelante el blog Mira que te lo tengo dicho y ocupa el cargo de director adjunto de El País.

Además de compartir el texto que escribió en homenaje a Tomás Eloy Martínez, reproducimos el prólogo de Serena, libro que editó por Siruela en 1994.

Por Juan Cruz Ruiz
Cuando conocí a Serena era casi la medianoche del 18 de junio de 1988, hace ahora veinte años. Y ella cumplía ocho años. Estaba rodeada de amigos y de parientes, y estábamos los dos, yo por casualidad, ella porque festejaba su cumpleaños, en un local llamado Utopía, en Las Palmas. Ella buscaba pasteles y postres, porque entonces era muy golosa, y yo tomaba whisky con mi amigo Diego Talavera en un rincón de ese local, que luego cerraron. Utopía era como un gran garaje en el que se mezclaba gente de todas las edades; tenían una música que variaba con las horas, y a esa hora de la medianoche ya empezaba a ser música para adentrarse en la madrugada. Rock, jazz, músicas estridentes y músicas tranquilas. Serena era morena y serena, como se dice en el libro, y por alguna razón familiar Diego la conocía, así que quiso presentármela. Yo accedí, quería conocer mejor a aquella persona tan menuda que en ese momento protagonizaba, sin duda, la fiesta más importante de la noche. Ella llevaba en la mano un vaso de plástico, de agua con gas o de limonada, y me invitó. Yo le dije que tomaba whisky, y ella hizo un gesto de gran disgusto con la boca, con los ojos y con la nariz, con toda la cara. «Aggg, qué asco.» Yo arrojé el whisky lejos de mí, y ella me empezó a ponderar las virtudes del agua con gas, que a partir de entonces tomo como un poseso. De hecho, y esto es un inciso, ese verano, en Cannes, adonde fui de vacaciones, me tomé un bocadillo de salami y un vaso de agua con gas, me acordé de Serena y fui profundamente feliz. Bueno, pues esa medianoche Serena me fascinó; me pareció una chiquilla fresca e inteligente, tranquila pero también inquisitiva, y me pareció que valía la pena cultivar su amistad, y no sólo para saber más de ella, sino sencillamente para saber más. Le pregunté si sería posible que siguiéramos hablando, y nos citó, a los dos, a Diego y a mí, para que fuéramos a su casa, o mejor, a su azotea, al día siguiente.
Ni que decir tiene que Serena era (es) canaria, de Gran Canaria, y su casa estaba en los altos del norte, en Aríñez, cerca de San Mateo, por Santa Brígida. Diego sabía el camino, y a mediodía del día siguiente, animados los dos por las sorpresas que era seguro que nos depararía el reencuentro con Serena, nos dirigimos hacia la iglesia de San Mateo, donde habíamos concertado la cita. A Serena la llevaría hasta allí el camión de su padre, y luego ella nos indicaría el camino hasta su casa, en Aríñez. Aríñez es un pueblo pequeño, donde los padres de Serena han vivido toda la vida. Se llega hasta allí por caminos un poco tortuosos, que fueron elegidos para convertirlos en el escenario de un rally automovilístico tradicional en Gran Canaria. Serena iba vestida con los regalos que había recibido el día anterior, pero no recuerdo qué llevaba, sólo retuve el color de algunas de sus prendas, un color rojo muy vivo que concordaba con el rojo de sus mejillas, azotadas a la vez por el sol de la playa y por el frío de la madrugada en las cumbres. Ella nos llevó de la mano hasta el coche, y luego fue guiando a Diego en las maniobras hasta que llegamos a la casa. La casa era de varias plantas, y en la azotea estaba, decía ella, lo que más le gustaba: el sol, el aire, aquella sensación de que con un golpe de vista ella dominaba el mundo entero, hasta el final del horizonte.
Yo me entretuve desmenuzando mazorcas de maíz, y Diego hizo algunas fotos. En el salón de su casa había aún restos de tarta, y Serena encendió una vela enorme, también de color rojo, que luego ella misma apagó porque, dijo, quería celebrar el cumpleaños con nosotros. Allí me contó que se iba a Marbella, que tenía una amiga holandesa que la había invitado a su casa. Esa amiga era Robien.
Me habló de ella; era alta, muy esbelta, muy silenciosa, a mí me gustaría conocerla, y quedamos para vernos en Marbella, porque yo debía ir por esos meses del verano inmediato a pasar unos días de trabajo en Málaga. Cuando nos fuimos de la casa Serena nos dijo:
–No se vayan. Aquí nunca anochece.
Decía cosas así, inesperadas, llenas de cierta poesía surrealista, y a mí me interesó seguirla escuchando.
Así que fui a Marbella, pasé allí algún tiempo, y la veía de vez en cuando; la esperaba tomando agua con gas, a veces hacíamos excursiones –hicimos una a Salobreña, en la costa granadina, y no me pregunten por qué terminamos yendo a Salobreña: seguramente Serena buscó un mapa de Andalucía, apuntó con su dedo al azar y dijo: «Nos vamos a Salobreña»; ella era así–, y a algunas de ellas vino también Robien, como ésa a Salobreña. Mientras esperaba a Serena, y se hacía esperar, siempre se hacía esperar, escribí cuentos para ella. Ella los leía y a veces se reía, pero muchas veces decía:
–Bah, cuentos.
Los fui recogiendo en un cartapacio y un día se los enseñé a la hija de Luis Gordillo, el pintor, que tenía entonces dos o tres años, mucho menos que Serena. Luis dijo:
–Podríamos pintar a Serena, ¿eh, Laura?
Laura dijo sí con la cabeza, y les dejé los cuentos. Serena vio las ilustraciones, que eran dibujos de Laura completados por su padre, que es uno de los artistas que más quiero. La respuesta de Serena era previsible:
-Los dibujos son mejores que los cuentos. ¿Por qué no publicas los dibujos sin los cuentos?
Le propuse esto a Michi Strausfeld y la posibilidad de que fuera Siruela la que los publicara; pero, cuando hablé con ella, llevaba en las carpetas también estos relatos que escribí mientras esperaba a Serena, y algunas veces también a Robien, que llegaba antes porque era más alta. Y Michi me dijo:
–Pero tienen que ir los cuentos también.
Le di entonces los cuentos y los dibujos. Serena se sorprendió mucho cuando le enseñé los relatos ya publicados, con los dibujos. Hasta entonces no me había dicho esto que dijo como si lo estuviera dejando de decir:
–Te quiero mucho.
Ahora, al verle para decirle que iban a salir otra vez los cuentos de Serena, me dijo, recuperando su viejo aliento descreído:
–Al fin habrás podido corregirlos.
No le dije nada. Ella, además, tenía prisa, tenía ya a los pasajeros a bordo y debía llevarlos de Madrid a Málaga, precisamente. Porque se hizo piloto, o pilota. Se fue. Pero tuvimos antes una pequeña conversación que ahora figura como epílogo de esta reedición, veinte años después.
Serena, qué personaje.

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