El martes 13 de noviembre a las 19:30 horas, se presentará en la Fundación TEM (Carlos Calvo 4319) Límite Oeste, el primer libro de Ana Cerri. En el ciclo de cuentos de los lunes, compartimos Dos tiros, uno de los relatos que forma parte del libro.
ANA CERRI / Foto: Archivo autora

Mentiras que era loco. La vida fue demasiado para él, pero no nació loco. Eso de no saber cómo defenderse, sin duda lo había afectado, pero no era loco.

Cuando Agustín cumplió dieciséis años su padre le regaló una escopeta vieja que tenía la mala costumbre de andar disparándose sola. En realidad, el regalo fue, más que por el cumpleaños, por los ladrones de gallinas que asolaban los nidales peor que las comadrejas. La cuestión es que se la regaló y el muchacho andaba por ahí con su escopeta como en un resplandor. No la dejaba ni a sol ni a sombra y hasta se la llevaba a la cama como se lleva a una virgen al tálamo nupcial.

Una tarde se puso, como posando para un fotógrafo de plaza, con el pulgar tapando justo la boca del caño, la culata en el piso y la pierna derecha flexionada delante de la izquierda. Tenía toda la intención de lucirse con su escopeta. Quería impresionar a la hija del sastre de la que estaba perdidamente enamorado y frente a su puerta, se apostó. No justo frente a la puerta sino cruzando la calle, como para que ella lo viera en perspectiva.

Se le reventaba el corazón; él mismo se escuchaba latir en estallidos y cuando ella apareció, creyó caer en un pozo sin término, igualito a esos de los sueños en los que uno cae, cae, cae…

Volvió violentamente a la realidad cuando la escopeta, que sí estaba loca, se disparó sola llevándose su pulgar y ahora también, un pedazo importante de su razón.

La mano del muchacho sangraba a borbotones y hubiera querido morir ahí mismo, frente al espanto -que creyó ternura- de la mujer amada.

La veía en medio de los colores que turbaban su mirada confusa; la veía ir y venir en un perfume tibio de sangre que se desplomaba con él y que cuando terminó de escapar, quedó flotando entre el sombrero y la gomina.

Por fin, ella lo había mirado.

Pero volver en sí y emprender la búsqueda de su dedo pulgar fue una sola cosa. Guardó en algún punto de su sinrazón la mirada que creyó tierna, recogió el arma, confirmó la carencia a través del vendaje improvisado por el sastre con retazos de entretela, e inmediatamente empezó a escudriñar palmo a palmo la zona.

Aumentaron las versiones sobre su locura.

Pero Agustín sólo hacía cálculos: el dedo podría, desde ahí, haber volado hasta la vereda… o hasta la vía; o, pensándolo bien, en un arco un poco más amplio, hasta el patio de la casa vecina y, más aún, hasta la otra calle…

Palmo a palmo buscaba el muchacho, y cuando no le alcanzaron los días, también buscó de noche. Andaba con una linterna vieja pero minuciosa rastrillando una y otra vez los mismos lugares.

Se confirmaron los rumores: el loco buscaba su dedo y estaba dispuesto a matar si descubría que alguien lo había encontrado y no se lo había devuelto.

El muchacho se convirtió en una amenaza, y a la vez, en muchas excusas:
−¡Mirá que le digo a Agustín que vos tenés su dedo…!
−Si tu marido sospecha que vengo a verte de noche, decí que es Agustín que merodea…
−¡Seguí haciendo la tuya que el día menos pensado lo llamo a Agustín y le digo que te ponga en vereda!

Agustín ya no solo estaba loco, era malo, enderezaba conductas infantiles díscolas y se metía en la cama de mujeres ajenas.

Los chicos le temieron, los hombres lo usaron y las mujeres… las mujeres en silencio lo quisieron, de puro agradecidas nomás.

Yo recuerdo haberlo cruzado por la calle y sin ningún disimulo, haberle mirado la cicatriz que, por ese entonces, quedaba justo a la altura de mis ojos. Nunca pude tenerle miedo aunque por prudencia, fingí un poco. Lo espiaba recorrer sin cansancio la ruta del dedo. Ya era un hombre. Llevaba la escopeta en bandolera y el sombrero muy echado para atrás.

Tan en boca de todos y tan solo en su búsqueda el pobre Agustín.

La misma escopeta que le llevó el pulgar, por fin volvió a dispararse locamente, pero esta vez, sin error.

Sin embargo, Agustín sigue siendo una amenaza: su fantasma se lleva a los chicos descarriados; merodea por los patios de las casas, sobre todo de noche; hace crujir las sábanas en camas forasteras y sigue dispuesto, aún desde el otro mundo, a matar a quién, insensato, haya encontrado su pulgar y no se lo haya devuelto.

No soy la única que deja una flor en su tumba, donde el palo mayor de la cruz es la escopeta que no ha perdido ni pizca de su locura y de tanto en tanto, se sigue disparando sola.

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*Ana Cerri nació en Rosario en 1947. Estudió Periodismo y Ciencias de la Información en la Universidad Católica Argentina y Teología en el Instituto Teresianum (Roma). Su cuento Excelsum superbum fue publicado en la Revista Ñ. La poeta argentina Diana Bellessi leyó dos de sus cuentos (El llanto y Concierto) en el blog de Patricia Kolesnicov.

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